Dailene Dovale - Cubadebate.- Es 31 de diciembre de 1958. Natalia se siente deprimida, en una casa de alquiler. Se encuentra sola, o casi sola, porque a su alrededor en lugar de las uvas y familiares felices, tiene armas, armas de todo tipo de calibre. Natalia Bolívar Aróstegui, la niña carismática de la aristocracia habanera, apenas tiene un peso y lo gasta en la comida elemental y en una botella de Ron Bacardí.


“Me la tomé a pico de botella”, dirá décadas después, cuando voltee su mirada al pasado y se recuerde triste, con sus amigos de lucha del Directorio Revolucionario en la Sierra del Escambray y ella a la espera, a la espera de un atentado que planificaban contra Batista, a la espera de un cambio. Esa noche escucha perseguidoras que pasan por la calle 31. No se asombra demasiado. Cayó el tirano, le avisará al otro día Alberto Mora, jefe de acción y sabotaje del Directorio. Triunfó la Revolución.

Es difícil imaginar la vida de altibajos y azares de Natalia cuando se ponen los pies en su hogar el viernes 13 de septiembre de 2019. Un lugar de paz, donde la brisa y la claridad entran a raudales, hay girasoles de colores que se mueven al compás del viento y una conmovedora vista de árboles y tejas rojas. Es difícil. Hace falta, entonces, que llegue Natalia con su vestido de flores y sus zapatos azules, estilo sapito, a contar en voz baja pero firme las cimas y depresiones por dónde ha caminado su existencia.

—Déjame ver si puedo abrir esto —se disculpa—. Yo tomo mucha agua porque soy diabética —dice y se aclara la garganta, después de ocupar su lugar preferido en la sala, un balance color caoba con forro azul.

—¿Y el café? —pregunta a su hija Natacha, de mirada algo recia, ropas oscuras, la principal ayuda en la redacción de sus memorias.

—Ya, ya me brindaron café —aclaro.

—A ella sí, pero a mí no —reclama Natalia. Y la hija se difumina con la misma rapidez con la que aparece.

***

Durante su infancia, Natalia estudia en un colegio estadounidense, el St. George School. Los contrastes se dan desde esa época. Habla en inglés en las clases, para luego entrar al dominio del idioma español en la casa y sentir el influjo poderoso de Isabel Cantero, Chicha, su nana negra.

La madre de Chicha, esclava de los Cantero de Trinidad, llegó a la familia de Natalia como regalo a su abuelo médico. “Mi abuelo no era esclavista y la acogió como parte de la familia. Cuando ella parió a Isabel, la educaron con mucho cariño”.

Cuando fallece el abuelo, Chicha se muda con la madre de Natalia y se convierte en su manejadora, lleva a los niños al parque, los cuida y mima a Natalia. Se unen. Es su principal fuente de amor, mientras que sus padres, María Teresa Aróstegui y Arturo Bolívar, emparentado con el Libertador de América, ejercen los roles más estrictos y recios para formar a una muchacha disciplinada, lista para el trabajo y la vida adulta. Luego Chicha deviene en nana de sus hijas Natasha y Bubby. Ya anciana, Chicha va a vivir a Trinidad con su familia. Sobrevive los cien años y deja en Natalia la sabiduría de las religiones y cultura afrocubanas.

***

—Señorita Lidia, usted tiene la muerte atrás —le dice un santero de Matanzas a una reconocida etnóloga durante una de sus investigaciones.

—¿Con quién, conmigo?

—Con usted no, con la que viene detrás —y señala a la entonces muy joven Natalia Bolívar.

Natalia es una discípula de Lidia Cabrera. La conoce en el Palacio de Bellas Artes, a donde llega como guía de manos de Octavio Montoro, un pariente que la conecta con Martha Fernández y un colectivo de mujeres que proyectaba la fundación del palacio. Allí se acerca a la sala de etnología y halla en Lidia otra inspiración para seguir estudiando la cultura afrocubana. Descubre, también, a José Luis Wangüemert quien marca su entrada al Directorio Revolucionario (y se convierte en un amor inolvidable). Por encontrar, encuentra también un presagio de muerte.

—Entonces ahí me sonó todo lo que iba a pasar en dos semanas. Iba a caer presa, que llevaba la muerte, que se lo dijera a mi familia. Imagínate tú, yo le prohibí a mi familia que hablaran con Lidia. Y entonces él me regaló el collar de Oggún, que es muy bonito y me dijo: “Cuando te vengan a buscar… porque te van a venir a buscar, te enganchas este collar que yo te doy, con la flecha de Ochosi que es de protección contra la policía y todos los esbirros”.

