Wilkie Delgado Correa.- Y la rebeldía del hombre se refleja en lo que expresara sobre la muerte un querido e ilustre amigo: “¡Cuánto daría por borrar del idioma una palabra tan terrible, sobre todo cuando se ha sentido de cerca su rostro!”


El abordaje de la vida y la muerte, en su unidad dialéctica, exige de múltiples enfoques que siempre resultarán difíciles de integrar, pero que, no obstante, son la única manera de acercarse a su totalidad esencial, siguiendo hilos visibles o invisibles, que servirán de trama a su estructura conceptual, en lo material y espiritual.

Existe una variada gama de ópticas y valoraciones presentes en la conciencia y el sentimiento de la humanidad.

Si se concibe la vida como manifestación vital y expresión natural y funcional del ser vivo, reflejado en los seres humanos, desde su misma génesis embrionaria hasta estadios etarios diversos, o sea, duración de la vida, surge indefectiblemente el concepto de muerte como interrupción, cesación o pérdida accidental y prematura o natural y longeva, de ese estado funcional concomitante con la condición de ser vivo. Se establece así, entre vida y muerte, una antítesis, en que una excluye a la otra.

Cuando se analizan los derechos humanos reconocidos, el derecho a la vida constituye el derecho esencial y partir del cual son posibles la realización y disfrute de los otros derechos. Este derecho significa duración y calidad de la vida, significa preservarla como lo más preciado del ser humano.

Si se parte de un enfoque cristiano, los milagros en que se resucitaron muertos por Cristo, tuvieron un impacto extraordinario en la propagación de la fe y la doctrina entre aquellas poblaciones que fueron testigos de aquellos hechos, y de los cuales daban testimonio. El triunfo de la vida era la manifestación indudable del poder de la divinidad ante los influjos aciagos de la muerte.

La significación de tales hechos ha continuado teniendo la misma importancia a todo lo largo de la historia posterior, aunque, sin embargo, como fruto del desarrollo de las ciencias y de los tiempos, el rescate de una o miles de vidas en una disputa heroica frente a la muerte, no tienen la misma connotación que esos hechos excepcionales del pasado bíblico.

Pero si nos atenemos a su real significado y a su dimensión humana, ¿qué significación tienen los resultados de cada día en que gracias a los recursos diversos disponibles en función de la vida, mueran menos niños al nacer, así como también que mueran menos niños en edades tempranas de la vida?

Un ejemplo ilustrativo en el mundo actual  es el hecho de que solo la cobertura de 80 o más porcentajes de inmunización de la infancia, ha significado la salvación de millones de jóvenes vidas y ha evitado la invalidez también de millones, a causa de una sola entidad: la poliomielitis.

¿Qué significación tiene, por el contrario, que a causa del abandono, la indiferencia e insensibilidad humanos, mueran prematuramente recién nacidos o en sus primeros años, miles y millones de niños que hubieran podido crecer, desarrollarse y multiplicarse de acuerdo con su condición y naturaleza humanas?

Sobre este asunto, los datos son escalofriantes y dantescos, a pesar de los esfuerzos de ls OMS, que recomienda la asistencia personal competente durante el embarazo y el parto, y atribuye en gran medida la muerte perinatal a la condición física y al estado alimentario de las madres, en los países que no garantizan tales condiciones.

Ante este cuadro de muerte real y muerte en vida, ¿cómo es posible que no se asuma con una fuerza imbatible el compromiso ético de hacer realidad lo que ya sería posible, si no imperara la insensibilidad y el egoísmo criminales tanto en países ricos como en pobres?

Estamos, pues, ante dos polos del problema esencial del derecho a la vida, como posibilidad real o no, gracias al milagro de la solidaridad humana o gracias al acto condenatorio del egoísmo humano, con su desenlace concomitante en el destino de los seres humanos.

En el mundo de hoy, más allá de resignaciones ante lo inevitable e imposible, la acción de todos es un compromiso con la vida del hombre y mujer y una lucha consecuente porque surja plena y se desarrolle con sus máximas posibilidades potenciales. Y no puede concebirse otro propósito que el de la defensa de la supervivencia humana frente a la mortalidad y el exterminio.

Es así como se reconocerá en forma consecuente el derecho a la vida como el más consustancial y significativo derecho humano, que para que alcance su real dimensión debe disfrutarse con otros derechos humanos como los de la salud, educación, alimentación, desarrollo, etc, que brindan las condiciones para el ejercicio de sus funciones y actividades en el seno de la sociedad. Es así como se concibe la aspiración más elevada del ser humano: el advenimiento de un mundo en que los seres humanos, liberados del temor y la miseria, disfruten de una vida digna y con el mayor grado de felicidad posible.

