Ponencia presentada en el Coloquio Internacional “Identidades culturales y presencia latina en los Estados Unidos”, que se ha celebrado en la Casa los días 13 y 14 de julio

Sonia Rivera-Valdés - La Ventana.- Cuando Mirtha Quintanales me propuso participar con ella e Yvette Louis en un panel sobre el viaje, en este coloquio, mi reacción fue no hacerlo, puesto que necesitaba concentrar el poco tiempo con que contaba antes de este evento en preparar mi presentación para el panel de Latino Artists Round Table, con el que ya estaba comprometida.


Pero después de colgar el teléfono vi la cara de Silvia Gil sentada en el público, en este mismo lugar el pasado mes de enero, cuando al mencionar yo que muchas cubanas y cubanos que emigran a los EE.UU., a su llegada dan explicaciones de índole personal para haberse ido, explicaciones que van desde haberse enamorado de alguien que vive allá, hasta que el día a día era muy difícil, en términos materiales.

Estas son razones comunes entre los inmigrantes latinoamericanos y caribeños, pero según va pasando el tiempo un gran número de los cubanos va poniendo el peso de su decisión en el irredimible proceso revolucionario, del que cada día se expresan con mayor animadversión, y no es raro que este creciente resentimiento vaya acompañado de una, también creciente, nostalgia por la música, la comida y el paisaje cubano.

Y Silvia Gil me preguntó por qué yo pensaba que ocurría esta transformación. Pueden darse numerosas explicaciones, pero de verdad yo no lo entiendo, contesté entonces, y digo ahora, sobre todo porque gran parte de las historias que yo conozco directamente proclaman como proveniente de su memoria lo que proviene de su imaginación. Pero si no puedo entender cómo piensan los otros, sí decidí hace muchos años tratar de entender mis verdaderos motivos para haber dejado Cuba y mi proceso de revaluación de la salida y de la Revolución.

Y después de haber aceptado sentarme aquí y hablar, me pregunté por qué me estaba metiendo en este rollo si sé que para mí es imposible reducir a 15 minutos cualquier punto que quiera explicar sobre mis sentimientos y mi posición hacia Cuba. Hasta en las clases que enseño me sucede, sí sé que es como mencionarle al Quijote los libros de caballería. Pero si de algo me precio es de cumplida, y aquí estoy, dispuesta a que me manden a callar a los 18 minutos de haber comenzado.

He escrito varios ensayos cuyo tema es directamente este proceso, pero además el mismo aparece de manera implícita en un gran número de los relatos que he escrito, el primero de ellos un cuento titulado “El beso de la patria”, que escribí al regresar a Nueva York después de mi primer viaje a Cuba. El cuento habla de cómo a una niña de diez años, con el expediente académico más alto de la escuela a que asiste, en la playa de Santa Fe, no le permiten llevar el estandarte del plantel en la parada del 28 de enero por no tener zapatos negros. Se desarrolla en el año 1947.

Ese cuento ?muy divulgado en los EE.UU. y muy enseñado en universidades y escuelas secundarias? nadie lo ha estudiado en su aspecto socio-político, pero mi propósito fue denunciar una situación terriblemente injusta, típica de la época en que se desarrolla la historia, y lo escribí como una respuesta a las alabanzas que escuchaba, con demasiada frecuencia, a la vida en este país antes de 1959.

Lo que ustedes van a escuchar aquí es una especie de collage montado con fragmentos de los ensayos que he escrito, y algunos comentarios sobre experiencias de vida que me marcaron de manera fundamental.

Escribí el primer ensayo sobre Cuba entre 1984 y 1985 y se publicó en Esta puente mi espalda, editado por Cherrie Moraga y Ana Castillo, en 1988. A fines de 1992, los editores de Bridges to Cuba/Puentes a Cuba me pidieron un ensayo sobre Cuba y mi posición, en aquellos difíciles momentos para este país. Lo escribí y titulé “Veintisiete años después de la partida”. No lo aceptaron y en su lugar publicaron un relato que había enviado como algo secundario, “La noche de la abuela”, que ha sido analizado como un alegato contra la ruptura de la familia, provocada por la Revolución, algo lejos de mis intenciones al escribirlo. Lo que digo ahí hubiera podido decirlo una emigrante de cualquier país, incluso mi propia abuela, sobre su abuela, que está enterrada en Islas Canarias.

(1988) Llegué a los EE.UU. el 27 de abril de 1966. Tenía 28 años, iba a cumplir 29 en agosto. Iba dispuesta a comenzar una nueva vida para mí y para mi familia. Quería olvidarme de la política, educar a mis hijos en un ambiente en el que no tuvieran que hacer trabajo voluntario los domingos. Tenía la esperanza de que mi marido sería menos celoso en aquel país y de que yo conseguiría un trabajo que me gustara. Quería estudiar, aprender inglés, aprender a manejar y tener mi propio carro. Quería tener una casa cómoda donde no sintiera el miedo constante de que en cualquier momento podría ser bombardeada, como me sucedía en Cuba desde 1959, sobre todo durante los días de la Crisis de octubre en que era como si hubiera estado metida en la piel del personaje de Memorias del subdesarrollo y me preguntaba “¿Por qué nos hemos tenido que meter en esto?”. Quería vivir tranquila, realizarme como ser humano. Sentía la necesidad de hacer algo diferente de lo que había hecho hasta aquel momento. No sabía bien qué hacer ni cómo hacerlo, pero ya se me ocurriría allí donde, con todo lo malo que se dijera en Cuba, había tantas oportunidades.