Cuando la aprehenden, se engancha el collar por debajo de la blusa.

La llevan al Buró de Investigaciones, es la presa 24837. (“Juega la bolita y te sale”). En el Laguito le enseñan el bloque de cemento donde la iban a meter y a tirar en la bahía de La Habana si no decía todas las casas de seguridad donde, por ejemplo, se resguardaban Raúl Díaz Argüelles y Gustavo Machín. Ella resiste en silencio.

—Empezaron a pegarme y a meterme cosas por los oídos. Por eso soy sorda. La familia mía se moviliza, pero llaman a Julio Laurent, un tipo más asesino que Ventura. ¡Me espanté! Ya esto es morir, me dije. Hice con él un juego de frío-caliente.

¡¿Cómo te dicen a ti?! Gritan. Ella tiene varios nombres. Rosa y la Bruja, por todos los collares que traía. ¡¿Cuál es tu nombre?! Repiten ¡Yo no sé cuál es tu nombre! Te han cogido, amenazan, porque en su casa encontraron papeles, bonos que guardaba a los que se iban del país o a la sierra.

En un golpe, el collar se sale de la blusa. ¿Qué tú haces con ese collar, tú que eres católica, apostólica, romana? Justo entonces entiende todo. Ese era el ahijado del anciano que presagió su captura y el collar era el mismo que el asesino había recibido cuando se hizo santo. De ahí empiezan a hablar en yoruba. Un diálogo tenso, que concluye cuando él dice:

—¿Qué tú quieres?

—¿Qué yo quiero…? Que me busquen a mi mamá y que me traigan un sándwich con un suero de chocolate —responde aquel día con toda la boca reventada y ahora, de anciana, se sonríe cuando piensa en lo cerca que anduvo de la muerte.

“Tenía ganas de comerme algo o de tomarme algo frío. Llega mi mamá que es muy simpática y casi todas las frases las convertía en francés cuando decía ese es Laurent, el asesino. Y yo, cállate la boca, no digas eso que no salimos ni en las Pascuas”.

La dejan salir y de inmediato se asila en la embajada de Brasil. Solo trae una prenda de ropa. Luego se le une su amigo Raúl Díaz Argüelles.

A las dos semanas deja la embajada brasileña y entra en la clandestinidad. Nunca piensa en abandonar su país. Alquila casas. Oculta su identidad bajo otros nombres. Ya está fichada por toda la policía. No desiste, atacan la Quince Estación de Policía. Lleva a Raúl y a Tabo Machín con Frank Arango, hasta un pueblito cercano al Escambray. “Retorno con el primo de Tabo, la casa que había dejado en Orfila estaba llena de armas. Tenía que encargarme de todo eso”. Ahí la sorprende el 1 de enero de 1959.

Natalia hace silencio. “Voy a tener que ir al baño”, interrumpe. Cuando se va repaso su sala: pinturas en todas las paredes, sonajeros de pajaritos que suenan en un tintín constante. En mis manos descubro un mechón de pelo blanco; es de Natalia debió volar hacia mí en una de esas brisas que atraviesan su hogar.

***

Traidora de su clase social, la acusa su familia cuando todos siguen el camino de la migración y ella se queda en su Cuba querida. A pesar de la tristeza de ver a sus seres amados irse, a pesar de sentir que el Directorio estaba siendo humillado, no podía alejarse.

“Tomé Bellas Artes con las armas. Estuve de directora seis años, allí hice el Museo Napoleónico porque Julio Lobo me dejó toda la colección de Napoleón. Muchas de las colecciones están en el museo porque me las dejaron a mí. Siempre con los abogados de los propietarios y los abogados del museo, hacíamos las actas con una entrega, ¿cómo diríamos?, de préstamo indefinido. Ellos me dejaban las cosas para protegerlas. Tú sabes que en las revoluciones el pillaje es común. De ahí me botaron cuando no permití la venta de obras de arte”.

—¿En qué año fue eso?

—Fue en el 66. Me botaron y me mandaron a limpiar tumbas al cementerio, pero esas son cosas tan desagradables… —y deja la idea en un hilo fino que se desvanece en aire.

