Pedro de la Hoz - Granma.- La recuperación de la memoria y la dignificación de los enormes aportes a la cultura de los descendientes de africanos ha sido un hecho cierto y consecuente en la política cultural de la Revolución.


Este 24 de enero, en que por segunda vez en varios lugares del mundo se celebra el Día Mundial de la Cultura Africana y de los Afrodescendientes, luego de su proclamación por acuerdo de la Conferencia General de la Unesco en 2019, convendría reflexionar sobre la significación de esa jornada para los cubanos.

Al entender el fundamento de ir más allá de la visualización de las culturas de los pueblos de aquel continente hasta abarcar su impronta en las diásporas, en nuestro caso marcada por el arribo masivo de africanos esclavizados en la época colonial, tendríamos elevadas razones para enaltecer la celebración.

África es parte sustancial de nosotros, como también otras fuentes que fraguaron nuestra identidad. Pero en el caso de África debemos particularizar un arduo proceso de reivindicaciones y reconocimientos que fue superando, en el orden sociocultural, estigmas y negaciones, hasta llegar a la interiorización consciente y emocional de que sin África no habría cultura cubana.

El asentamiento y evolución de ese linaje saltan a la vista, al oído y penetran en nuestra sensibilidad, desde el sustrato de la cultura popular –rumbas, sones y danzones, descargas de jazz, bailes y percusiones, ritos litúrgicos y profanos, mambos y timba– hasta las contribuciones de Fernando Ortiz, Nicolás Guillén, Alejo Carpentier, Argeliers León, Wifredo Lam, Alejandro García Caturla y Amadeo Roldán en la primera mitad del siglo pasado.

Nadie puede ignorar cómo, en el marco de las profundas transformaciones revolucionarias durante las últimas seis décadas, se han puesto en su lugar los alcances de ese rico legado. No podía ser de otro modo en un proceso que nos condujo a la verdadera emancipación, a sentar las bases de un proyecto de justicia real y a soñar con una nueva sociedad, aspiración a la que nunca renunciaremos.

En tiempos pasados sería impensable contar con el Conjunto Folclórico Nacional o la vitalidad de agrupaciones músico-danzarias tradicionales en buena parte del país. Foto: José M. Correa.

A contrapelo de obstáculos y presiones externas, y de conflictos, prejuicios y contradicciones heredados de estructuras clasistas y racistas pretéritas, la recuperación de la memoria y la dignificación de los enormes aportes a la cultura de los descendientes de africanos, fusionada también en sucesivas y enriquecedoras transculturaciones con otras fuentes, ha sido un hecho cierto y consecuente en la política cultural de la Revolución.

En tiempos pasados sería impensable contar con el Conjunto Folclórico Nacional, la vitalidad de agrupaciones músico-danzarias tradicionales en buena parte del territorio nacional, la existencia del Museo de la Ruta del Esclavo y la Casa de África, y la consistencia de la Fiesta del Fuego en Santiago de Cuba.

Si la Biografía de un cimarrón, de Miguel Barnet; una obra de teatro como María Antonia, de Eugenio Hernández Espinosa, y películas como La última cena, de Tomás Gutiérrez Alea, y De cierta manera, de Sara Gómez, adquieren una connotación clásica en nuestra trama artística y literaria, se deben, en gran medida, al clima cultural de estos años.

Nos referimos a una política cultural que, quizá como ninguna otra en esta parte del mundo, ha colocado su mirada hacia lo que viene y sucede en el continente africano. Ahí están pruebas irrefutables: la publicación de centenares de textos de ficción de autores de 40 países, desde Argelia y Egipto hasta Sudáfrica; el cobijo a la transcendente obra de traducción y promoción del maestro Rogelio Martínez Furé; el estímulo a la obra de destacados africanistas, el nutrido catálogo de realizaciones fílmicas que han dado testimonio de los movimientos de liberación y las misiones internacionalistas cubanas y la colaboración con la enseñanza artística en varios países africanos.

Sentir orgullo por el camino hasta aquí transitado no puede implicar un estado de satisfacción. Tenemos deudas pendientes con un mayor y mejor conocimiento de las culturas africanas. Sin ir muy lejos, tomemos el pulso a la presencia de autores e intérpretes africanos en la circulación cotidiana de la música popular actual. ¿Cuántos conocen o aprecian a Salif Keita, o Hugh Masekela, a Ladysmith Black Mambazo, o ha seguido los pasos de Fatoumata Diawara después de que Roberto Fonseca la trajera a Cuba? ¿Qué sabemos del etíope Mulatu Astatke o del senegalés Youssou N’Dour o del nigeriano Fela Kutio de la angolana Bruna Tatiana?

Completo esta reflexión con una observación del escritor Victor Fowler a propósito de un proyecto que la Uneac trató de sacar adelante y quedó, lamentablemente, interrumpido, la creación de un espacio para la interpretación de las culturas africanas de nuestra época: «Consciente de la necesidad de romper una barrera en contra de las representaciones colonialistas de África, es preciso visualizarla como un continente de modernidad, con aportaciones extraordinarias a la cultura contemporánea, al cine, la literatura, la pintura y la música».

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