(1993) En aquellos primeros años era fácil responder por qué te fuiste de Cuba. “Fidel y el comunismo”, males absolutos cuya sola mención explicaba todo, motivo del exilio de todos los cubanos. Razón justificadora de unos privilegios en aquel país de los que carecían el resto de los inmigrantes latinoamericanos y caribeños.

(1988) Muy pronto muchas de las ilusiones con que llegué fueron desvaneciéndose, una a una. La primera fue la que, probablemente, con mayor vehemencia había ambicionado antes de ir: olvidarme de la política y de los problemas sociales. Tuve que enfrentarme con la realidad de que no era solamente en los titulares de primera página de los periódicos cubanos en los que aparecía a diario la Guerra de Viet Nam, y de que la violencia que tenían la discriminación y el racismo en los EE.UU. no era una mera invención creada como propaganda antiimperialista.

(Comentario) En Nueva York fuimos a vivir a Astoria, un barrio de Queens habitado por quienes yo pensaba eran italianos y en realidad eran griegos. En uno de los apartamentos de aquel enorme complejo de edificios conocimos a otra familia cubana, mulata, recién llegada también, cuyo niño, Robertico, tenía la edad de mis hijos y era su único amigo y ellos los únicos amigos de él, por razones de idioma. Debo haberlos conocido porque la tía del niño trabajaba en la misma fábrica que yo. Por las mañanas yo pasaba por su apartamento e íbamos juntas a trabajar.

Una mañana de invierno, pocos meses después de llegar, al estar frente a su puerta, pintada de verde oscuro, como todas las del complejo, la encontré decorada, incluyendo el marco, con letreros puestos con un cuño gomígrafo blanco, que decían, “White Power”. Atónita, leí los letreros, uno a uno aunque todos decían lo mismo y me dije: pues resulta que es verdad, no era propaganda comunista, y no me atrevía a tocar a la puerta por la pena que me daba cómo iba a sentirse mi amiga y su familia, y Robertico, que tenía ocho años, ante aquello. Tan fuerte fue el impacto que hoy, después de 45 años estoy contándolo.

(1988) De cualquier forma, pensé cuando me repuse, en este sistema hay más cosas positivas que negativas. Hay muchas oportunidades y, si se trabaja fuerte, se consigue lo que se quiere. Me propuse proteger a mis hijos, eso sí. Por lo demás, trataría de criarlos de manera que al llegar a hombres fueran buenos y trabajadores. Aquella tarea era más que suficiente para sentir que estaba cumpliendo mi deber con la sociedad; yo no podía arreglar el mundo.

Mi estrategia de aquel entonces, para sobrevivir psicológicamente, fue tratar de aplicar a las situaciones que me entristecían o me indignaban uno de los primeros refranes que aprendí en mi nueva vida: “Si la vida te da limones, haz limonada”, por lo menos allá era fácil conseguir azúcar. Después de un tiempo de hacer limonada constantemente me convencí de que por más azúcar que pusiera el sabor era siempre ácido. Había demasiadas cosas que no funcionaban para los negros norteamericanos ni para los latinos ni para muchos otros, incluyendo a las mujeres. Aprendí que tener un buen trabajo y vivir decentemente no era tan fácil. Aprendí que la alienación formaba parte esencial de la vida de aquel país. No era posible, como pensaba antes de ir, tener el televisor a colores y el carro y, a la vez, tiempo para compartir con los hijos y los amigos.

(...) Nos mudamos a Puerto Rico. Llegamos el sábado 4 de febrero de 1967. Pasó el tiempo, mis hijos fueron creciendo y yo hice mucho de lo que había planeado hacer al emigrar: trabajé, estudié, hasta saqué la licencia de manejar. Pero nunca imaginé, cuando estaba en Cuba, que aquella isla vecina en la que no pensaba frecuentemente aunque los famosos versos que recitaba en los actos cívicos de la escuela dijeran que era la otra ala del pájaro, iba a enseñarme lo que quiere decir la palabra colonialismo.

(Comentario) Fue impactante que, el primer año que mis hijos fueron a la escuela allí, al regresar de clases el 23 de septiembre les pregunté qué habían escrito en la composición por ser ese día el aniversario del Grito de Lares y me respondieron que no habían escrito nada, la maestra no lo había mencionado.

