Ciro Bianchi Ross - Juventud Rebelde.cu.- En 1879 solo operaban en La Habana seis talleres de costura de los 60 que existían en 1875. En esa fecha, el Ayuntamiento habanero había aumentado a 35 pesos anuales la licencia que permitía operarlos y la mayor parte de las factorías cerraron sus puertas o siguieron ejerciendo sin pagar impuestos.

La información la suministra una carta que al Alcalde municipal dirigió la señora Josefina Bouillon de Castañola, vecina de la calle O’Reilly 93 y síndico del Gremio de Modistas y Corseteras, algo así como lo que hoy sería la secretaria general del sindicato. Dicha carta se dio a conocer originalmente en el número 120 de la Revista Económica, de La Habana, correspondiente a febrero de 1880, y la reprodujo el erudito Juan Pérez de la Riva en aquella serie que tituló Historia de la gente sin historia, que publicaba en la Revista de la Biblioteca Nacional.

Refiere la señora Bouillon de Castañola en su carta que ya en 1875 había sido citada por la Comisión de Impuestos a fin de conocer su opinión sobre el monto de la licencia, que pasaría a ser de 35 pesos. Adujo ella que resultaba muy alta y la Comisión consideró sus argumentos y acordó reducirla, pero a la postre el Consejo de la Administración Municipal no estuvo de acuerdo y desaprobó la rebaja.

De nuevo volvía a citarla, en diciembre de 1879, la Comisión de Impuestos y Josefina Bouillon aprovechó la oportunidad para esbozar ante sus miembros «el período de penuria tristísimo» que atravesaban en ese entonces las modistas de La Habana, desgastadas en una lucha doble e ineficaz.

Luchaban, en primer término, contra la competencia extranjera, cuyas confecciones invadían la plaza. Y también contra aquellas costureras que, después de haber entregado sus licencias y matrículas, seguían trabajando tanto o más que antes y con la ventaja indisputable de no pagar tributo alguno, lo que les permitía abaratar los precios e incluso anunciarse en los periódicos.

Solicitaba la señora Bouillon al Alcalde de La Habana que atendiera la justicia de sus planteamientos y, en consecuencia, rebajara el impuesto a 15 pesos anuales, «más en armonía con esta pequeña y abatida industria», y que era el mismo que pagaban tapiceros, abaniqueros y tintoreros. Así, aquellas costureras que ejercían de manera más o menos clandestina y entre las que se encontraban las más antiguas y reputadas, volverían a la legalidad. Cesaría la competencia desleal y resultaría beneficiado el Ayuntamiento pues 60 licencias a 15 pesos posibilitarían una recaudación mayor que la que reportaban seis licencias a 35.

Parece que el reclamo de la responsable del Gremio de Modistas y Corseteras cayó en el vacío. Al menos, volvió a insistir en el asunto en una carta que dirigió al director de la Revista Económica. Le dice: «Si usted la considera digna de publicarla y si por su sabia mediación logramos lo que religiosamente, a nuestro escaso entender, nos merecemos, habrá usted conseguido una obra de misericordia, para el bienestar y alivio de una corporación de señoras dignas por todos conceptos de que se les tenga más compasión; en vez de exigirnos lo imposible o lo inverosímil».

Ofrece esa carta datos de interés, aunque quizá la Bouillon en su defensa de tan explotado sector, los exagere. Refiere que para confeccionar un vestido a la medida, se pagan tres jornales (4,50 pesos) a la empleada de un taller y tres pesos por tres días de comida. Se invierten 90 centavos en tres varas de holán, para adornos, y 2,25 en otras tres de ruan fino; 1,50 en dos docenas de botones de nácar, y 30 centavos en una pieza serpentina de hilo, cintas, hilo y aguja. Importaban esos gastos 12,75 pesos. Si el precio del vestido en cuestión era de 14,00 pesos, la utilidad de la modista quedaba reducida a 1,25, y de ahí debía sacar para el pago del alquiler del taller, el alumbrado, el impuesto, etcétera.

Mayor era la ganancia de los sastres, a juzgar por los datos que Josefina Bouillon incluye en su carta al director de la Revista Económica. Por una camisa de hilo a la medida, que se vendía en siete pesos, el sastre-camisero obtenía una utilidad de 2,65 pesos, luego de comprar la tela y pagar la mano de obra de la modista y el lavado y planchado de la prenda, mientras que un pantalón de casimir (16 pesos) dejaba una ganancia de 7,25 pesos para el sastre, que pagaba menos de dos pesos por la mano de obra de la costurera.

Lo que cuenta aquí, comentaba Pérez de la Riva, es la diferencia de utilidad potencial entre el sastre y la modista, lo que es también un índice de la discriminación que sufría la mujer. Sin contar que había entonces casas comerciales que giraban con un capital de 40, 50, 60 mil pesos y pagaban solo 25 pesos anuales de contribución al municipio.

La primera empresaria

Fue en el magisterio donde, a comienzos del siglo XX, encontró la mujer la manera de ser útil a la sociedad y ganar el sustento. A partir de ahí y hasta 1959 la educación cubana estuvo en lo esencial en manos de las mujeres. Según el censo de 1953, eran mujeres más de la mitad (51,3 por ciento) de los 3 137 rectores, profesores e instructores de universidades. Tenían además mayoría (89,8 por ciento) entre los 2 361 profesores de la enseñanza secundaria, y eran asimismo mujeres el 84,4 por ciento de los 31 038 maestros de primaria.

