Neilán Vera y Yandry Machado - Brújula Sur / Cubainformación.- Esta crónica nació a pedazos, escrita a cuatro manos, fruto de la colaboración entre Los Pañuelos Rojos y Brújula Sur, durante días llenos de poesía, compromiso y esperanzas. Recoge el entusiasmo de jornadas intensas y calurosas en el oriente de la patria, donde confluyeron en sana camaradería y amistad habaneros, mayabequenses, villaclareños, espirituanos, avileños y holguineros, hermanados todos por un mismo ideal: la profundización creativa, poética y participativa de la Revolución Cubana.


Organizada por la Unión de Jóvenes Comunistas (UJC), la Federación Estudiantil Universitaria (FEU) y la Federación de Estudiantes de Enseñanza Media (FEEM) de Holguín, la Semana Antiimperialista representó un nuevo ejemplo de cómo las organizaciones tradicionales del país y los colectivos emergentes revolucionarios en este caso, el Movimiento de los Pañuelos Rojos podemos trabajar codo con codo por la materialización de nuestros sueños comunes de justicia, igualdad y emancipación.

10 de julio: la llegada

El aire de Holguín arde. Hay un calor que a ratos parece insoportable y amenaza con incendiarnos la piel. El sol pica mucho más que en Santa Clara y no cree en ropa ni gorra ni gafas. La tierra no consigue absorber el resplandor que desprende la tarde de domingo.

Una leve llovizna, que no consigue refrescar nada, cae sobre la Villa Roja, el nombre que los organizadores de la Semana Antiimperialista dieron al edificio de la ciudad escolar Calixto García Íñiguez, donde dormiremos los próximos días.

Al caer la noche, baja un poco la temperatura. Sentados sobre la hierba, cerca de una fogata, cantamos canciones de Silvio Rodríguez, escuchamos versos, aplaudimos, reímos. Somos un círculo de gente joven, algunos con pañuelos rojos, otros con guitarras. Fidel Díaz, el trovador, menciona constantemente a Martí. La poesía se mezcla con el tenue brillo de la luna holguinera, fría, silenciosa. Una nube oscurece la noche, mientras la trova promete que quien siga buen camino tendrá sillas peligrosas que lo inviten a parar.

Las utopías nos mantienen en el camino

Llega otra vez el 11 de julio. Holguín amanece sin el malestar perceptible de las protestas del 2021. Se respira calma en sus calles. Es una urbe como otra cualquiera, quizá más limpia y ordenada que la mayoría. Sus icónicos parques acogen amplios grupos de personas —estudiantes, principalmente— que participan en actos de apoyo al proceso revolucionario, de reconocimiento al personal de la Salud y otras iniciativas dirigidas a exorcizar el recuerdo de aquellos momentos difíciles en los que la Revolución se vio en peligro.

Por la tarde, el parque Martí es testigo del entusiasmo joven. De un gran trozo de tela roja se recortan pañuelos para regalar a los transeúntes. Se pintan carteles. Ondean las banderas de la Estrella Solitaria, del 26 de Julio, de la UJC, de la FEEM, la LGBTQIA+ y la Wiphala de los pueblos originarios.

Foto: Heydy Montes de Oca

“Cambia, todo cambia…”, cantan bien alto y la multitud, como una procesión sin santo, se escurre por las calles de Holguín ante la mirada curiosa de los pobladores. “La Patria no está sola”, grita el megáfono. “Nosotros marchamos con ella”, responde la muchedumbre, mientras la peregrinación llega hasta el parque Calixto García. A treinta metros de la estatua del general mambí, comienza la sentada. Esparcidos por el suelo, en un semicírculo, escuchamos las palabras de la actriz Verónica Medina, quien habla a nombre de los Pañuelos Rojos y da paso al talento artístico local.

Fidel Díaz también canta, y nos recuerda que la poesía siempre será la esencia liberadora e íntima de las revoluciones. Adriana Rivero y Darién Peña traen desde Trinidad el arte de Callejas, el proyecto al que ponen alma y esfuerzo desde hace años. Más tarde, ya en descarga de trova, seguimos cantándole a la herejía de vivir para ser y no para tener.

Un muchacho, probablemente recién salido de la adolescencia, trae su guitarra y toca “Son los sueños todavía”, mientras el buen espíritu del Che nos recorre la fibra más profunda. Sí, ciertamente, las utopías nos mantienen en el camino: son los sueños los que tiran de la gente, ¡los sueños!, no la conveniencia ni el interés. Holguín nos lo recuerda.

