Alberto Buitre - Oficio Rojo - El sol navega de nuevo sobre el lomo del lagarto. En La Habana no se amanece, se reencarna. La humedad me pare, soy un animal tropical, cubierto de sales y botellas vacías de cerveza Cristal. La brisa caribeña que se cuela por la ventana y me acaricia al despertar se siente como un chance de hacerlo de nuevo, otro día en los brazos del paraíso.


Salí de mi posada, caminé hacia la avenida del malecón y abordé un Lada rojo con Carlos al volante, socio mío y mi taxista de fijo.

Giramos sobre Carlos III, cortamos por Zapata hasta la avenida Paseo y yo mirando las ventanas abiertas de los edificios histéricos, que parecía podían derrumbarse con cualquier viento huracanado. Azules y rosas pastel. Amarillos de changó. La muchacha de preuniversitario, con pelo desteñido, que asoma las piernas a los bachilleres que sí fueron a la escuela ese día. ”¡Baja ya, abusiva”, le dicen. “¡Ven por mí si te atreves, peladito!”

Y acá, “¿cómo va la cosa?”, abría boca Carlos, alto, robusto y bronceado, tan lleno de gel en el pelo que la humedad del Caribe le hace brotar pústulas de caspa. Hediendo a la típica colonia de agua de violetas que aquí es tan cotidiano como los carteles de Fidel Castro en las casas de los barrios.

Llegamos hasta la avenida veintitrés, con un montón de nuevas cafeterías y bares que irrumpen con luces de colores La Habana de las fotografías que llenan el mundo, de los edificios salitrosos.

Nos metemos a Centro Habana y paramos en un bar, donde la habanería de abajo, la de la gente, la del merolico y la rumbera. Amarillo huevo y verde por todos lados. Una barrita de madera y mucho Havana Club. Un reguetón en el reproductor, de Diana Fuentes, me dijo el compañero.  Al centro, dos tipos cantaban. Su edad mentía. Uno de ellos lleva bermudas de mezclilla y camisa sin mangas. También una gorra que ponía inclinada sobre su cabeza llena de cabello sin canas.

 

–¡Caballero, hoy cumplo cuarentaidós años! Tómate un roncito conmigo -, me dijo aquel.

Yo no alcancé a reaccionar. Me embelesaba el ambiente del lugar; colores, tropicanía y un fortísimo olor a tabaco. Cada rincón de La Habana está hecho con arrebatos del alma.

–¿Sabes de qué la gente se muere en Cuba?

–¿De qué?

–De encabronamiento por el calor jajajaja

Todos reímos. Pasada un poco la tarde, comenzó a briznar y la gente iba y venía por la avenida que da a un trozo de caribe, incluidos los pescadores que se apostaban arriba del malecón con sus cañas para intentar recoger pescaditos que venden a unos cuantos pesos entre los vecinos de los solares. Ellos los fríen y los comen con arroz. Pescado aceitoso, fauna de la cañería habanera que llega hasta el mar. Mucho adolescente. Amantes tempranos de lo que hoy se puede pagar en la capital cubana, incluida una cerveza en cualquiera de los tablones que por acá surgen.

–¿Hace cuánto que abrieron aquí? – pregunté

–Será unos ocho meses.

El cumpleañero me tomó del brazo. Reía, entonaba un son y me hablaba cosas. Mientras sentía sobre nosotros el ojo vigilante de mi socio, como un guardaespaldas improvisado.

–Mexicano ¿qué quieres beber? – me dijo señalando las botellas de Havana. Yo miro al congelador.

–¿Tienen Cristal?

–¡Coññño! Atiéndeme, tú sí sabes lo que es bueno.

Volvió al barrista, un rubio gigante que parecía ruso, y detrás de él un cartel del Comandante en Jefe en blanco y negro vestido con un abrigo y saludando a la multitud desde la Plaza Roja de Moscú.

–Acere, una Cristal bien fría para el mexicano.

Luego volvió a mi canturreando: “Pero qué bonito y sabroso bailan el mambo los mexicanos… “ y me entregó mi cerveza.

Mi socio bebió tres rones y yo dos más, con hielo servido desde las manos gigantes y sucias de ese rubio macizo, criollo y bruto para el marxismo, pero, según dicen, el mejor boxeador del barrio Dragones. Pedimos dos más.

–Ta’ dura la cosa en México compay…

–Hey.

–Ven acá, ¿es cierto que en México hay tanta violencia porque traen la muerte en la sangre, desde los aztecas?

–Seguramente —respondí, algo harto de la pregunta–. Ya traemos eso de arrancar corazones y desmembrar cuerpos. Es cultural.