También se dedicó la mujer al comercio para labrarse su propio destino. Aislada y calladamente, ayudó primero al padre y al marido en la trastienda de los establecimientos, hasta que poco a poco se atrevió a salir al mostrador. Otras se atrevieron más, fueron más lejos y abrieron comercios por su cuenta.

Así lo hizo Ana María González, una maestra oriental, de las primeras maestras cubanas, que en los años iniciales de la centuria pasada abrió una pequeña tienda en la calle Salud. Le puso el patriótico nombre de Bazar Cuba y vendía, ya enmarcadas, ampliaciones fotográficas de paisajes rurales y urbanos que importaba de Chicago.

Ana María González fue la primera mujer que, sola, se arriesgó en Cuba a una empresa comercial. Y contaba, ya al final de su vida, que en aquellos tiempos era muy mal visto que una mujer trabajase en la calle y sufrió por ello no pocas afrentas. Poco le importaron los desplantes y su pequeño bazar llegaría a ser en un momento dado la casa de arte más importante del país. Recordemos que hubo una época en Cuba en que las mujeres no entraban a los establecimientos comerciales, sino que hacían sus encargos desde los carruajes, lo mismo que en los cafés, y en que los peleteros cargaban con varios modelos de zapatos para que la clienta escogiera en su domicilio.

A comienzos del siglo XX asimismo, y por iniciativa de Emilia de Córdoba, la cubana comenzó a acceder a las oficinas del Estado, y poco a poco empezaron a ser admitidas en tiendas y oficinas privadas, siempre en desventajas con el hombre, que gozaba de mayores consideraciones y recibía un salario mejor.

Datos que dio a conocer la prensa revelan que en 1957 había en Cuba 256 440 mujeres que laboraban fuera del hogar, lo que representaba el 11,4 por ciento de la población económicamente activa.

En esa fecha, de 85 909 profesionales, técnicos y afines, eran mujeres el 40 por ciento, pero no todas ejercían sus profesiones. También en ese año, eran mujeres el 5,5 por ciento de los gerentes, administradores y directores. Y lo eran asimismo el 25 por ciento de los oficinistas; el 9,5 por ciento de los vendedores; el 1,5 por ciento de los agricultores, madereros y pescadores, y el 12,2 por ciento de los trabajadores manuales y jornaleros.

El 54 por ciento de la empleomanía doméstica era femenino.

Ley de la silla

Los congresos nacionales de mujeres, celebrados en La Habana en 1923 y 1925, fueron las primeras reuniones de esa índole que tuvieron lugar en América Latina. Se debatieron en ellos problemas y anhelos propios de la época, como el sufragio femenino (no votaban las mujeres entonces), la igualdad de derechos civiles y asuntos sociales en general. No tuvieron los acuerdos de ambos congresos consecuencias inmediatas, pero prepararon a la opinión pública, allanaron el camino a la causa feminista y calaron en el interés de las mujeres de la nación.

En 1915 había surgido el Partido Sufragista, la primera de las sociedades femeninas que reclamó el derecho al voto. Para conseguirlo trabajó también el Club Femenino de Cuba, creado en 1918, que se empeñó en un programa por la superación social y cultural de la cubana. La primera vez que las mujeres salieron a la calle en manifestación, lo hicieron al llamado de dicho Club, para defender la soberanía cubana sobre Isla de Pinos, parte del territorio nacional que había quedado en una especie de tierra de nadie al suscribirse los tratados entre el gobierno norteamericano y el de la naciente República de Cuba, y que Washington pretendía anexarse.

En 1869, en la Asamblea de Guáimaro, la camagüeyana Ana Betancourt dijo: «La mujer cubana, en el rincón oscuro y tranquilo del hogar, esperaba paciente y resignada esta hora sublime, en que una revolución justa rompe su yugo y le desata las alas. Todo era esclavo en Cuba: la cuna, el color, el sexo. Vosotros queréis destruir la esclavitud de la cuna peleando hasta morir si es necesario. La esclavitud del color no existe ya, habéis emancipado al siervo. Cuando llegue el momento de libertar a la mujer, el cubano que ha echado abajo la esclavitud de la cuna y la esclavitud del color, consagrará también el alma generosa a la conquista de los derechos de la que es hoy en la guerra su hermana de caridad, abnegada, que mañana será, como fue ayer, su compañera ejemplar».

Pese a tan justo reclamo de igualdad de derechos políticos, el advenimiento de la República no trajo aparejado en Cuba, como en ningún otro país americano, la igualdad de hombres y mujeres ante la ley. Hasta 1936 no se concedió a la cubana el derecho de votar.

El Club consiguió asimismo lo que se considera la primera obra de asistencia social de la era republicana. Fue la separación de las reclusas que compartían, hacinadas con los hombres, las instalaciones del vivac y la cárcel de La Habana. Se les trasladó para la cárcel de Guanabacoa, cuyo desenvolvimiento empezó a supervisar el Club Femenino. Se crearon allí una escuela de instrucción primaria y talleres de costura y se dotó al reclusorio de servicios médicos.

La Primera Guerra Mundial fue factor decisivo en la incorporación de la mujer al empleo. Lo fue prácticamente en todo el mundo, y también en Cuba. El Club Femenino trabajó asimismo en defensa de los derechos de obreras y empleadas, al demandar para ellas todas las ventajas que en las leyes amparaban a los hombres.

Famosa en esos días fue la llamada Ley de la Silla, que dio a la mujer trabajadora el derecho de sentarse a ratos durante el desempeño de su empleo. Hoy puede parecernos intrascendente, pero fue un acto de justicia elemental en momentos en que las mujeres eran doblemente explotadas.

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