Jesús Arboleya Cervera - Progreso Semanal.- Ha sido visto con asombro el asalto al Capitolio de Estados Unidos. Turbas de extrema derecha, que se auto definen como “patriotas”, alentadas por el propio presidente Donald Trump, profanaron uno de los templos paradigmáticos de la democracia norteamericana. “Será una demostración salvaje”, había advertido Trump, y efectivamente así fue.


Ante tales imágenes, la primera interrogante que viene a la mente es lo que hubiera pasado si, gracias a una eventual victoria trumpista, esta gente hubiese aumentado aún más su peso específico en el panorama político norteamericano. La segunda, es si la derrota en las elecciones elimina este peligro de cara al futuro.

En las pasadas elecciones Trump obtuvo más de 70 millones de votos. Después de su contrincante, Joe Biden, fue el segundo candidato más votado en la historia de Estados Unidos. Diversos factores influyeron en este resultado, por lo que sería exagerado afirmar que tal cifra coincide con la corriente más violenta que se expresó en la toma del Capitolio. Sin embargo, no es un dato de menor importancia, que una encuesta de la firma inglesa YouGov, realizada no más finalizado el acontecimiento, indicaba que el 42% de los republicanos respaldaba “por completo o de alguna manera” el asalto.

Está bastante claro que las condiciones que generaron el fenómeno Trump, siguen presentes en la sociedad norteamericana.  Por lo que, con o sin su liderazgo personal, continuarán influyendo de manera decisiva en la vida política norteamericana. Es el resultado del descrédito del cuerpo político que gobierna el país, de la falta de confianza en el sistema electoral y de las enormes desigualdades creadas por una economía en decadencia, incapaz de satisfacer las expectativas históricas del llamado “sueño americano”, base de un consenso social que se ha sustentado en las aspiraciones de la llamada clase media blanca norteamericana.

La gente que irrumpió en el Capitolio se consideran víctimas del sistema y de cierta forma lo son, aunque hayan equivocado causa, método y liderazgo. Son los nuevos desplazados por las condiciones que impone la globalización neoliberal del capitalismo, incluso en Estados Unidos, y por las consecuencias del deterioro relativo de la hegemonía norteamericana en el mundo.

No por gusto, una de las primeras medidas de Joe Biden, fue crear un consejo asesor sobre asuntos internos, paradójicamente bajo la dirección de la renombrada Susan Rice, una experta en política exterior, encargado de garantizar que la política exterior tribute de manera efectiva al mejoramiento económico de la clase media estadounidense. Dicho con otras palabras y quizás aplicado con otros métodos, constituye una doctrina que no se distancia mucho del énfasis proteccionista enarbolado por Trump durante su mandato, lo que augura las dificultades que tendrá Biden para proyectar una política multirateralista, como ha anunciado, y mejorar la relación con los aliados, que ahora lo reciben con banda de música.     

Cualquiera sea la forma en que se manifieste en el futuro, lo ocurrido entraña una importante división de los republicanos y una limitante para competir con los demócratas en el plano electoral, aunque esto no signifique una atenuación de la polarización existente y que los conservadores hayan perdido su capacidad para recuperarse del descalabro trumpista. En definitiva, la agenda de la extrema derecha norteamericana ha quedado incólume, con un respaldo social que ha tendido al crecimiento, por lo que, con seguridad, no faltarán grupos de poder y políticos que continuarán asumiéndola como su plataforma. 

Las huestes más violentas de la extrema derecha ya probaron la sangre, por lo que es de esperar nuevos ataques a la institucionalidad norteamericana. Armados hasta los dientes, hace años el FBI los considera la peor amenaza doméstica del país. Biden acaba de denominarlos como “terrorismo interno”, lo que puede entrañar consecuencias legales de envergadura, pero está por verse si el sistema muestra una real voluntad política para reprimirlos, algo que siempre ha estado limitado por el racismo y el control político del resto de la sociedad.

Habiendo obtenido el control de ambas cámaras del Congreso, los demócratas están en buenas condiciones para aprovechar la ventaja obtenida en estas elecciones. Por lo pronto, no tendrán obstáculos procesales para organizar el gobierno y poner en marcha sus principales políticas. Sin embargo, ello no implica que no tengan que enfrentar sus propias contradicciones internas, de hecho, más profundas y abarcadoras que las de los republicanos.

El principal factor de unidad de los demócratas en estas elecciones fue Donald Trump. Es de esperar entonces que pronto saldrán a flote las divisiones resultantes no solo de problemáticas generacionales, raciales o de género, sino también ideológicas y clasistas. Igual que Trump fue el catalizador de un movimiento antisistema desde la derecha, Bernie Sanders y otros políticos progresistas demócratas lo han sido desde la izquierda, con un impacto tremendo en la articulación del consenso dentro de ese partido.

Aunque distorsionado y exagerado por la derecha, no es inadecuado reconocer que una corriente socialista, entendida como una especie de socialdemocracia, bastante ajena a la tradición política norteamericana, estuvo presente en las elecciones y abarca a importantes sectores demócratas, especialmente dentro de la juventud. Satisfacer los reclamos de esta tendencia, decisiva en las aspiraciones electorales demócratas, constituye un problema mayor para el establishment tradicional de ese partido y un reto para el gobierno de Joe Biden.

El asalto al Capitolio fue la última de las agresiones de Donald Trump a las tradiciones que sustentan el imaginario político estadounidense, pero los perpetradores, con todo lo estrambóticos que lucen, no fueron marcianos, sino representativos de sectores presentes a todo lo largo de la historia norteamericana. En esta ocasión, la insatisfacción y la ira explotó por los supremacistas blancos, pero podía haber tenido otro color y otros sus reclamos, en cuyo caso, con seguridad, los muertos hubieran sido más de cinco. 

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