Ahora bien, cuando se concibe la vida como proceso biológico natural con nacimiento, desarrollo y muerte, ello implica un fenómeno o proceso dialéctico, en que se manifiesta la unidad y lucha de contrarios y en que finalmente la muerte niega a la vida.

Por lo tanto, ¿qué significa realmente el hecho de la muerte? ¿Solo significa la terminación del fenómeno biológico vital? ¿Qué significación tiene desde el punto de vista social, filosófico, religioso, etc.? Y surge ahí una nueva o vieja interrogante, que una vez encontrada la respuesta posible, no satisface necesariamente a todos los interlocutores. Emerge, por lo tanto, una posición determinada de cada ser humano ante la muerte, con una gran riqueza de significados y valoraciones íntimas.

Ante las diferentes posiciones posibles en el debate coyuntural, pienso que existe un elemento común. Se trata de una especie de reafirmación de la inmortalidad y de una actitud de inconformidad ante la ineluctable mortalidad del ser humano.

La esperanza o fe en otra vida eterna, más allá de la muerte terrenal, constituye una vertiente fundamental del pensamiento de millones de hombre en el devenir histórico, y eso determina una conducta en si mismos y en sus coetáneos. Eso determina trayectorias y destinos en el más allá, que sirven de compensación, según valores establecidos, a la real vida vivida por el ser humano. Por que reflejan una idea que expresara un hombre grande, como José Martí: “Tiene que haber otro mundo donde vayan los muertos”.

En la otra vertiente de este enfoque filosófico, se encuentran quienes miran a la muerte, con ojos descreídos, como fin de la única vida posible. Constituyen también una parte significativa del pensamiento de la humanidad y representan millones de seres humanos que son capaces de entregar generosamente sus vidas por una causa noble, aunque no esperan otra cosa que la negación del ser. En este caso, la muerte es verdadera e irreversible y solo significa muerte en lo individual sin la existencia de un más allá.

No obstante que desde el punto de vista individual, la muerte cobre estos significados diferentes, debe decirse que para los coetáneos, en el caso de todos, o para las generaciones posteriores, en el caso de las vidas trascendentes,  existe la prevalencia de un sentimiento de perpetuación de la vida de esos seres humanos, ese afán de mantenerlos vivos en la memoria más allá de muerte, esa tentativa de inmortalización. Esta constituye una manifestación dominante y no existe parte alguna de la humanidad que borre de sus conciencias y sentimientos, como acto de fe, a los seres humanos desaparecidos.

Por el contrario, se mantiene siempre latente en el ser humano ese culto por mantener vivos, de muchas formas, en forma humilde o grandiosa, según su valor, trascendencia y significación, a todas las personas fallecidas.

Con sus matices de diferencias, es así como se explica que Cristo esté vivo en el pensamiento y la acción de millones de creyentes. Y lo mismo ocurre con las divinidades de las distintas religiones o sectas por parte de los seguidores de éstas.

Es así como se explica que otros muchos personajes históricos, continúen vivos para sus pueblos, con un culto y una veneración distinta a la de dioses, pero igualmente con trascendencia en el pensamiento y la acción de millones de hombres.

Ahora bien, cuando se trata del ser humano común, ese habitante mayoritario de la tierra, también se manifiesta esa inconformidad natural en sus familiares y conocidos, que se manifiesta en el recuerdo, en la transmisión oral o escrita, y en la representación gráfica o monumentaria, del ser vivo que fue, con sus virtudes y defectos. En general, tampoco se le abandona a su suerte de muerto o desaparecido que no dejó huella alguna.

Por eso afirmo que hay en los seres humanos un deseo consciente o inconsciente de inmortalizar de alguna manera, tenue o indeleblemente, a los seres vivos después de muertos.

En conclusión, vida y muerte andan de las manos como parte de la naturaleza humana. La lucha tenaz del ser humano por la vida, además de imperativo biológico, es expresión de su vocación y voluntad para el ejercicio de una convivencia solidaria y con el afán de mantener su supervivencia. La vida es su derecho más preciado, pero para que alcance su real dimensión humana, requiere del disfrute de otros derechos fundamentales

En el hombre existe un sentimiento y una actitud de inmortalización, más allá de la muerte, que se expresa con formas y matices diversos. Es un real culto a los vivos, que toma la forma de culto a los muertos. Y la rebeldía del hombre se refleja en lo  que expresara sobre la muerte un querido e ilustre amigo: “¡Cuánto daría por borrar del idioma una palabra tan terrible, sobre todo cuando se ha sentido de cerca su rostro!”

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