Sheyla Delgado Guerra di Silvestrelli - Cubaliteraria Ediciones.- Acompasada la voz, serenos los gestos. Con la puntualidad de quien vive conectado a un cronómetro. La vida se le escapaba entre los timbres de bienvenida y adiós, entre el pupitre y el pizarrón.


Ha transcurrido la mayor parte de mi vida desde la última vez que la vi, pero las expresiones de Juana parece que me las calcaron muy adentro, a la izquierda del pecho. Juana es el nombre de esa mujer a quien no le recuerdo ahora hijos propios, pero sí unos cuantos que el tiempo adoptó en su nombre y a quienes ella les escudriñó el alma… sembrando, en mil rincones, retoños de saber.

Es difícil olvidarla, quizá por la esencia que escribiera Hendricks: “La enseñanza que deja huella no es la que se hace de cabeza a cabeza, sino de corazón a corazón”. Y mi maestra de preescolar —como los que hicieron cátedra en mis sentimientos luego, de año en año— se me tatuó en la memoria con tinta de la buena. Se me tatuó en las ganas de saber, de no callar la verdad, de no ceder ante lo nimio (aunque a veces lo nimio se postule como lo importante). A levantarme después del raspón en la rodilla y a no temer a las caídas, incluso cuando todas las caídas duelan.

Llenaba el pizarrón de figuras (algunas en su sentido muy figurado de maestra) y de perfecta caligrafía. Adoraba anticiparse, de vez en vez, para encender la curiosidad del más ensimismado. Porque le iba la vida en eso de sembrar ideas, en eso de ponerle luces a las figuras del pizarrón. Luces de conocimiento, cuando se desata la imaginación y cada niño (real o adulto) se descubre útil.

Ha llovido mucho desde el último aguacero (juntas) en la ventana de mi maestra. Y la nostalgia me toma de juguete, como quien estruja un papel. Porque extraño las historias que venían tras cada garabato esbozado… como si se sintiera Da Vinci o Michelangelo. Las esencias llegaban con las fabulaciones que desembocaban siempre en la urgencia de ser bueno.

Pero redescubro a Juana en los maestros que llegaron de la primaria a la universidad (todos con algo muy especial), en las maestras de mi hija, en el maestro de la hija de un desconocido, en maestros que aún no me han sido presentados. Porque, para suerte nuestra, todavía hay muchos educadores a quienes, por alguna razón de la vida, se les sigue quedando el alma prendida en el pizarrón.

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