Wilkie Delgado Correa* - Cubainformación.- “¿Temblar porque me han vencido aquellos a quienes hubiera yo querido vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y batallo ahora con morir, para crear un mundo justo”


Cada año llega el 1o  de Mayo con su simbolismo omnipresente. A pesar de las arremetidas de los capitalistas con su denominador común de la expropiación de las riquezas colectivas, la explotación rampante o disimulada de las mayorías, la predominancia hasta ahora de los estados capitalistas con sus diversos matices desde los reinados hasta las consabidas democracias representativas, está ahí, parte dialéctica de un dipolo socio-político en confrontación histórica, la clase de los trabajadores, con sus luchas en permanente altibajos, afirmada en las ciudades y campos, y formando las riquezas y el patrimonio imperecedero de todas las sociedades.

Resultan visionarias y paradigmáticas para cualquier nación la frase de José Martí, de que “a la felicidad del obrero se va por la felicidad de la patria, y al obrero feliz se va por la patria feliz”. Si es así para cualquier país, la expresión puede extrapolarse también al mundo, ya cansado de tanta esclavitud ostentosa o disimulada practicada contra la inmensa mayoría de los habitantes.

Incluso en las circunstancias actuales de la pandemia de la Covid-19, desafiando las condiciones adversas en lo económico y sanitario, llegan las noticias de las protestas y huelgas de los trabajadores para manifestar sus reivindicaciones diversas frente a intereses empresariales o gubernamentales, representando a los sectores mayoritarios de los pueblos. Ganen o pierdan en esas manifestaciones legítimas de lucha, los trabajadores están presentes como factores de cambios que un día – sí, un día posible finalmente – pueden llegar a triunfar aunque hoy pueda parecer imposible. Al respecto vale la pena recordar esta frase de Fidel: “No creían algunos que la Revolución fuera posible, que las victoria fuera posible; pero la Revolución fue posible y la victoria fue posible”. 

Seguramente en esta ocasión del 2021, la efeméride del Día Internacional de los trabajadores, tendrá una celebración ajustada a la realidad pandémica que viven los países, en que diariamente las campanas doblan luctuosas por las víctimas de la enfermedad. Pero una vez más es preciso reiterar el recuerdo de los hechos que hoy deben permanecer en la memoria de los hombres y los pueblos.

Se conoce que en la mayor parte del mundo donde se conmemora esta efeméride, los trabajadores marchan esgrimiendo sus banderas y gritan con voces y pancartas sus reivindicaciones sociales y políticas, esas que han sido desoídas y preteridas en sus respectivas sociedades, en actos que recuerdan en espíritu a aquellos mártires de Chicago que fueron inmolados por la injusticia norteamericana, acusados y condenados a la pena capital por un crimen que no cometieron, y en cuyo honor y vindicación de acordó conmemorar en 1890 esta fecha representativa de las luchas obreras, por el Congreso Obrero Socialista de la Segunda Internacional, celebrado en París en 1889. Curiosamente, en los Estados Unidos no se celebra oficialmente esta conmemoración.

Estos sindicalistas anarquistas fueron ejecutados en Estados Unidos por su participación en las jornadas de lucha por la consecución de la jornada laboral de ocho horas, que tuvieron su origen en la huelga iniciada el 1 de mayo de 1886 y su punto álgido tres días más tarde, el 4 de mayo, en la Revuelta de Haymarket. En la actualidad es una fiesta reivindicativa de los derechos de los trabajadores en sentido general, y se celebra en la mayoría de los países.

Una de las reivindicaciones básicas de los trabajadores era la jornada de 8 horas, y hacer valer la máxima: «ocho horas para el trabajo, ocho horas para el sueño y ocho horas para la casa».

La Federación Estadounidense del Trabajo, inicialmente socialista, había resuelto, en su cuarto congreso, realizado el 17 de octubre de 1884, que desde el 1 de mayo de 1886 la duración legal de la jornada de trabajo debería ser de ocho horas, yéndose a la huelga si no se obtenía esta reivindicación y recomendándose a todas las uniones sindicales que tratasen de hacer promulgar leyes en ese sentido en sus jurisdicciones. Esta resolución despertó el interés de las organizaciones, que veían la posibilidad de obtener mayor cantidad de puestos de trabajo con la jornada de ocho horas.

El 1° de mayo de 1886, 200.000 trabajadores iniciaron la huelga mientras que otros 200.000 obtenían esa conquista con la simple amenaza de paro.