Después de diez años regresé a los EE.UU. Para esta época ya me había dado cuenta de que mi gente, aquella con la que me identificaba y de la que me sentía parte era la llamada “gente de color”. En Cuba, mi familia decía que era blanca, pero allí era con las “minorías” con quienes compartía la discriminación, los abusos y los atropellos. La idea de ser feliz sin tener que luchar para que los demás también lo fueran se había desvanecido. Mi tranquilidad y la de los míos estaba indisolublemente unida, quisiera o no, a la de los demás. Y un día me di cuenta de que, sin poder evitarlo, el dolor de Conchita, mi amiga de San Juan a cuyo hijo de 17 años habían asesinado por un problema de drogas, me dolía casi como si hubiera sido hijo mío. Ya en este punto entendí claramente que la única forma de vivir contenta conmigo era manteniendo la esperanza de que el mundo sería mejor en el futuro, más justo o por lo menos, que yo estaba contribuyendo en algo para tratar de que lo fuera.

Y en junio de 1980 regresé a Cuba, con una visión del mundo distinta de la que tenía al irme. Entre otras cosas había aprendido que durante los años 60 la mayoría de la humanidad pasaba más hambre que nosotros cuando comíamos carne rusa y frijolitos chinos. En los años 60, cuando muchos productos alimenticios escaseaban, podía conseguirse con relativa facilidad, al menos donde yo vivía, unas latas de carne importadas de Europa del Este. No estoy segura si eran de Rusia pero así era conocida. Los frijoles a que me refiero son los rojos, pequeños y redondos que se distribuyeron en los mismos años que la carne enlatada y que el pueblo, ajeno a que su nombre era adzuki, y muy altos en proteínas, conocía como “frijolitos chinos”. La primera vez que los vi en el Barrio Chino de Nueva York me detuve frente al saco donde se encontraban, y los miré, hipnotizada: era un déja vu. Averigüé, y pensé qué ignorancia la mía cuando criticaba acerbamente los frijolitos.

Al regresar de aquel viaje hice un balance de la experiencia. Puse de un lado de la balanza los aspectos negativos, del otro los positivos. Los que yo conocía fuera de los límites geográficos de esta Isla eran tan inhumanos, que encontré esta lejos de ser perfecta, pero mejorable. Me gustó mucho el que hubiera tantas mujeres, muchas de ellas negras, doctoras en medicina. Eso casi no podía creerlo, recordando la situación antes del 59. Hubo quien me enseñó parques y me señaló que allí se reunían más de doscientos muchachos todas las noches y ahora no quedaban ni 20. Se habían ido por el Mariel. Pero yo no veía niños comiendo de los latones de basura. Se lo dije a una concuña mía, hipercrítica de la sociedad cubana, y me contestó: “Ah no, eso ha cambiado del cielo a la tierra”. Ella acaba de cumplir 90 años y ahora vive en los EE.UU.

El peso que tenía y que tiene la educación gratuita y que todo el mundo tuviera acceso a tratamiento médico, pesó sobre lo demás. Sé que hay gente que hace chistes y dice que uno no está siempre enfermo ni estudiando. Lo dicen mientras están saludables y ya han sido educados. La vida es condición sine qua non para luchar por lo que se quiere. “Si un niño muere antes de los cinco años de edad por malnutrición o enfermedades evitables, como sucede en tantas partes del planeta ?le dije a más de una persona que me preguntaba cómo podía apoyar el proceso revolucionario cubano con la política homofóbica que sostenía?, se le ha negado para siempre la oportunidad de luchar por sus preferencias sexuales”. Este es uno de los aspectos en que la sociedad cubana ha mejorado considerablemente. En todas mis consideraciones fue fundamental el hecho de que Cuba había estado asediada desde el principio. Nunca sabremos cómo hubiera marchado la Revolución sin el bloqueo.

Hace 31 años de este primer viaje. Los he pasado hablando, escribiendo, caminando, viajando, llevando en el abrigo botones por diferentes causas, y lazos rojos por el SIDA, participando en eventos y organizaciones dondequiera que se alzaba una voz tratando de conseguir un mundo mejor. No ha sido solo por Cuba y el haber emigrado también ha tenido aspectos muy positivos y me ha enriquecido como ser humano. Creo que al final la manera como evalúas el proceso revolucionario si emigras depende de si tu proyecto de vida está centrado en lo inmediato que te rodea ?o sea, un proyecto de vida totalmente personal? o si sientes que tu vida está imbricada con la del resto de la humanidad.

Dicen que una muerte es una tragedia, un millón de muertes es una estadística. Si tú sientes que cada persona de ese millón tenía una cara y manos y pies, y gente que quería y la quería, y cuánto le dolió morir, si sientes eso, no te queda más remedio que tratar de que esa tragedia no se repita de nuevo.

Voy a terminar con una cita. Las cubanas y los cubanos somos muy aficionados a citar. Esta es de Rabindranath Tagore: Cuando una persona comienza a tener una visión que va más allá de su verdad personal, cuando se da cuenta que todo va mucho más allá de lo que parecía, comienza a tener conciencia de su estatura moral. Su perspectiva de la vida necesariamente cambia, y su voluntad ocupa el lugar de sus deseos. Ahí viene el conflicto entre su yo inferior y su yo superior, entre sus deseos y su voluntad, entre su avidez por objetos que apelan a sus sentidos y el propósito que viene desde el fondo de su corazón.

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