Liudmila Peña Herrera - Bohemia.- Más allá del romanticismo con el que usualmente se describe la maternidad, la crianza implica un esfuerzo y responsabilidad que, cuando no están debidamente acompañados, se convierte en sobrecarga para la mujer. Disímiles historias muestran cómo las madres reclaman mayor acompañamiento en el complejo proceso de la educación y el cuidado de los hijos.


–Amoooor, el niño se hizo caca –vocea él, mientras permanece inmóvil frente al televisor.

Desde la cocina, enredada entre especias y viandas, Lorena Hernández arde en deseos de responderle con un disparate, pero se contiene. Prueba a quedarse en lo suyo un poco más para ver si el marido recapacita y va a limpiar al pequeño, pero es en vano. Diez minutos después, el bebé rompe en llanto y, otra vez, el mandato del hombre la saca de su malogrado estado de paz:

–Amoooor, coge al niño.

“Mi esposo adora al bebé, mas en lo que se refiere a atención y cuidado, no hace mucho; en la práctica –se queja ella, sin mucha esperanza de que algo cambie–. Irrita mucho que se desentienda de atenderlo en cosas tan sencillas como cambiar un culero. Él llega cansado del trabajo, sobre las 5:00 p.m., y parece que yo, que me paso las 24 horas del día en la casa, con el niño, haciendo las labores domésticas más el teletrabajo, nunca debería cansarme. Según su opinión, ‘me paso el día descansando, mientras que él madruga para trabajar’».

Lorena ha sido siempre la que ha debido “rastrear” todo lo que hay que comprar para el pequeño: la ropa, los zapatos, los juguetes…

“Mi marido ni sabe qué talla usa nuestro hijo: no se ocupa de esos detalles –asegura–. Lo de él es llevarme a comprarlos o recogerlos, si son cosas que compré por las redes sociales. Asumo que él simplemente está reproduciendo el sistema con el que lo criaron, porque dicen que su padre era parecido. Y no tengo que llegar a la etapa escolar para saber que será lo mismo; me va a tocar todo: reuniones de padres, tareas, todo. Lo de él siempre es exigir que yo cumpla y atienda esos detalles”.

***

Criar nunca ha sido fácil, cuando la carga del cuidado recae más en uno de los miembros de la pareja, todo es mucho más complejo. Aunque el término “sobrecarga del cuidador” se utiliza generalmente para definir a la persona que se dedica por completo a velar por un enfermo o un discapacitado, vale la pena comprender de qué modo se describe el impacto en su propia salud, según la bibliografía médica:

“La sobrecarga del cuidador es un estado de agotamiento emocional, estrés y cansancio, que afecta directamente las actividades del diario vivir; relaciones sociales, libertad y equilibrio mental; es el grado en el cual percibe la influencia negativa del cuidado, en diferentes aspectos en su vida, como en la salud mental y física, la interacción social y su economía”.

Bien lo sabe Jessica Ortiz, otra joven habanera cuyo hijo ya supera los cinco años: “Lo más difícil ya ha pasado –recuerda–, pero durante el primer año sentía que las fuerzas me abandonaban. Todo era yo sola: de día y de noche. Y cuando el niño se enfermaba, me quedaba la madrugada entera sin pegar un ojo, mientras mi esposo roncaba. No puedo entender cómo, si los dos somos padres, él se quedaba dormido sin preocupaciones mientras nuestro hijo tenía 39 de fiebre. ¿Cómo podía pasarse el día trabajando sin llamar para saber cómo estaba? Él me decía que el niño estaba conmigo, que soy su madre, y él sabía que lo cuido bien”.

Ese es uno de los motivos por los cuales Jessica no quiere volver a ser madre: se sintió tan sola que no quiere repetir esa experiencia. Para ella, el mejor testimonio de compañía lo tienen sus vecinos, una pareja sólida y divertida, que alternan los cuidados de la hija cada vez que hace falta para que ambos puedan cumplir con sus responsabilidades profesionales. Sin embargo, al interior de ese hogar, la madre considera que “los roles nunca van a estar completamente equiparados”:

“Cuando la ingresaron, ni se valoró quién iba a quedarse en el hospital: obvio que era yo, que soy la madre. Y también soy quien debe estar pendiente de los horarios de los medicamentos, aunque incluso él se los suministre; él no es capaz de recordar dónde está la ropa de la niña porque siente que esa responsabilidad me toca a mí. Si nuestra hija tiene una actividad en el círculo infantil, quien se encarga de que ensaye también soy yo. No dejo de reconocer que él tiene una participación activa en el cuidado, pero el problema es que debo estar recordándole todo lo que tiene que hacer con ella. Siento que él ha tenido más posibilidades de seguir siendo la misma persona con sus responsabilidades sociales y laborales, que yo, pues después que nos convertimos en padres hasta abandoné mi maestría porque el tiempo no me alcanzaba para dedicárselo a la niña”.

Cada vez es más frecuente que los padres se involucren de forma activa en la crianza de los hijos, como resultado de las campañas de educación y la propia transformación de los imaginarios sociales. No obstante, quedan muchísimas prácticas por desaprender y nuevos hábitos por construir.

Lo ratifica Darío, padre de un niño de dos años y de otro de nueve, al cual, en no pocas ocasiones, ha debido llevar solo al pediátrico para que su esposa se quede en casa cuidando al más pequeño.

“Es curioso porque cuando voy solo con uno de los niños, los médicos me dan todas las explicaciones con lujo de detalles; cuando he ido con mi esposa, todo se lo dicen a ella, como si yo fuera a acompañarla y no tuviera capacidad para comprender nada –dice, con cierta molestia–. Para los padres implicados de verdad, debería haber más respeto por parte de la sociedad”.

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Cuando el panorama económico en Cuba se tensa y los padres buscan alternativas para multiplicar los salarios, muchas veces aumentando la carga laboral, el tiempo libre para acompañar a los hijos en las actividades extracurriculares o ayudarlos en sus deberes escolares, se reduce. Eso, sumado a las responsabilidades en los deberes hogareños, pone presión a la caldera. Entonces emerge la herencia patriarcal en frases como: “te toca sacrificarte porque eres la madre”, “yo no me paso el día jugando, estoy trabajando como un mulo en la calle”, “¿qué fue lo que hiciste en todo el día: fregar, cocinar y limpiar?”. Tales enunciaciones no solo nacen de la voz de los progenitores, sino también de otros miembros de la familia y hasta de amigos o vecinos, y vienen a mostrar los sesgos que aún persisten en cuanto a la corresponsabilidad parental.

Crecer como familia también implica revisar las formas de organización de las responsabilidades parentales, y transformarlas en la medida de las necesidades porque muchas veces la sobrecarga física, mental o económica no solo afecta la salud física y emocional de las madres, sino también el desarrollo y bienestar de los hijos e hijas.

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