El Che de Soderbergh Viendo El argentino y El guerrillero lo primero que viene a la mente, sobre todo con relación a la primera entrega, es el tipo de público que la enfrentará. Porque allí donde un espectador, allende los mares y menos avezado en nuestra historia puede encontrar verosimilitud y autenticidad, tanto en el desarrollo de los personajes como en el desempeño de los actores, alguien que ha crecido en estas tierras detecta el tono falso de algunas recreaciones, o la imitación histriónica tratando de suplir una verdadera complejidad de carácter.
Y cito dos ejemplos entre unos cuantos: la imagen de Camilo, no obstante el enorme parecido del actor, está concebida en el guión de manera tan esquemática que más bien pareciera un cómico de feria. El Fidel que interpreta Demián Bechir, y al que no le han faltado elogios, si bien atrapa gestos que pasaron a convertirse en un muestrario iconográfico de los primeros años de la Revolución, no va más allá del calco; le falta carisma y le falta profundidad.
A esta altura del devenir estético en que a muy pocos se les ocurría exigir una fidelidad absoluta entre los hechos históricos y la transposición artística de ellos, lo antes mencionado, sin embargo, no deja de ser un riesgo en una cinta que transcurre por los más fieles cauces del realismo y que en su primera parte despliega un eficiente estilo de narración documental, en blanco y negro y haciendo referencia a la visita efectuada por el Che a la ONU y a la entrevista que le concediera a una periodista norteamericana, todo lo cual se presta para exponer desde la sagacidad de su pensamiento la convicción ideológica que lo poseía.
Una primera parte, filmada luego de la segunda, que a la manera de una estructura lineal integra un suceder de hechos históricos ––el viaje en el Granma, la lucha en la Sierra, el tratamiento a los traidores, las nuevas fuerzas que se incorporan, la batalla de Santa Clara––, que se impone como una mera reconstrucción gráfica de algo ya conocido. Y entre episodios de combates y personajes históricos que no llegan a cuajar por su falta de profundidad en el guión, los realizadores apenas logran acercarse a ese factor que en películas de este tipo resulta determinante: la emoción.
Resalta entonces en El argentino una carencia de dramaturgia y no precisamente porque se le evada en aras de concretar lo "exacto" de los hechos, sino más bien porque a ratos el director da la impresión de extraviarse entre tanta abundancia de material y de personajes.
A Soderbergh y a Benicio del Toro, el actor que con eficacia logra acercarnos a un héroe de carne y hueso y de elevada estatura espiritual, habría que aplaudirles el riesgo de llevar a las pantallas esta historia, teniendo en cuenta que el Che es uno de los personajes más amados y al mismo tiempo odiados de la historia de la humanidad, y no hace falta remarcar las diferencias ideológicas y sociales de los que se encuentran en uno y otro bandos.
Tratar al hombre mito sin que la historia que cuentan se les convierta en un mito más, ese ha sido sin duda el propósito de ambos artistas y si se hablara de un saldo no vacilaría en afirmar que con todo y sus defectos, estas dos películas resultan más positivas que negativas en un entramado internacional en el cual la figura del Che es objeto de las más disímiles manipulaciones.
Y ya se sabe lo que ha sido el Che en manos del Hollywood más ramplón, lo que de ninguna manera debe interpretarse como un consuelo de lo ahora admisible (el Che de Soderbergh) frente a los bodrios antes realizados. Alguna vez la cinematografía cubana tendrá que asumir su propio reto de contar estas historias con sus matices más auténticos y no por ello libre de polémicas.
Si en la primera parte de esta extensa entrega que nos ocupa resalta una pobre elaboración artística, en la segunda, El guerrillero, se aprecia un Soderbergh crecido como narrador y en el dominio de una densidad visual de mayor calibre. Y, sin embargo, de nuevo sale a relucir para aquellos que conocen por el diario del Che y otros documentos lo que fueron aquellos días en Bolivia, la misma interrogante de por qué los realizadores prefirieron resaltar algunos pasajes menos importantes por encima de otros, o se cambian los nombres y actitudes de algunos de los integrantes en la guerrilla.
Y llegado a este punto, el crítico dejó de teclear para —convertido en periodista— tocar a las puertas del Centro de Estudios Che Guevara, una entidad que desde los inicios del proyecto de Soderbergh estuvo en contacto con el realizador y colocó en sus manos los documentos más disímiles y la asesoría histórica que necesitaba, tanto en lo teórico como en el terreno de los hechos. Un arduo trabajo que, según cuenta la directiva del Centro, no puso nunca en tela de juicio las lógicas transformaciones que pudieran sufrir los hechos históricos en pantalla, pero —eso sí— velando porque no se desvirtuara la esencia de los mismos.
De ahí que el Centro —que ayudó a corregir errores en los primeros guiones y arrojó luces sobre no pocos aspectos confusos—, tenga reparos e insatisfacciones ante la obra ya terminada, entre ellos —y para mencionar uno solo— el ligero tratamiento que se le da al personaje de Tania la guerrillera.
