Dailene Dovale - Cimarronas.- Parir ante de los 30 años. Parir luego de concretar un matrimonio legal con un hombre cis hetero. Parir y criar bajo un paradigma rancio de colores y juguetes binarios. Parir, como un mantra, nos repiten en series, películas, post de Instagram y conversaciones con nuestra madre.


Poco a poco nos quieren volver una necesidad biológica algo que es una imposición social.
Una mujer no se vuelve mujer después de traer criaturas al mundo. Una mujer no necesita validar su existencia al parir. Ni es un mandato biológico sentir el supuesto instinto maternal, que suena más a mito cuando se impone como un hecho cerrado e idéntico para todas.
Las mujeres cis (aquellas cuya identidad de género coincide con el sexo asignado al nacer) tenemos muy complicado eso de llevar el control de nuestros cuerpos. El derecho a planificar el momento en nuestras vidas en que queremos ser madres (o decidir no serlo en lo absoluto) todavía está sujeto a críticas sociales por parte de quienes desean vernos a toda costa cuidando a une hije. La presión parte de un hecho tristísimo: reducirnos como seres humanos a un útero y a su fertilidad. ¿Pero caso quiénes son infértiles no son mujeres o quiénes no tienen útero, por cualquier razón, tampoco?
Considerar que las mujeres nacemos con la única finalidad de tener hijes es, cuanto menos, curioso, si se tiene en cuenta que a los hombres cis nadie los presiona o adoctrina al respecto.
Recalcar la ausencia de hijes pudiera resultar un momento incómodo, de tristeza en caso de no tenerlos por infertilidad. De rabia, en caso de recordar, otra vez, que se está incumpliendo con su supuesto destino.
Reducir un ser humano a su capacidad para parir es mutilarle. Imponerle el embarazo o impedir el acceso a educación sexual integral, a métodos anticonceptivos y al aborto asistido, es negar derechos humanos esenciales.
El hecho de que para cierta parte de la sociedad se tenga que parir y parir joven responde a asociar ser mujer con ser madre —y un tipo específico de madre, la adopción no recibe tan buena publicidad—. Es un estereotipo de género que nos consume. Desde la primera infancia nos preparan para la maternidad como destino. Los juegos a veces se reducen a roles de género: barrer, cocinar y darle el biberón a un juguete, casi siempre un objeto de plástico que imita un bebé de cachetes rosados (porque desde los mismos juguetes se reproduce además un paradigma de belleza racista).
Y lo peor del caso es que se nos venda como hecho biológico, se nos imponga como un mandato divino. Ni parir es una obligación, ni nadie debería juzgar las decisiones de cada persona con su cuerpo.
Las mujeres, desde niñas, deberíamos aprender que el nuestro nos pertenece, también su cuidado y desarrollo. Las mujeres deberíamos poder tener al alcance todas las opciones y decidir qué caminos transitamos y a qué edades los tomamos. La juventud no debería ser para nosotras ese paraíso donde se necesita cumplir una serie de requisitos (ser bellas, casarse, tener hijes) antes de ser menospreciadadas y expulsadas definitivamente por “viejas y herejes”.
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