–Ya bueno, deja cantarte una canción –me dijo de pronto el cumpleañero. Saca una guitarra y toca un bolerito de “El Nene”: “Fieeeeebre de tiiiiii…”

Termina, aplaudimos, y ya no hay ron en mi vaso.

–Armandito – le dije ya en confianza a mi tender rubio y gigante-, dos Cristal, por favor.

Me acercó los envases. Aquí hasta la cerveza viste de verde olivo. “Salud, salud”. Se fueron rápido. Hacían unos 34 grados es verano. La brizna alborotaba el clima. Miré hacia la calle y vi a un muchacho como de unos diecinueve. Sus brazos eran del tamaño de mi pierna. Iba con una chica, morena y rizada; linda, lindísima. Vacié los ojos en sus rizos. Comenzaron a besarse bajo el amparo del mar que jugaba amoroso saltando por encima del malecón. Él le tomaba fotos con su celular, luego ella a él y juntos bebían y fumaban. Para eso es el dinero, pienso, para comer, beber y citarse con una linda. Bien por ellos. Bien por La Habana.

Estaba claro que la cerveza no ponía. “Espera”, me dijo Carlos. Habló con el mulato de la guitarra. Luego, el cumpleañero devenido en cantante me sirvió un charco de ron en la lata. Ron blanco en un envase de frijoles, limpia y eficiente como un ‘old fashioned’. Luego tres más. Yo bebí feliz.

Mi socio se entonó, hasta que nos dieron las tres de la mañana y fue hora de irnos de ahí. Me abrazaba y me contaba una pequeña aventura con una mulata a quien le hizo una hora de sexo oral, como regalo de cumpleaños. “¡Deliciosa, acere, deliciosa y fibrosa!”, exclamaba y reía con las manos al aire.

–¿Cuánto es? – pregunté.

–¡Déjalo, hermanito! – interrumpió mi compañero de farra.

–No, como, pero dime cuanto es… - insistí

Pero sagaz, el cumpleañero sacó la billetera, nos empujó al tiempo que montaba doce pesos convertibles sobre la barra.

¡Déjalo compay! Yo pago. – me dijo orgulloso, sonriente y con el pecho altivo.

Le di un abrazo de cumpleaños y una palmada. Carlos lo también y se dijeron algo que no entendí. Le agradecí, también al vikingo tropical, y nos fuimos. Se quedaron cantando. Pero el festejado me gritó desde su banco.

–¡Eh, mexicano, regálame un dolarcito!

Yo le di dos. La vida de pronto me pareció perfecta.

Nos subimos al Lada soviético y le pedí a Carlos que me llevara a comprar tabaco, antes de irme.  Llegamos a una esquina cerca del Museo de la Revolución. Ya casi amanecía Las esquinas eran fuego, como dice el mambo. Rumba y caderas. Las tumbadoras alegres. Las miradas frescas. Dos muchachos perreando. Cerquita, despacio. Sin dejar morir la fiesta. Ahí andamos, nos reconocemos, vampiros en La Habana, al resguardo de la luna pero sin morir con el sol. Las brisas del amanecer se sienten como un trago de ron frío que templa la carne caliente.

Abrió una morena descomunal. Rizado, la tez bronceada, no muy bella, pero descomunal. Caderas, piernas, antillana.  Atrás, un tipo como de unos cincuenta años, flaco y un tatuaje de una estrella en el pecho, del lado derecho.

–¡Jorgito, ¿qué volá, mi hermano?!  – le dice Carlos al viejo.

–Acere ¿qué volá?

–Nada mi hermano, que aquí nuestro amigo está interesado en mirar algunos de tus cuadros.

–¡Qué bien!

–Qué tal –dije yo-, soy Alberto, mucho gusto.

–Mucho gusto Albert, soy Jorge Tellería. Bienvenido a su casa, hermano ¿de dónde nos visitas?

–México

–¡México lindo y querido! ¿Qué dice la cosa por allá?

–Muy bien.

–Ven acá, ¿sí es cierto que por allá a uno le pueden dar un tiro por la calle?

–Sí es cierto.

–Pero acá está entre amigos. Mire, le presento a Alina, mi hija.

Alina me extiende la mano, delgada y mulata, con tres anillos de oro y las uñas largas pintadas de morado. Yo se la tomo.

–Mucho gusto – me dice en ese tono dulce y melodioso de las habaneras, arrastrando un poco la che….

–Qué tal, Alina.