Guajabales

12 de julio. La carretera enflaquece y gana baches cada 30 metros. La campiña oriental se abre ante la guagua y anuncia que estamos cerca de nuestro destino. En Guajabales, una comunidad rural holguinera, pioneros y pobladores nos reciben con afecto. Luego de un breve intercambio, continuamos el trayecto a pie. Cruzamos por un puente de hierro el minúsculo arroyo del lugar, pasamos frente a la escuelita y, al fin, llegamos al organopónico.

Escardar la hierba de los canteros no es una labor complicada. La humedad dejada en los surcos por la lluvia del día anterior nos impide sembrar el ajo porro. Entre cantero y cantero, conocemos que el terreno permaneció lleno de marabú durante años, hasta que fue otorgado en usufructo a un guajiro que supo aprovechar la maravilla de la tierra fértil. Desde hace tres meses el lugar es otro, cuenta el Delegado del Poder Popular, a nuestro lado, mientras arranca la hierba que comienza a crecer entre las hortalizas.

Después del trabajo productivo caminamos hasta la escuela, y los actores de Teatro-Adentro presentan una obra a los niños de la comunidad. Para muchos de ellos es su primer contacto con el arte de las tablas. La música también está presente, de la mano de Adriana Rivero y Dorian Díaz de Villegas.

En la tarde, de vuelta a la ciudad, visitamos la Plaza de la Revolución «Calixto García», y los monumentos que guardan los restos mortales del general mambí y su madre, la patriota Lucía Íñiguez. En La Periquera, el museo provincial de Historia, hacemos una breve parada.

Ya en la Villa Roja, al oscurecer, tenemos un apagón. ¿Qué hacemos? Fide busca su guitarra e iniciamos nuestra pequeña descarga nocturna con canciones y poemas. Al momento de terminar estas líneas, seguimos sin sueño ni corriente. El fresco de la noche y el brillo de la luna llena amenazan con extender la tertulia un par de horas más.

Birán, la semilla

13 de julio. 95 años y 11 meses después de que Lina Ruz pujara con fuerza y trajera al mundo a Fidel Castro, los Pañuelos Rojos llevaron su energía creadora y fresca a los predios de Birán, aquel lugar de leyenda donde nacieron dos de los más grandes líderes de la Revolución Cubana.

Luego de dos horas de camino, llegamos a esta localidad del municipio holguinero de Cueto. En la antigua finca de la familia Castro Ruz, visitamos las diferentes edificaciones del lugar. Quizá lo más sorprendente de todo haya sido ver la cama de hierro donde la madre parió a todos sus vástagos, y la cuna en la que pasaron sus primeros meses de vida.

En la comunidad de Birán, Jose Brito, Verónica Medina y Elieter Navarro, de Teatro-Adentro, presentaron la obra «Peregrino», un intento por responder preguntas cotidianas a través de tres incansables soñadores: Jesucristo, Martí y el Che Guevara. Más tarde, intercambiamos con estudiantes del centro mixto del lugar.

En suelo santiaguero

14 de julio. «La Patria no está sola. Marchamos con ella». Risas. Canciones. Pañuelos rojos. Fuego en el aire de la media tarde. Santiago en toda su magnitud.

Hace horas dejamos Holguín. Nos acompañan los muchachos de la FEU y la FEEM y funcionarios de la Juventud, los mismos que han compartido con nosotros todos estos días. Retrasos por roturas en la guagua hacen imposible visitar el Moncada. A Santa Ifigenia sí vamos.

Frente a la piedra que guarda las cenizas de Fidel permanecemos el escaso tiempo que nos permiten. Todos llevamos escrito su nombre en la mano izquierda. Allí, bajo el brillo intenso del sol, mitad por respeto, mitad por curiosidad, nos quedamos mirando la tumba singular que lleva por único epitafio las cinco letras de su nombre.

Foto: Pedro Jorge Velázquez

Los restos de Martí reposan junto a una bandera cubana y un ramo de flores blancas. El triángulo de la enseña patria parece un gran y simétrico pañuelo rojo. Hay una tranquilidad y un silencio aplastantes. Casi puedes susurrarle algo al caído en Dos Ríos: una promesa, una pregunta, una queja. Mariana y Céspedes, los padres de la patria, reposan cerca.

Tras salir del cementerio de Santa Ifigenia, nos dirigimos al municipio Guamá. Nos recibe el Secretario de la Asamblea Municipal del Poder Popular. Luego de intercambiar brevemente, dejamos unas flores frente a la estatua de Martí, en el parque de la pequeña localidad cabecera.

