El gran carnaval

Carlos Tena - inSurGente.- No profeso el menor afecto por la institución monárquica española. Menos aún por una Constitución que permite al Rey robar, mentir, conspirar, estafar o malversar, sin que la justicia pueda actuar en su contra.

No rindo la mínima pleitesía a un sistema que dicen es democrático, pero encarcela a ciudadanos por apoyar una opción política tan respetable como el independentismo, la autodeterminación.


No inclino la cabeza ante una ley de partidos políticos que hubiera firmado Adolfo Hitler, Pinochet, Videla, Batista, Macapagal, Duvalier o Mussolini.

No obedezco a un régimen que se niega a apoyar la celebración de consultas populares, referendos, respetando el resultado y vincularse al mismo.

No puedo someterme en absoluto a unas leyes que hacen que se procese a ciudadanos inocentes, cuando hay diputados que blasonan de ser amigos de la represión y el crimen organizado desde 1939 a la actualidad, sin ser siquiera amonestados.

No se me puede exigir respeto y menos aún honores a un Parlamento en el que se sientan fascistas que jamás han condenado los crímenes de Franco, o a un ministro que consiente que los militantes de Democracia Nacional, defensores de la tortura, del fascismo, del racismo y la violencia, puedan salir impunemente a la calle sin ser detenidos y procesados por apología del terrorismo.

No puedo hincar la rodilla ante la injusticia, el libelo, la mentira, el bulo y el descaro que significa hoy el régimen político bajo el que viven millones de ciudadanos, hipnotizados desde medios de comunicación al servicio de un neoliberalismo salvaje, al que únicamente guía el interés por mantener a los ciudadanos en un limbo donde el objetivo único es la idiotización colectiva.

No siento el menor rubor cuando afirmo que la Carta Magna que consagra al monarca como Jefe de Estado, tiene el mismo valor que aquel patético “Cállate ya”, que le dejara en el mayor de los ridículos ante millones de de ciudadanos latinoamericanos.

No rindo tributo a los representantes de las mafias empresariales que coadyuvan a que el franquismo sociológico, policial y político se haya enseñoreado de ese trozo de Europa.

No acato en absoluto los códigos que permiten encerrar a personas sin habeas corpus, ante ministros que callan ante la tortura y el mal trato, que silencian el horror y la sangre inocente derramada.

No tengo más que durísimas palabras para un régimen que enseña a sus Cuerpos de Seguridad que la violencia ha de practicarse en todos los casos; que cualquier ciudadano es, antes que inocente, potencialmente culpable.

No esperen de mí cortesía, consideración, y menos aún admiración o aprecio, hacia un régimen que consagra el odio a vascos y catalanes, el desprecio a la diferencia, la comprensión hacia los racistas, los fascistas, y mira hacia otro lado ante la pertinaz conculcación de los derechos humanos, situación denunciada hasta por organismos tan tibios como Amnistía Internacional.

Desde el desdén hacia lo que hoy significa esa España en elecciones, me uno a aquellas declaraciones que hiciera al respecto el actor Pepe Rubianes, abominando de ese fantasma, de esa quimera única, grande y libre, la misma que defendiera Franco, la que apoya la monarquía, la COPE, El País, El Mundo, La SER, La Razón, La Vanguardia, el ABC, El Diario Montañés o el Faro de Vigo.       

¿Puede decir el gbierno español, cuándo cómo y dónde ha organizado un referéndum sobre cualquier tema de indudable interés social como el divorcio, el aborto, la autodeterminación, la pena de muerte, la monarquía o república, cuyo resultado vinculara al ejecutivo? Porque imagino otro mundo mejor, otro escenario posible; aquel en el que se practique la verdadera democracia, que celebre sendos referendos sobre la independencia de Euskadi, Catalunya y Galiza, respetando y aceptando el resultado de estos, cualquiera que fuere.

¿A quien van a dar lecciones de democracia los próximos diputados españoles? ¿A Chávez? ¿A Fidel? ¿A Morales? ¿A Correa? ¿A Ortega? Cuba, que celebró el pasado domingo 20 de enero unas elecciones mil veces más democráticas que las que se ciernen sobre España, podría explicar a esas futuras señorías, elegidos no por el pueblo, sino por las familias respectivas (que en nada tienen que envidiar a la de Corleone), cómo debe construirse un país en paz, justo, digno y libre, culto y sano.

Al gobierno español, a esa monarquía tan democrática, no le interesa conocer lo que opinan los ciudadanos, a quienes contentan cada cuatro años para que crean que deciden algo importante. No me pidan ni en broma que participe del jolgorio de unas urnas prostituidas.

 El gran carnaval, el inmenso espectáculo de las elecciones españolas, resulta tan patético como el que se celebrará en EEUU a finales de este 2008.  El pueblo español duerme el sueño de los príncipes y las princesas. Pero la siesta se tiene que acabar. Y tiene que llover a cántaros.

 

 


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