Lisandra Chaveco - Revista Mujeres.- Desde la niñez y durante toda la vida, la ideología patriarcal dicta a los varones que jamás deben mostrar síntomas de debilidad. Ser hombre implica, por tanto, alejarse de rasgos supuestamente femeninos, tales como las emociones, los sentimientos y el cuidado.


 

¿Cuándo comienza a configurarse la masculinidad? ¿Qué mensajes reciben los varones? Las respuestas a estas preguntas podemos encontrarlas desde las primeras etapas de la vida, donde el juego constituye la actividad más importante.

Es en ese ambiente de socialización en el que comienza a conformarse su personalidad e identidad genérica, y también el lugar donde reproducen roles y comportamientos que han vivido u observado pasivamente.

Y es que una y otra vez el camino trazado por la cultura logra reproducir los estereotipos de género en actividades aparentemente tan inocentes como los juegos infantiles.

Con mucha frecuencia padres y madres incurren en el error de asignar los juguetes a sus hijas e hijos siguiendo una clara diferenciación sexual. Bolas, trompos y pelotas para los varones, mientras los juegos de cocina y las muñecas son el obsequio ideal para las niñas.

Tal y como afirma la investigadora Yohanka Rodney (2017), socializar a niñas, niños y adolescentes a partir de las expectativas asociadas a los roles tradicionales de género —lo que se espera y acepta socialmente que debe ser “lo masculino” y “lo femenino”— constituye también un acto discriminatorio y violento.

En el caso de los niños, si se les educa en los patrones de la masculinidad patriarcal, se obstaculizan sus potencialidades de cambio hacia otras formas más equitativas.

Sin duda, el juego contribuye a delinear un perfil de hombre o de mujer culturalmente asignado. Por tanto, despojar de contenidos sexistas al juguete favorecerá la posibilidad de que estos puedan construir y elaborar un modelo de masculinidad y feminidad nacido desde la equidad.

El proceso de socialización de género comienza desde la primera infancia y la libertad en el juego constituye la clave para formar una identidad de género, que sin sesgos e imposiciones, contribuirá al desarrollo integral de los infantes.

En otras cuestiones asociadas a la sexualidad, es común escuchar a algún curioso o curiosa interpelando al niño de cinco o seis años con la interrogante ¿cuántas novias tienes?

Sin darse cuenta, los pequeños van quedando atrapados en un laberinto de roles y exigencias que los convierten en prisioneros de un modelo hegemónico. Su identidad comienza a configurarse en términos de competitividad y poder, colmada de ritos de iniciación que pudieran marcar su vida futura.

Desde edades cada vez más tempranas, la sexualidad se convierte en una práctica obligatoria para legitimarse como hombres dentro del estereotipo dominante, independientemente de los afectos. Se naturaliza como un recurso para demostrar superioridad, para obtener privilegios y el reconocimiento de varones y mujeres que también reproducen el modelo.

Por otra parte, la heterosexualidad, el rechazo activo a la homosexualidad y a ciertos comportamientos considerados femeninos también constituyen requisitos a cumplir durante el proceso de iniciación. De igual modo, los varones se ven incapacitados para sentir y expresar emociones. En su papel de “tipos duros” no puede haber lugar para las lágrimas, las muestras de cariño, el dolor o el miedo.

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