La negrita me invita pasar. Me sonríe y yo le sonrío. Luego se abraza con Carlos y se quedan ahí un momento. Él le atrapa una nalga y ella pasa su mano derecha por el pene del socio. Ríen. Se ven bien. Ríen y se tocan, pero no se besan. Siempre hay tiempo para un poco de romance en medio de los negocios. Entre camino, ella se adelanta hasta mí y me acaricia el cuello. Yo volteo rápido y me doy cuenta que es ella. “Ven, por aquí, negrito”, me dice y se lanza a andar deshaciendo el piso.

Adelante va el viejo. La casa está sostenida por castillos de madera. Sobre el cuarto del living, unas siete pinturas al óleo. Una, una mujer de rojo, sin cabeza, sólo senos y vagina y piernas anchas. Otro, un ángel exhibiendo un pene gigante. Era arte barato, para impresionar a los europeos. Luego, polvo, mucho. Los pasillos oscuros y la luz tenue y amarillenta. Más valía estar tranquilo.

–Alberto, aquí somos amigos. Verás que te gusta lo que ves.

–A eso vengo, hermano.

–¿Qué te interesa?

–Le dije que vendías buen tabaco – dijo Carlos al viejo.

–El mejor, al mejor precio –dijo el viejo.

En el cuarto, sobre el colchón, Jorgito sacó cinco cajas de habanos. Tres Montecristo y dos Cohíba. Pero uno era diferente al otro, una caja más oscura que la otra. Todos sellados, con el distintivo oficial, “Producto de Cuba”.

–Yo te recomiendo estos, si te gusta el buen tabaco. Cohiba número cinco, extragruesos, recién premiados en la Feria. No hay mejor puro en toda la isla.

–¿Y cuánto cuestan?

–Estos en el museo del tabaco o en cualquier tabaquería se los venden en 300 cucs. Pero, Albert, yo ahora, te los ofrezco en 150.  Mira qué buenos -, dijo el viejo, que fumaba un Vegas Robaina, abriendo con cuidado el sello y la caja. Diez habanos hermosos. Aromáticos, amielados.

–No, 150 es mucho. No tengo eso.

–Pero Albert, usted se está llevando lo mejor. Mire que Carlitos lo trajo, yo se los dejo ahora en 120.

–No, sigue siendo mucho. No tengo eso. Vengo mal, me hospedo en una casa–, mentí.

–¿Pero cuanto traes tú? –dijo el viejo cambiando el tono. Yo me puse serio también.

–Mira Jorge, vine por tabaco, pero no puedo comprar nada que pase de 60 cucs.

–Hermano, para qué tanta Revolución si no le puedo dar a un hermano un buen tabaco. Llévate estos –dijo y sacó unos Partagás de buena medida.

–Venga–, dije y salimos de ahí.

Así funciona el mercado negro. Una caja de tabacos, un turista, cien pesos convertibles que sirven para comprar carne, buen ron, algunas ropas, por diez o quince días. Así el mercado negro y la economía informal de La Habana. Lo aprendí por primera vez con Yurisander, un operador de turismo ya entrado en años que con buenos gestos sacaba dos o tres dólares de propina a los alemanes. Los españoles lo amaban. Le daban regalos, ropa, lo llevaban a cenar. A veces una sonrisa, algo de sexo oral y listo, doscientos convertibles a la bolsa en media hora. Su familia se fue a Miami en el 2005 y a los pocos meses dejaron de mandarle dinero. El nunca quiso dejar la isla porque, entre palmas y guaguas, encontró el amor en un músico de jazz.

–La cosa es el bloqueo, viejo –me dice Carlos, cuando me lleva al aeropuerto—Yo soy oceanógrafo. Pero el sexo me sacó del mar. Un científico al que le gusta singar, rápido se queda sin plata. No se puede mantener un laboratorio y varias mujeres al mismo tiempo. Con el taxi, sí.

–¿Y deja?

–¡Cómo no va a dejar, compay! Mírame, con el móvil, con la camisita y pagando una pensión de divorciado jajaja. Eso sí, mi negrita es una hija de changó, correosa y desconfiada. Con ella no se juega, si lo sabré. Pero, yo voy viajando con changó también.

Antes de irme de Cuba compré café, unos Criollos, y me trago una sensación de soledad, enojo, melancolía, abandono. Aterricé a las 22 horas en México. Al llegar a mi departamento, dejé las cosas en la entrada, fui a la cocina por agua y el piso estaba lleno de lodo. Había llovido por esos días en la ciudad y el agua se metió por debajo de la puerta, arrastrando fango y basura hasta la sala. No había nada para comer, las nubes negras tapaban el brillo de la luna y la noche estaba muy muy fría. - L. ALBERTO RODRÍGUEZ, 2017

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