Desde aquel acontecimiento ocurrido el 1 de mayo de 1886, que terminó siendo aciago durante los días 2, 3 y 4, pocas cosas esenciales han cambiado en los países sometidos al capitalismo salvaje. Si la huelga fue el instrumento esgrimido por los trabajadores norteamericanos y los mártires de Chicago, con un saldo de muerte para sus protagonistas, aún hoy las noticias jalonan los derroteros de la clase obrera en procura de justicia y equidad.

Como expresara José Martí el 15 de abril de 1887 “no es esta o aquella huelga particular lo que importa, sino la condición social que a todas las engendra”; “menos huelgas habría o durarían menos, si los que las provocan por su injusticia no agravaran las razones de ellas con sus aires altivos, o con alardes de fuerza que enconan la herida de los que ya están cansados de ver ejercitada sobre ellos la fuerza ajena, y entran en el conocimiento y voluntad de su propia fuerza”; y “las huelgas son justas cuando se apoyan en un derecho claro” y es un “sistema justo…salvador y necesario cuando se usa para rechazar exageradas exigencias de los capitalistas”.

Martí, cronista esclarecido de aquel acontecimiento, en su artículo “Un drama terrible”, reflejó los verdaderos móviles de la infausta decisión de los tribunales al condenar a la pena capital a cinco inocentes, acusados de provocar la explosión de una bomba que causó la muerte de varias personas, entre ellas siete policías, y de cuya participación nunca se obtuvieron pruebas determinantes. Fue un largo proceso judicial. “Treinta y seis días tardó el jurado en formarse”, según relató Martí. “Novecientos ochenta y un jurado hubo que examinar para reunir doce. Reunidos al fin, siguió por todo un mes la sombría vista”. Al final se produjo el veredicto de culpables y la condena de pena capital.

Y era que los Estados Unidos de su época, según Martí, “por el culto desmedido a la riqueza, ha caído, sin ninguna de las trabas de la tradición, en la desigualdad, injusticia y violencia de los países monárquicos”. “De una apacible aldea pasmosa se convirtió la república en una monarquía disimulada”. Por eso entendía la reacción desesperada de las clases pobres: “¿Quién que sufre de los males humanos, por muy enfrenada que tenga la razón, no siente que se le inflama y extravía cuando ve de cerca, como si le abofeteasen, como si lo cubriesen de lodo, como si le manchasen de sangre las manos, una de esas miserias sociales que bien pueden mantener en estado de constante locura a los que ven podrirse en ellas a sus hijos y a sus mujeres?”

Por eso pensaba que “…para medir todo lo profundo de la desesperación del hombre, es necesario ver si el espanto que suele en calma preparar supera a aquel contra el que, con furor de siglos, se levanta indignado…” “El obrero, que es hombre y aspira, resiste, con la sabiduría de la naturaleza, la idea de un mundo donde queda aniquilado el hombre…” “¡Quien quiera saber si lo que pedían era justo, venga aquí; véalos volver, como bueyes tundidos, a sus moradas inmundas, ya negra la noche; véalos venir de sus tugurios distantes, tiritando los hombres, despeinadas y lívidas las mujeres, cuando aún no ha cesado de reposar el mismo sol!”

Ante la realidad norteamericana de aquella época, Martí advertía: “Los pueblos, como los médicos, han de preferir prever la enfermedad, o curarla en sus raíces, a dejar que florezca en toda su pujanza, para combatir el mal desenvuelto por su propia culpa, con métodos sangrientos y desesperados”.

Para mayor elocuencia en el relato, Martí se hace eco de las palabras de uno de los condenados, Engel, antes de morir: “¿Temblar porque me han vencido aquellos a quienes hubiera yo querido vencer? Este mundo no me parece justo; y yo he batallado, y batallo ahora con morir, para crear un mundo justo. ¿Qué me importa que mi muerte sea un asesinato judicial? ¿Cabe en un hombre que ha abrazado una causa tan gloriosa como la nuestra desear vivir cuando puede morir por ella?”

Así ocurrieron aquellos sucesos de Chicago y se selló la suerte de aquellos mártires cuyos cortejos fúnebres, en su día, fueron acompañados por más de doscientos mil personas, incluyendo compañeros y partidarios cercanos. Fueron acusados el 21 de junio de 1886 y fueron ahorcados el 11 de noviembre de 1886. Ellos fueron, para bien de la memoria colectiva de la clase obrera y de los pueblos,: Georg Engel, alemán, 50 años, tipógrafo; Adolf Fischer, alemán, 30 años, periodista;, Albert Parsons, estadounidense, 39 años, periodista, se entregó para estar con sus compañeros y fue juzgado igualmente; Hessois Auguste Spies, alemán, 31 años, periodista; Louis Linng, alemán, 22 años, carpintero. Este último para no ser ejecutado, se suicidó en su propia celda.

