Ania Terrero - Letras de Género (Cubadebate) / Imagen: GN Diario.- No son pocas las veces que, en los comentarios a esta columna o en los debates de las redes en torno a los temas que trata, leemos críticas a la agenda que marcan. No faltan quienes, amparados en aquella idea de que “las mujeres en Cuba ya tienen un montón de derechos”, cuestionan la necesidad de escribir sobre género y equidad, hacer activismo en contra de la violencia machista o, sobre todo, defender un movimiento feminista.


Acompañando a esas opiniones suelen venir muchas expresiones de desconocimiento y prejuicios en torno al feminismo y lo que realmente defiende. Desde los que nos acusan de “radicales, extremistas, feminazis, en contra del orden natural de las cosas” hasta quienes, más mesurados, insisten en que “que no son machistas, pero tampoco feministas, porque al final es lo mismo pero a la inversa”.

En realidad, esta forma de entender la lucha por la igualdad de género no es nueva, no sorprende. Más bien es una consecuencia lógica de la forma en que las grandes agendas culturales y mediáticas -acaso instrumentos del patriarcado- mostraron durante años al feminismo y a quienes lo defendieron, hasta convertirlo en palabra maldita.

Nos contaron una versión manipulada: hablaron de brujas y las quemaron, de aliadas de Hitler y las encarcelaron, de disidentes sin objetivos claros, de histéricas que no encontraban su lugar. Las miradas a la historia lo confirman: cuando las sufragistas estadounidenses reclamaron su derecho al voto, las tildaron de malas madres y violentas.

Tiempo después, en la década de los 90, Rush Limbaugh, locutor de radio, comentarista político e integrante del Partido Republicano de Estado Unidos, relacionó al feminismo con el nazismo, comparando el derecho al aborto con el Holocausto de la Alemania de Hitler.

Aún hoy abundan los memes donde se asocia a las feministas con frustraciones sexuales, egocentrismo y fealdades. Desacreditan y minimizan el movimiento hasta hacerlo parecer radical e insensible, “una lucha de mujeres desesperadas en busca de supremacía”. Lo descartan como lo contrario al machismo, una guerra sin cuartel contra los hombres. Pero no va de eso. Por debajo de la mirada prejuiciosa y estereotipada, reforzada bloque a bloque, existen definiciones más claras y reales.

Decía la activista por los derechos humanos Angela Davis que el feminismo es, esencialmente “la idea radical que sostiene que las mujeres somos personas”. Mientras, la filósofa francesa Simone de Beauvoir, lo entendía como “una forma de vivir individualmente y de luchar colectivamente”. Más recientemente, la antropóloga mexicana Marta Lamas agregaba que “ser feminista es no aceptar que la diferencia sexual se traduzca en desigualdad social”.

No es, en ningún caso, “el machismo, pero al revés”. El primero es la ideología que engloba actitudes, conductas, prácticas sociales y creencias que niegan a la mujer como sujeto público, político. Es la manifestación de una cultura patriarcal según la cual la mujer debe ser controlada, subordinada e incluso agredida.

El feminismo, en tanto, defiende para una mitad de la población mundial, oportunidades y derechos que históricamente fueron reservados para los hombres. No busca supremacía; batalla por la igualdad. Busca construir otras maneras de vivir, que pasan por desmontar una estructura patriarcal que ha ubicado a los varones en lugares privilegiados y ha naturalizado una cultura de dominación y exclusión.

No es una lucha de mujeres contra hombres. No es rígido, dogmático o aburrido. Al menos, no debe serlo. Desde la crítica, se pretende dibujar a estas corrientes como espacios de restricción, donde todo está pautado y hay leyes que cumplir para lograr encajar. Pero ser feminista no es una apariencia, no es un rol impuesto; más bien es una actitud ante la vida, una militancia. Va de la libertad de elegir, de eliminar etiquetas y sumar opciones, de hacernos con el control de nuestras vidas.

En función de lo anterior, tampoco es un ente único y absoluto. No hay una causa en singular, sino una gran pluralidad. Existen varias maneras de ser feministas y todas son válidas. El movimiento, en su interior, tiene lugar para reivindicaciones bien diversas; no es un bloque unitario y homogéneo. Aunque a nivel global sigue siendo un desafío el respeto y la inclusión dentro de la propia militancia.