“¿A qué fui yo, Natalia, después? Me movieron enseguida. ¿Sabes por qué? Era un personaje en aquella época. Conocía a todos los escritores y todos los artistas desde antes de… Los conocía muy bien a todos. Yo me quejo y después de eso me mandan a dar vareta… ¿Tú sabes lo que es vareta? Con las cosas de hierro abrir hueco en las rocas a la salida del túnel de La Habana, en los famosos apartamentos de Pastorita. El ya creado Consejo Nacional de Cultura, me manda a trabajar con la vareta de hierro a darle a la roca para partirla”.

“Mi vida es muy complicada”, repite y evoca a los guagüeros que antes recogían el dinero en las ómnibus y, después de eliminado ese puesto, trabajan con ella. Todos son abakuá. Conmovidos por una Natalia, recién parida, endeble y muy delgada, deciden ayudarla. “Natalia ponte aquí en el hueco, coge el hierro, tumba ahí eso, tú haces como que estás abriendo y nosotros abrimos al lado tuyo”.

Su peregrinaje por el mundo laboral se mantiene igual de azaroso. Es administradora de una fábrica de blúmeres, una administradora que estudió cuatro meses en el Museo del Louvre y sabe manejar dos idiomas, por ejemplo.

“De ahí me sacaron. ¿Para dónde te sacan Bolívar?”. Aterriza, cual ovni averiado, en la agricultura. Primero en suministros, luego en planes agrícolas y en el puesto de mando de Nazareno, donde sirve de traductora a los presidentes que llegan del mundo entero a conocer la Zafra de los Diez Millones.

“La pasé bien porque estaba en un ambiente que era más culto e interesante. Muchos presidentes pasaron por ahí y con Fidel varias veces. A veces estaba molesto por algo y se fajaba con quién estaba, con el rey-de-qué-sé-yo, y yo decía eso no se lo voy a decir. Fue de lo más divertido, la verdad”.

Las vueltas siguen tras la zafra fallida. Del plan de reproducción de patos, ganso y gallinas, a la joyería del Banco Nacional de Cuba y al Museo Numismático, ubicado en el banco más antiguo que tenía Cuba. Al llegar, está todo manchado de tinte. Limpian el piso con cepillos de cuerdas de hierro.

El museo de un tema tan árido como la numismática deviene sensación entre embajadores y personalidades de la cultura. Allí convergen música, cerámica, pintura…

En una ocasión la visita Adolfo Suárez, el primer presidente de la España post-Franco junto a Fidel Castro. Para Natalia este hecho —Fidel conversando todo el tiempo con ella y con Adolfo Suárez y no con el entonces Ministro del Banco— provocó que la echaran del trabajo.

“Eso fue en el 78 o el 79, me dejaron un año y medio sin salario y sin poder trabajar ni con Alicia Alonso, ni con Sergio Vitier. Un día dije que iba a matar al ministro”.

Su amigo José Alberto “Pepín” Naranjo, preocupado, le pregunta por qué hostigaba al ministro y ella le dijo la verdad.

“Me mandaron a decir cuánto tenía que pagar el estado por el año que estuve sin trabajar y sin dinero. Yo sobreviví por mi mamá que tenía dinero en el banco”.

No solo su trabajo impecable despierta recelos. Ella, en un país de obreros y campesinos, defiende con orgullo su ascendencia aristocrática. Y para colmo de los colmos, reniega de cualquier partido político “que me obligue a hacer algo que yo no quiero”.

***

Es pleno Período Especial, en un restaurante de la Habana Vieja, bajo la promesa de un bistec y una cerveza fría, conversan ella y un babalawo amigo suyo. La camarera interrumpe, “ya está el almuerzo”, les advierte.

—Oye, quédate aquí —la retiene él.

Entonces llega un camionero con una caja de libros. Y en silencio, como si cargara el santo grial, se la da al cantinero.

—Alcánzame ese libro, déjame verlo.

—No, que tú no tienes nada que ver —espeta el cantinero.

—¡Alcánzamelo!

—¿Para qué tú lo quieres?

—¡Qué me lo alcances! Natalia, mira…

—Oye, no tengo nada que ver ni con Marx, ni con Lenin ni con Engels, así que para qué lo voy a abrir…

—Ábrelo —dice.

“Era Los orishas en Cuba, con una portada de obras completas de cuantos comunistas pueda haber. El tipo lo estaba vendiendo a cien pesos, y cien pesos antes eran cien pesos. Parto yo como una fiera, me como el bistec, claro, y parto para la Uneac. Miren lo que ustedes están haciendo. A ellos les dio un changó. Se formó la choricera, como se diría en buen cubano. Cerraron la imprenta. Se metió la policía. Y tuvieron que presentar mi libro y fue el bestseller de Cuba”.

