Pedro de la Hoz - La Jiribilla.- A los fluidos y entrañables vasos comunicantes entre los pueblos españoles y el cubano —cada uno de los pueblos de la Península ha dejado entre nosotros una impronta que late en todos los ámbitos de la vida insular—, hay quien pretende, a estas alturas, colocar obstáculos, enturbiarlos.


Mientras en La Habana se desarrollaba con éxito el Coloquio Internacional Gallego: Antropología testimonial y Cultura de la pobreza, a propósito del cuadragésimo aniversario de la publicación de la novela Gallego, de Miguel Barnet, y se entrelazaban voces de académicos cubanos y españoles para ponderar una aventura literaria que enaltece una relación identitaria esencial, el diario madrileño El País emitía un editorial bajo el título “La cerrazón cubana” y apostrofaba en el bajante: “El acoso represivo de La Habana contra la disidencia pública ancla al país en el inmovilismo retrógrado y antidemocrático”.

En los mismos días en que el Ballet Español de Cuba, bajo la dirección del maestro Eduardo Veitía, se afanaba para ultimar detalles de la temporada de estreno del espectáculo Ascendencia hispana, en el Teatro Nacional, el editorialista del citado medio echaba a rodar una especie de supuesta “bunkerización del régimen” cubano  y de “su antediluviano inmovilismo”.

Todo porque se les había echado a perder el espectáculo mediático que tenían montado para festejar la marcha que nunca existió el 15 de noviembre, es decir, el frustrado estallido social que debía, si no derrocar, al menos poner en crisis al gobierno cubano —legitimado política, social y legalmente— y abrir las compuertas de la restauración capitalista neocolonial.

El País se preparó para secundar y arropar la intentona. Siguió paso a paso la convocatoria de la marcha, focalizó y elevó a primer plano el protagonismo del “agente de cambio” entrenado por Estados Unidos, y montó una cobertura por horas y minutos de lo que sucedería entre el 14 y el 15 de noviembre a lo largo y ancho de la Isla.

Que lo hagan ABC o El Mundo, no sorprendería tratándose de medios conservadores; el segundo, embadurnado por una leve pátina liberal, disputándole al primero la primacía entre las audiencias de la derecha. Pero El País, que presume de representar una equilibrada posición centrista desde que pertenece al grupo editorial Prisa, debía ser consecuente con su equidistancia, aunque sabemos que esto último no pasa de ser un eufemismo. Basta con recorrer las dos últimas décadas de la publicación —exactamente de 2003 en adelante— para que salten a la vista con admirable regularidad informaciones y valoraciones que tienden a apuntalar la matriz de opinión de que el cambio de Cuba hacia la órbita neoliberal es lo que corresponde. Apertura en ese discurso equivale a rendición, reformas; a renuncia, libertad; a sujeción.

Y para ello ha dado tribuna a los llamados disidentes y opositores —ya se sabe de qué van esas disidencias y quién procrea a tales opositores— y hasta alguno de ellos han sido acogidos como columnistas.

Una de estos, frívola y bien pagada favorita de la directiva del diario, publicaba en enero de 2019, bajo el título “Revolución es decepción”, una diatriba en la que aseguraba: “Como un gesto de profundo simbolismo, el 1 de enero el acto oficial para celebrar el 60mo aniversario del triunfo de la Revolución cubana se hizo en el cementerio de Santa Ifigenia en Santiago de Cuba. Más que el cumpleaños de algo vivo, sus defensores se reunieron alrededor del cadáver de un proceso, del ataúd de una utopía”. Quien irrespetó la memoria sagrada de Fidel —más allá del rimbombante amago metafórico con que daba por terminada la Revolución cubana— no solo fue la columnista, sino el medio de prensa.

Después de tal acogida a lo más reaccionario y soez de la contrarrevolución, no es de extrañar que el centrismo de El País haya derivado a una posición beligerante, que en el caso de la convocatoria de la marcha animó expectativas que se fueron a bolina. De la frustración del equipo editorial dio cuenta el bajante que calzó la cobertura especial del 15 de noviembre: “La Habana amaneció este lunes tomada por agentes de policía y de la Seguridad del Estado ante la convocatoria de las protestas. El Gobierno ha declarado la manifestación ilegal y mantiene a opositores y periodistas sitiados en sus casas. Continúan las detenciones de críticos”.

No puede ser más lastimosa la falta de objetividad y la bancarrota profesional de un medio que alardea de ser serio. A la imprecisión de decir que el gobierno declaró ilegal la marcha —cuando bajo la rigurosa aplicación de la normativa constitucional, en verdad fue desautorizada— se suma un paisaje delirante que solo existió en la imaginación de corresponsales y fuentes periodísticas reflejadas. Nunca, ni de lejos, La Habana fue una ciudad sitiada, ni hubo detenciones como las que notificaron siguiéndole la pista a un grupúsculo de abogados pagados por agencias federales de EE.UU., ni nada por el estilo. Parece que la redacción de El País confundió La Habana con alguna ciudad colombiana o sudanesa, o con las urbes europeas que ahora mismo viven jornadas de protestas masivas.

Lo realmente inadmisible es la intromisión en los asuntos cubanos de la dirección del diario. Ya no se trata de columnistas ni corresponsales —como el excelente prestidigitador que les sirve desde La Habana— sino de una opinión editorial que se permite pontificar y dar recetas como estas:

Tras décadas de cerrazón, resulta evidente que los gestos de apertura no prosperarán sin el apoyo decidido de una comunidad internacional que permita al régimen que preside Miguel Díaz-Canel revisar su deriva, liberar a los presos y permitir la discrepancia. Es necesario el concurso de Washington, la gran potencia de la zona, para superar su anquilosamiento punitivo y, al igual que hiciera Barack Obama, buscar vías que permitan recuperar espacios de libertad. Desde el ángulo europeo, España dispone de un puñado de cartas que le permiten jugar a fondo en favor de dinámicas de apertura y flexibilidad. Más allá de los intereses geopolíticos de cada actor, el avance hacia la democracia en la isla habrá de hacerse con el criterio y la participación de una población que hoy vive en condiciones graves de penuria económica y desamparo político.

Lo único evidente es que El País no solo padece de una miopía incurable a la hora de evaluar la realidad cubana, sino que juega a ser un actor de peso —si los yanquis dejan— en el diseño de la Cuba que quiere Washington, Miami y los predios filofranquistas y neoliberales de España. Una Cuba que dejó de ser hace buen tiempo colonia y que seguirá queriendo la otra España.

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