La guagua sigue moviéndose con su ritmo cansado por la larga carretera. A un lado, las lomas. Al otro, las aguas azules del Caribe. La Sierra Maestra, gigantesca, interminable, verde, se abre en toda su grandeza ante nosotros, bañada por el brillo tenue del sol de las seis de la tarde.
Kilómetros más adelante, en Ocujal del Turquino, la escuela «Combate de La Plata» nos ofrece cobijo. Gracias a la hospitalidad de sus trabajadores, comeremos y dormiremos allí hasta mañana, cuando continuemos el trayecto hasta el punto más alto de Cuba.

Pañuelos en la Sierra

15 de julio. Dos de la tarde. Tenemos listas las mochilas. Dedicamos la mañana a descansar del largo viaje de ayer y a bañarnos en la playa y los ríos de la zona. Para la mayoría, este será nuestro primer ascenso al Turquino, sin embargo, sabemos que mientras más ligeros, más fácil será la caminata.

Cuatro coches de caballo nos trasladan desde la escuelita “Combate de La Plata” hasta el punto donde empezará todo. Luego de 30 minutos llegamos al pie de la inmensa montaña. Allí el guía nos explica cómo será la caminata. Los ánimos menguan a medida que el terreno se empina, pero las fuerzas vuelven al rato.

Foto: John Fernández

Un paso, dos, tres, cuatro, hasta llegar a 50 o 60. Paramos. Recuperamos el aliento, descansamos un instante y comenzamos de nuevo. Un paso, dos, tres, cuatro… Subir hasta 600 metros sobre el nivel del mar parece sencillo, pero puede volverse una empresa difícil, incluso con la ayuda de los escalones de madera que facilitan nuestro andar. Mientras ascendemos, la temperatura disminuye poco a poco y la vegetación comienza a cambiar. Recorremos las verdes entrañas de la Sierra y la maravilla natural nos engulle.

El grupo, tan compacto al inicio, está desperdigado por todo el camino. Cada quien marcha al paso que le permiten sus pulmones, su capacidad física y su fuerza de voluntad. El trayecto se vuelve más empinado de lo que imaginamos los primerizos.

En el kilómetro tres y medio llegamos a La Majagua, la zona donde dormiremos esta noche. Allí nos reciben Nereida y Maneco, un matrimonio de campesinos sencillos y hospitalarios, encargados de cuidar el lugar desde hace 17 años. Sacamos las banderas del 26 de Julio, de la UJC, de los Pañuelos Rojos y de la Estrella Solitaria. Poco a poco van llegando los que atrás quedaron. Mientras lo hacen, se tiran al suelo y preguntan a los lugareños dónde hay agua para tomar. León parece no cansarse y dona sus medias para hacer una pelota. Fide pide un machete y fabrica un rústico bate. El juego se extiende hasta que la tarde dice adiós.

Foto: Pedro Jorge Velázquez

La noche se asoma y hablamos de lo mucho y de lo poco. Tendemos en el piso de un rancho las sábanas sobre las cuales dormiremos. Aunque la mayoría del grupo reemprenderá el ascenso a las cuatro de la mañana, nosotros saldremos a las 2:50, con la idea de ver el amanecer en algún claro del sendero.

Los colosos verdes

Con el fresco de la madrugada comenzamos a subir la Loma del Caldero. Luego de escasas horas de sueño, estamos extrañamente descansados. La luz de los teléfonos celulares sustituye el brillo del sol. Nuestra pequeña tropa se fragmenta entre quienes caminan más rápido y quienes van un poco más lento. Así continuaremos el resto del trayecto.

En las faldas del Pico Cuba esperamos sentados una hora y media. Los acantilados hacen peligrosa la subida a oscuras. Cuando aclara el día, ya sin esperanzas de encontrar un lugar donde ver el amanecer, reanudamos el paso.

En el Pico Cuba hay unas vistas maravillosas. El paisaje de las montañas late a través de la zarza, los árboles flacos y la hierba. Entre piedra y barranco, el sendero a veces no supera el metro de ancho. Un busto de Frank País marca la cima. Allí comemos algo y continuamos la marcha.

A duras penas bajamos el camino empinado que une al Cuba con el Turquino. Ahora toca subir hasta el punto más alto del país. El ascenso resulta duro, la pendiente se acentúa cada vez más. Los escalones de piedra, madera y tierra se vuelven altos.