Los tres acusados restantes en la causa fueron condenados a prisión, y luego liberados, tras reconocerse, ocho años después, la inocencia de los ocho sindicalistas encartados, incluyendo los cinco ejecutados.

Retomando el origen primigenio de las luchas obreras y las represiones, que se han sucedido desde siglos hasta nuestros días, cabe afirmar que para la reflexión profunda de Martí quedaba claro que el egoísmo era el sustrato de los males sociales que inquietaban y alborotaban a los trabajadores, y éste prosigue siéndolo en la época contemporánea. Es que la riqueza desmedida engendra “ese culto general a la riqueza, pagado por todos, trae a todos ofuscados. El hombre cree, en engaño, que su principal, si no su único objeto en la tierra, es acumular una fortuna. Y le parece que toda otra dedicación que no sea la egoísta es una mala acción, muy censurable”.

Esa es la filosofía que impregna y emponzoña el alma de los ciudadanos en el capitalismo, que flota como una herencia perniciosa e irradia hacia todas partes; y es que, como expresara el Maestro, “las riquezas injustas; las riquezas que se arman contra la libertad, y la corrompen; las riquezas que excitan la ira de los necesitados, de los defraudados, vienen siempre del goce de un privilegio sobre las propiedades naturales, sobre los elementos, sobre el agua y la tierra, que sólo pueden pertenecer, a modo de depósito, al que saque mayor provecho de ellos para bienestar común. Con el trabajo honrado jamás se acumulan esas fortunas insolentes”.

Y es que las sociedades presididas por el gran capital, a pesar de su evolución de siglos y sus variantes alcanzadas y desarrolladas hasta la actualidad, son en esencia autoritarias y antidemocráticas, aunque se vistan de seda, pues como expresara Martí visionariamente “…sociedad autoritaria es, por supuesto, aquella basada en el concepto, sincero o fingido, de la desigualdad humana, en la que se exige el cumplimiento de los deberes sociales a aquellos a quienes se niegan los derechos, en beneficio principal del poder y placer de los que se los niegan: mero resto del estado bárbaro”.

Y Martí, oteando el horizonte desde su atalaya en el siglo XIX, barruntaba que “…se viene encima, amasado por los trabajadores, un universo nuevo”, pues analizaba que “...cada hecho de que un trabajador sufre es consecuencia ordenada de un sistema que lo maltrata por igual a todos y que es traición de una parte de ellos negarse a cooperar a la obra pujante e idéntica de todos”.

Por eso, pudo evaluar, tal vez con un atisbo luminoso adelantado, que “Karl Marx estudió los modos de asentar al mundo sobre nuevas bases, y despertó a los dormidos, y les enseñó el modo de echar a tierra los puntales rotos…”. Ante su muerte, expresó con rotundez admirable: “Como se puso del lado de los débiles, merece honor”.

Por todas las razones apuntadas, cuando los noticieros de todo el mundo reflejen las noticias, si lo hicieran con objetividad y honestidad, de las conmemoraciones de este primero de mayo, distintas a causa de la pandemia, en los países del mundo, se podrá comprobar hasta dónde se ha avanzado en la satisfacción de las clases trabajadoras en dichas sociedades, cuáles son sus reclamos y reivindicaciones más sensibles y urgentes, tanto nacionales como universales, y, por supuesto, cuál es la comunión de intereses con sus gobernantes.

En Cuba, la nación hoy más calumniada del mundo por la prensa y los personajes más cavernarios del planeta, ya verán cómo son las cosas realmente, y se podrá constatar que los festejos por el Día Internacional de los Trabajadores se corresponden con el carácter socialista de la revolución y la sociedad que se proclamó el 16 de abril de 1961, precisamente un día antes de que los Estados Unidos, con su invasión mercenaria por Girón, quisiera destruirla con plomo y fuego.

Así que después de 62 años del triunfo en Cuba de la revolución de los humildes, por los humildes y para los humildes, nadie se extrañe que los cubanos celebremos esta fecha con la misma convicción que tuviera José Martí, nuestro Héroe Nacional, cuando escribiera en carta a un coetáneo que “el obrero no es un ser inferior, ni se ha de tender a tenerlo en corrales y gobernarlo con la pica, sino en abrirle, de hermano a hermano, las consideraciones y derechos que aseguran en los pueblos la paz y la felicidad”, y que, años después, en su cuaderno de apuntes escribiera lo que forma parte de la esencia de una nación: “A la felicidad del obrero se va por la felicidad de la patria; al obrero feliz se va por la patria feliz”

 

*Doctor en Ciencias Médicas, Doctor Honoris Causa, Profesor Titular, Consultante y Profesor de Mérito de la Universidad de Ciencias Médicas de Santiago de Cuba.

 

 

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