Andrés Marí - Cubainformación / Fundació Vivint.- El triunfo revolucionario cubano de 1959, el mismo que nació y fue acunado, cantado y abrazado por la inmensa mayoría de todos los cubanos, inició su crecimiento con los pies muy grandes. Como si no pudiera calzar zapatos adecuados, los probó todos y la fiesta se hizo tan innombrable que algunos sonrieron y otros lloraron. En los calores de Agosto y en los fríos febreros comenzó a padecer una rara dolencia.
Nanas bellas, otras no tanto, y algunas muy feas acunaban al pequeñuelo. ¿Qué podíamos hacer? El triunfo ya se repartía entre los más lastimados del planeta. Hombres y mujeres, jóvenes y viejos, médicos y maestros. El alba y el crepúsculo se juntaron. Avanzar de día o de noche con una estrella fue una canción.
Ciertos cantores quisieron ver el mundo y ciertos cantores hablaron demás. Ayay, mi triunfo querido, tan amado, ayay, fue mucho más de unos y mucho menos de otros. Los pies enormes se fueron haciendo pequeños según se acercaban los otoños. Las primaveras volaban con zapatos nuevos. Pero las caldosas siempre aparecieron. Y con ellas, los recuerdos.
La infancia fue brillante, la juventud se empinaba como fuera. Y en cierta edad, todos vimos la llegada de las nieblas. ¿Nos rendimos? ¡Atrás ni para coger impulso! El triunfo es el triunfo y nunca debe ser otra cosa, pero… Ya iba descalzo y algo desnudo. ¿Quiénes atizaron los fuegos para dañarlo? Solo responden la furia de los años y los temblores del alma.
¿Y nosotros, qué? Que los historiadores del futuro hagan los cuentos de antier y de ayer. Hoy, en plena madrugada, multiplicamos arrullos y canciones para todo lo que nos une. Es la fiesta del amanecer y solo en los abrazos emerge la belleza del triunfo. Volvemos y seguimos en la estrella con la que el mundo nos vio de pie para cuidarnos.