Cada escalera implica un mayor esfuerzo que la anterior. Cuando pensamos haber llegado, surge una nueva hilera de escalones. El único consuelo es la increíble visión de las montañas orientales. De pronto, vemos el busto de Martí. ¡Coño, subimos! ¡Lo logramos!

A 1974 metros sobre el nivel del mar el aire se respira más puro, la temperatura a la sombra es fría y el sol arde como nunca. Desde allí no se puede ver el paisaje: la vegetación natural lo impide. En algún momento notamos pequeñas porciones de un humo blanco, casi transparente, similar al vapor de agua: una nube nos rodea.

Martí, imponente, observa las aguas del Caribe y nos recuerda en una tarja que «escasos, como los montes, son los hombres que saben mirar desde ellos, y sienten con entrañas de nación, o de humanidad». Una profecía que, por desgracia, parece destinada a cumplirse en todas las épocas.

Abrimos una bandera cubana y cantamos el Himno de Bayamo. Luego cada quien actúa según su ritual personalísimo. Algunos se hacen fotos junto al busto, otros arrancan flores silvestres y las dejan frente a Martí. Alguien besa el monumento cuando cree que nadie lo mira.

Poco a poco llega la mayor parte del grupo. Una minoría regresa sin alcanzar la cima del Turquino. El tiempo pasa rápido allá arriba y llega la hora de volver. La bajada termina siendo más complicada de lo que pensamos los bisoños. Los pies ya no responden igual. El cansancio se multiplica. Avanzamos con lentitud.

A las cinco de la tarde llegamos a la casa de Maneco y Nereida. Tras un breve descanso continuamos el descenso, extenuados, sudorosos, hambrientos, adoloridos. A pesar de las caras largas, llevamos en lo más hondo el triunfo de la voluntad contra las situaciones adversas.

En el kilómetro cero nos esperan los cocheros para trasladarnos nuevamente hasta la escuelita “Combate de La Plata”. Mientras nos alejamos, envueltos en el repicar de las herraduras del caballo y los chirridos del coche, dejamos atrás los colosos verdes que, durante todo un día, recorrimos.

«¿Cuándo vuelves a subir?», se repite la pregunta. Y la gente ríe.

En un pañuelo rojo

17 de julio. Ocho de la mañana. La tropa sigue dormida. Detrás de los ronquidos, los pies entrecruzados y la baba tocando el piso, se esconde la huella casi inmarchitable del cansancio. El ascenso al Turquino fue un desafío; el descenso, todavía más difícil.

Dos horas después, todos se levantan como pueden. Unos aprovechan el retraso de la guagua para ir a la playa. Otros tratan de continuar el descanso donde el calor de la mañana lo permite. Justo al mediodía alguien anuncia que el almuerzo está listo. Los hambrientos de siempre vamos rápido.

Con marcada tardanza llega, al fin, el transporte. Abandonamos el lomerío santiaguero rumbo a Holguín, donde pasaremos nuestra última noche. La naturaleza nos sigue sorprendiendo mientras bordeamos una loma descarnada. Luego de andar entre mar y vegetación paramos en Santiago de Cuba en busca de alimentos para las cuatro horas de viaje. En Coppelia se acabó el helado. Una cuadra más abajo se dibuja, majestuoso, el Moncada. Cerca de la Plaza de Marte hay un apagón; en la Plaza de la Revolución “Antonio Maceo” la iluminación resulta excesiva. La guagua sigue rodando por esta ciudad de contrastes hasta que enrumba hacia Holguín.

En tierra holguinera volvemos a parar. «¡Nos vemos! ¡Hasta pronto!», se dicen unos a otros, mientras los muchachos de la FEEM se bajan cerca de sus casas. Los besos, los abrazos, las despedidas, nos dicen que ha terminado la Semana Antiimperialista.

Es medianoche. Los ojos se cierran con facilidad. El cansancio sigue presente en la tropa. Minutos después llegamos a la Villa Roja. Pareciera que estuviéramos descendiendo nuevamente el Pico Turquino, pero apenas son los tres escalones de la guagua. Cada uno adopta una forma de caminar irreconocible. El dolor en las piernas se multiplica a cada paso; y, entre el cansancio y las horas de viaje, pensamos en la gente que conocimos, en lo que fuimos capaces de hacer. En el recuerdo quedan la sentada, Birán, el ascenso interminable a la Sierra Maestra y la semana maravillosa en la que Holguín cupo en las fibras luminosas y prometedoras de un pañuelo rojo.

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