Aspectos todos a tener en cuenta para cuando dentro de unas horas el Che de Soderbergh se muestre en las pantallas cubanas.
Y cito dos ejemplos entre unos cuantos: la imagen de Camilo, no obstante el enorme parecido del actor, está concebida en el guión de manera tan esquemática que más bien pareciera un cómico de feria. El Fidel que interpreta Demián Bechir, y al que no le han faltado elogios, si bien atrapa gestos que pasaron a convertirse en un muestrario iconográfico de los primeros años de la Revolución, no va más allá del calco; le falta carisma y le falta profundidad.
A esta altura del devenir estético en que a muy pocos se les ocurría exigir una fidelidad absoluta entre los hechos históricos y la transposición artística de ellos, lo antes mencionado, sin embargo, no deja de ser un riesgo en una cinta que transcurre por los más fieles cauces del realismo y que en su primera parte despliega un eficiente estilo de narración documental, en blanco y negro y haciendo referencia a la visita efectuada por el Che a la ONU y a la entrevista que le concediera a una periodista norteamericana, todo lo cual se presta para exponer desde la sagacidad de su pensamiento la convicción ideológica que lo poseía.
Una primera parte, filmada luego de la segunda, que a la manera de una estructura lineal integra un suceder de hechos históricos ––el viaje en el Granma, la lucha en la Sierra, el tratamiento a los traidores, las nuevas fuerzas que se incorporan, la batalla de Santa Clara––, que se impone como una mera reconstrucción gráfica de algo ya conocido. Y entre episodios de combates y personajes históricos que no llegan a cuajar por su falta de profundidad en el guión, los realizadores apenas logran acercarse a ese factor que en películas de este tipo resulta determinante: la emoción.
Resalta entonces en El argentino una carencia de dramaturgia y no precisamente porque se le evada en aras de concretar lo "exacto" de los hechos, sino más bien porque a ratos el director da la impresión de extraviarse entre tanta abundancia de material y de personajes.
A Soderbergh y a Benicio del Toro, el actor que con eficacia logra acercarnos a un héroe de carne y hueso y de elevada estatura espiritual, habría que aplaudirles el riesgo de llevar a las pantallas esta historia, teniendo en cuenta que el Che es uno de los personajes más amados y al mismo tiempo odiados de la historia de la humanidad, y no hace falta remarcar las diferencias ideológicas y sociales de los que se encuentran en uno y otro bandos.
Tratar al hombre mito sin que la historia que cuentan se les convierta en un mito más, ese ha sido sin duda el propósito de ambos artistas y si se hablara de un saldo no vacilaría en afirmar que con todo y sus defectos, estas dos películas resultan más positivas que negativas en un entramado internacional en el cual la figura del Che es objeto de las más disímiles manipulaciones.
Y ya se sabe lo que ha sido el Che en manos del Hollywood más ramplón, lo que de ninguna manera debe interpretarse como un consuelo de lo ahora admisible (el Che de Soderbergh) frente a los bodrios antes realizados. Alguna vez la cinematografía cubana tendrá que asumir su propio reto de contar estas historias con sus matices más auténticos y no por ello libre de polémicas.
Si en la primera parte de esta extensa entrega que nos ocupa resalta una pobre elaboración artística, en la segunda, El guerrillero, se aprecia un Soderbergh crecido como narrador y en el dominio de una densidad visual de mayor calibre. Y, sin embargo, de nuevo sale a relucir para aquellos que conocen por el diario del Che y otros documentos lo que fueron aquellos días en Bolivia, la misma interrogante de por qué los realizadores prefirieron resaltar algunos pasajes menos importantes por encima de otros, o se cambian los nombres y actitudes de algunos de los integrantes en la guerrilla.
Y llegado a este punto, el crítico dejó de teclear para —convertido en periodista— tocar a las puertas del Centro de Estudios Che Guevara, una entidad que desde los inicios del proyecto de Soderbergh estuvo en contacto con el realizador y colocó en sus manos los documentos más disímiles y la asesoría histórica que necesitaba, tanto en lo teórico como en el terreno de los hechos. Un arduo trabajo que, según cuenta la directiva del Centro, no puso nunca en tela de juicio las lógicas transformaciones que pudieran sufrir los hechos históricos en pantalla, pero —eso sí— velando porque no se desvirtuara la esencia de los mismos.
De ahí que el Centro —que ayudó a corregir errores en los primeros guiones y arrojó luces sobre no pocos aspectos confusos—, tenga reparos e insatisfacciones ante la obra ya terminada, entre ellos —y para mencionar uno solo— el ligero tratamiento que se le da al personaje de Tania la guerrillera.
Aspectos todos a tener en cuenta para cuando dentro de unas horas el Che de Soderbergh se muestre en las pantallas cubanas.