Luis A. Montero Cabrera - Cubadebate


Independientemente de las acepciones populares del concepto de energía, su definición se podría expresar como la capacidad de cambios diversos de la materia, conocida como “trabajo”. Se intercambia energía igualmente cuando se mueve un automóvil, se prepara café, se lanza una pelota de béisbol o se escribe una poesía. Cuando se usa para bombear y llenar un tanque elevado de agua se almacena tanto el agua como la propia energía que más tarde permite que fluya libremente a un grifo situado más abajo.

El sol es la principal fuente de energía que poseemos los humanos en la tierra. Nos la suministra en forma de radiaciones que llamamos luz cuando podemos verla con nuestros ojos, pero que nos llegan también con otros “colores” invisibles. Una buena parte de esas radiaciones se emplea aumentando la sensación de calor al tacto de todo lo que la recibe. Eso lo hemos racionalizado inventando el concepto de temperatura, con diversas escalas de gradación. Cuando se recibe ese tipo de radiación los cuerpos la adquieren para aumentar su temperatura y a eso lo asociamos con la absorción de otra magnitud inventada: el calor.

En la adquisición de calor, o calentamiento, de los cuerpos en la superficie de la tierra están incluidas nuestras construcciones. En Cuba nos ocurre que gozamos de una excelente irradiación solar subtropical durante todo el año. Una de sus consecuencias es la de que todas nuestras edificaciones hechas con materiales rocosos son también almacenes de calor solar, igual que los tanques elevados lo hacen con el agua. Si fueran de madera o paja almacenarían menos y trasmitirían muy poco y si fueran de metal ligero casi no la almacenarían, pero la trasmitirían casi toda. Esto lo saben muy bien los que habitan casas de madera y los que tienen techos de planchas metálicas.

Los aborígenes que se establecieron en nuestro archipiélago antes de la llegada de los europeos usaron adecuadamente las plantas disponibles para construir sus habitáculos cuando no vivían en las abundantes cuevas cársicas que encontraron. Esos materiales de construcción garantizaban protección contra el calor que proporciona la radiación solar directa con paredes y techos que no lo almacenaban demasiado y les permitía gozar de las buenas temperaturas ambientales que rara vez sobrepasaban los 33 grados a la sombra. Nuestro ambiente natural es suficiente para refrescar los cuerpos humanos que están naturalmente más calientes si el aire que está cerca de nuestra piel se recambia rápidamente. Por eso los ventiladores y el viento natural bajo un árbol nos son tan útiles y refrescantes. Los requerimientos de bienestar ambiental en las viviendas de los aborígenes al nivel de vida de entonces estaban satisfechos. Ciertamente, estaban sometidos a las plagas y enfermedades asociadas costando años de expectativa de vida que hoy disfrutamos gracias a las modernas tecnologías.

La europeización de los habitáculos humanos en Cuba conllevó un avance importante que también fue adaptativo. Las primeras construcciones se identifican como muy parecidas a las de Andalucía, donde el ambiente es continental y templado, modificado un tanto por el Mediterráneo, pero cuya temperatura promedio es inferior a la del Caribe y el Golfo de México. Más tarde se fueron adaptando y aparecieron altos puntales en construcciones de gruesas paredes exteriores y techos que alternaban la teja de barro peninsular con soportes de madera, muy por encima de las cabezas de las personas que habitaban el lugar. Además, esos techos, que generalmente se hacían a dos aguas, no solían tener buhardillas sino que se permitía que el aire circulara en lo alto. De esta forma se lograban ambientes agradables al nivel del piso pues se gozaba de nuestra temperatura a la sombra y el aire caliente siempre estaba muy arriba, cerca del techo, intercambiándose y refrescando el ambiente interior.

La modernidad nos trajo muchas ventajas. Ya en el siglo XX se empezó a construir con materiales sólidos que permiten durabilidad, lo que era precario en el trópico cuando los techos eran de madera. Se hacen construcciones que cuestan menos, sin puntales tan altos, porque muchas más personas habitan nuestro suelo y el techo es un requisito de vida. Pero esto hace que el aire calentado de las habitaciones no tenga espacio por encima de las cabezas para escapar. La precaria circulación de aire en cualquier habitáculo relativamente cerrado hace además que el calor del sol en las pareces y el techo, además de las fuentes de calor que son nuestros propios cuerpos y los equipos electrodomésticos, hagan que las temperaturas ambientales interiores lleguen a ser insoportables y hasta superiores a las de los cuerpos humanos.

Como se renuncia a las formas anteriores de puntales altos e intercambio de aire para evitar que el calentamiento ambiental nos afecte, es preciso entonces recurrir a procedimientos artificiales para lograr bienestar, sobre todo en nuestro verano. Las formas tecnológicas de enfriar el aire, o quitarle calor, requieren el consumo de energía.

A estas alturas se hace evidente una contradicción particularmente sensible en nuestro clima y para los cubanos en nuestras edificaciones y condiciones económicas actuales, donde el apagón es una amenaza latente. El potente sol con su energía radiante le proporciona durante todo el día calor a nuestras construcciones. Las paredes y los techos se calientan y también el aire de las habitaciones. Ocurre incluso que por la noche, cuando ya el sol no calienta, la temperatura en las habitaciones es más alta que en el exterior. Todo el calor que se almacenó durante el día es naturalmente devuelto al ambiente cuando la temperatura del aire a la sombra disminuye por ausencia de sol. Usamos entonces la energía eléctrica que proviene de fuentes no renovables en su inmensa mayoría para eliminar el calor que el sol nos regaló, desperdiciándolo.

La conclusión lógica es que el bienestar y la eficiencia solo se alcanzan combinando dos factores: reduciendo la incidencia de sol sobre los techos y paredes y usando la energía que nos proporciona para enfriar el aire.

Parece que un metro cuadrado de paneles fotovoltáicos puede generar unos 150 Wh de energía eléctrica, y hasta bastante más. Supongamos que de los cerca de 4 000 000 de viviendas que hay en Cuba, la mitad tiene un techo expuesto al sol. En ese caso, 2 metros cuadrados de paneles solares en cada una de ellas podría producir un total de 600 MWh durante todo el día. Esta cifra puede multiplicarse, pues los paneles pueden ser más eficientes, mayores y ponerse también en edificaciones para otros propósitos. Su vida útil puede llegar a los 30 años.

Pueden sacarse las cuentas que se desee. También pueden adicionarse los costos y duración de las baterías que garantizan que esa energía se pueda usar durante la noche. ¿Cómo compararlo con el bienestar, y la eventual productividad, que produce una climatización adecuada? ¿Y con el gasto de energía de combustibles fósiles que emiten gases de efecto invernadero? ¿Y con las precariedades de importar combustible en nuestro país? ¿Y con los apagones veraniegos?

Las respuestas a estas y muchas más interrogantes, y sus conclusiones, seguramente que nos conducen a la necesidad de cambiar nuestras matrices energéticas. Deberían ser sistémicas para el propósito principal del socialismo, que es el bienestar de las personas. Los límites que impone el bloqueo omnipresente y también las actuales estructuras económicas, financieras, comerciales, empresariales y ministeriales que se mantienen aún, muchas de ellas rígidas y artificiales, conspiran contra la dinámica de una verdadera revolución energética, que debería trascenderlos.

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