El libro es consecuencia de las colaboraciones con cineastas como Titón, que pedían asesoría para sus películas u obras de teatro. El libro que recibió el apoyo incondicional de su amiga psiquiatra Beatriz Begoña, nació con cinco años de atraso y en medio de una recepción popular sin precedentes.

“Hicimos una tirada de cocos, con toda la gente que me habían ayudado a hacer el libro y que ya estaban muertas: mi psiquiatra, Enrique Rodríguez Roche, Lidia Cabrera, gente que estaban muertas y yo les puse un garabato con los nombres encima de ellos.”

Garabato, aclara, es lo que se le pone a Elegguá, en una silla. La presentación-homenaje estuvo acompañada del grupo de Arsenio Gutiérrez, con tambores y cantos. Se encuentran Reynaldo González y ella, en el jardín de la Unión de Escritores y Artistas de Cuba, rodeados de tantas personas que son necesarias las Brigadas Especiales. Días después tal escena se repite en el Pabellón Cuba. Una cola de tres días y noches. Algunos amigos temen por su seguridad.

“Natalia, tienes que buscarte un guardaespaldas para que tú vayas con él, cómo tú vas a ir sola, te van a matar, eso está lleno”. Y ella que no, para el pueblo no hace falta protección.

***

Junto a la sala hay un pequeño estudio, lleno de libros, fotos de Natalia, Natalia con sus hijas, Natalia sola. Su hija Natacha, que ahora trae una sonrisa, busca las fotos icónicas de su madre. “En distintas épocas, siempre le gusta disfrazarse. Hasta en cumpleaños, todavía se disfraza a veces”.

Trabajar con Natalia es fácil pero a la vez muy complejo. A veces no están muy de acuerdo porque “somos de generaciones distintas”, admite Natacha mientras revisa, carpeta por capeta, los instantes de fiesta, de viajes, con Lidia, con Eusebio Leal.

“Ella lleva la voz cantante, nos fajamos y eso, pero por ahora, todo bien”.

Pueden tener pequeñas discusiones, pero siempre llegan a un consenso. Natalia es bastante incisiva cuando hay que poner un punto o una coma. Ambas aprenden.

“Escuchar a todo el mundo. De todos se aprende, porque hasta el hombre con menor nivel cultural te enseña algo”, confiesa Natacha, es una de las enseñanzas que ve en su madre y, sobre todo, ser una buena amiga. “Aunque sus amigos estén en la etapa más mala de sus vidas, siempre se mantiene a su lado”.

Y es cierto. En el Elogio Oportuno, un espacio coordinado por Fernando Rodríguez Sosa, firma el libro La sabiduría de los oráculos con un cuñito que dice su nombre en mandarín y dibuja en algunos una banderita cubana.

“Natacha, dale la dirección y el número de teléfono”, ordena Natalia si alguien pregunta por un contacto u otra oportunidad para tenerla cerca. Y después, delante de un cake rosado y blanco —en celebración de su cumpleaños 85— , recordará otra vez a Lidia Cabrera, Fernando Ortiz y a todos sus amigos que abrieron las puertas del ser cubano y del saber ser cubano. “Gracias por esto. Todo mi aché para ellos”.

Pero ningún sentimiento es puro y la felicidad tiene matices. Este es un momento doloroso,según confesó aquella tarde de viernes. “Ver La Habana, que es mi Habana, cómo se ha ido destruyendo. Eso me ha dado un dolor tan grande, destruyéndose las grandes casas, las grandes historias de la arquitectura cubana”.

“Y si alguien osa preguntarte porqué yo no me he ido de mi país… Recorrí el mundo entero, pero este es mi país”, recalca casi con fiereza.

A Natalia nadie le puede arrebatar la cubanía. “No duro más de un mes fuera de mi país”. Y si le preguntas quién es Natalia Bolívar, de inmediato dirá: “Cubana”. No precisa nada más que una raíz hacia su isla bien adentro en el pecho.

*Este texto fue Premio de Prensa Escrita en el Premio Rubén Martínez Villena de la Asociación Hermanos Saíz y mención en el Premio de Periodismo Histórico de la UPEC.

(Tomado de El Caimán Barbudo)

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