Ya no se demanda únicamente derechos básicos, sino también a la integridad física y psicológica, a decidir sobre nuestro cuerpo, orientación sexual e identidad de género, a la igualdad de salario, a romper el techo de cristal en los espacios laborales, a acceder a responsabilidades políticas, a repartir de otras formas las labores domésticas y de cuidado, a relaciones de pareja respetuosas y equitativas, por mencionar sólo algunas.

Se asumen otras causas como el anticapitalismo, el ecologismo, la migración, la discapacidad, el antirracismo y la erradicación de la discriminación LGTBI, especialmente la que sufre el colectivo de personas trans.

Pero para  luchar todas estas batallas, el feminismo sí debe ser revolucionario, disidente, transformador. Nació para cuestionar un status quo sostenido durante siglos, sobre un supuesto deber ser de “lo femenino” y “lo masculino”, para desmontar estructuras de poder más y menos visibles que intentan subordinarnos, a nosotras. Como consecuencia, es incómodo: aboga por arrebatar privilegios y eso le gana muchos enemigos.

Y tiene que ser, necesariamente, político, por aquello de que lo personal es político. Porque las luchas de género no pueden ser “cosas de mujeres” y hay que sacarlas del ámbito privado, acompañarlas con políticas públicas. Porque necesariamente están marcadas por el ecosistema en el que se desarrollan.

En Cuba, los avances en materia de género y equidad son innegables. Las estadísticas nos confirman que las mujeres conquistaron múltiples espacios públicos y tienen garantizados un grupo importante de derechos humanos, sexuales y reproductivos. No sin polémicas, la Federación de Mujeres Cubanas se reconoció a sí misma como feminista, y sobre todo, durante los últimos años ha acompañó la construcción de políticas de género y contra la violencia machista.

Pero aún queda mucho por hacer. La cultura machista dominante sigue condicionando las relaciones entre mujeres y hombres y se afianza en estereotipos, normas sociales, costumbres y tradiciones, transmitidas de generación en generación.

A pesar de la incorporación de la mujer al mercado de trabajo, de la feminización de la enseñanza superior y de la fuerza técnica del país, ellas siguen ocupando las plazas de menor remuneración y se ven en situación desfavorable por seguir jugando el papel de principales cuidadoras en el seno de la familia.

Además, persiste una distribución sexual del trabajo que las pone en desventaja en una buena parte de los espacios laborales -también dentro de los nuevos actores económicos. Ellas cumplen con dobles y triples jornadas de trabajo y sufren una sobrecarga de labores domésticas y de cuidados; que las limita en las esferas públicas.

Por otra parte, en un escenario de descenso de la fecundidad a niveles por debajo del reemplazo poblacional desde 1978, los embarazos en la adolescencia representaron un 17,8% del total en el año 2022. Esto implica graves riesgos en materia de salud para las madres que, además, suelen interrumpir sus estudios y frenar sus posibilidades de desarrollo futuro.

Por supuesto, persiste la violencia de género, en todas sus formas, desde las menos visibles hasta las más cruentas. Y en la lucha contra ella, urge aterrizar esos programas y estrategias diseñados para enfrentarla de forma integral, avanzar hacia un sistema legislativo más completo y desmontar de forma efectiva todos esos micromachismos que aún se respiran en el país; también en medios de comunicación y en productos comunicativos diversos.

Entonces, definitivamente, hace falta el feminismo. Mientras haya desafíos, será necesario. Pero para avanzar en las luchas por las que apuesta necesita saltar otros obstáculos. Hace falta desmontar los mitos y prejuicios en torno a él; rechazar la instrumentalización de sus causas para generar matrices de opinión política, sea cual sea su signo político; estudiar e investigar sobre estos temas, todos, para no andar desacreditando iniciativas que básicamente buscan justicias.

Y sobre todo, son necesarias más alianzas entre quienes apostamos por él y por los preceptos sobre los que se sostiene. A las puertas de otro marzo, tenemos varias deudas: encontrar la unidad entre nuestras diferencias, sensibilizar y sumar a cada vez más personas y reposicionar el feminismo; por las que lucharon antes que nosotras, y por todas las que aún sufren los múltiples impactos de la desigualdad.

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