Hay vanguardia juvenil en Cuba dispuesta a más Revolución. Foto: Ariel Cecilio Lemus.


Aún hay trovadores que no se venden al mercado, que deambulan de plaza en plaza, acompañándonos con su canto rebelde. Hay niños que ahora sueñan con ser médicos o científicos o ingenieros o trovadores. Son retoños de una mística que renace, todavía incierta. Hagámosla crecer, aunque adelgacemos de cuerpo.

Enrique Ubieta Gómez

Granma

Me dice un compatriota descreído que el novio de su hija adolescente es un muchacho muy inteligente. Su padre lo tiene todo (no pregunto qué entiende por todo, pero lo presumo: dinero). No estudia, no le interesa, así que compra los exámenes y ya. Quiere tener el título de bachiller. Aunque la afirmación me golpea, trato de no detenerme en ella. ¿Y de verdad tú crees que es muy inteligente? Sí, está aprendiendo inglés, para cuando llegue a Estados Unidos; allí trabajaría en cualquier cosa, hasta que pueda montar un negocio propio. Es un crack en eso de las redes sociales. Lo tiene todo pensado. Vuelve con el todo: en su país lo tiene todo (dinero, algo que no le sobra a casi nadie, y grandes ideas de cómo «triunfar» allá). Triunfar vuelve a significar ­­–como en las páginas sociales de la prensa sistémica– tener una vida material holgada.

En mi juventud la mayoría de los adolescentes aspiraba a estudiar en la universidad: los hijos de los profesionales, claro, porque sus familias valoraban altamente el prestigio que otorga el saber; los hijos de los trabajadores de la ciudad o del campo, porque sus hijos podían cumplir los sueños que ellos no pudieron realizar. La Revolución situaba las aspiraciones y los proyectos de vida en el cielo, y los más humildes, los dueños de la Revolución, podían saltar y tocarlo. Algunos adolescentes y jóvenes, a veces hijos de profesionales, piensan hoy que estudiar es una pérdida de tiempo, que es mejor encontrar un oficio por donde colarse en el Primer Mundo (si ya son profesionales, no les importa renunciar al ejercicio de lo aprendido) y beber de sus riquezas. Los he conocido: visten a la moda, y su aspecto, sus maneras, no delatan sus enormes lagunas espirituales. Todavía pueden saltar y tocar el cielo, pero prefieren avanzar a ras de suelo, creen que así es más rápido. Son rebeldes ante la rebeldía. El cielo, claro, parece ser inmaterial; la tierra, en cambio, está llena de pepitas de oro. 

Siempre he repetido una máxima de mi padre: para ser feliz no es necesario ser profesional, basta con amar el oficio escogido. En la Tierra hay un lugar exacto, el suyo, para cada ser humano; el lugar, la profesión o el oficio que puede hacerlo útil y feliz. No todos lo encuentran, y es legítimo buscarlo. Pero no se trata de eso. La felicidad que yo conozco no viene envuelta en sábanas de seda. Cuando el sueño de esos jóvenes no rebasa, en altura, el techo de sus casas, aunque sea extenso hacia los lados, algo anda mal. Algo hemos hecho mal. Y no es que las cosas sean tan obvias: la balanza entre el ser y el tener debe mantener cierto equilibrio, aunque el tener pese más en un mundo diseñado para el consumismo. Pero el desbalance no solo se debe a la crisis económica y moral que atraviesa la humanidad –pandemia, guerra, sanciones, desdén hacia la verdad y hacia la justicia– agravada como es natural en un país pobre y bloqueado, sin grandes recursos naturales, pequeño David que soporta, sin rendirse, el asedio de Goliat; no se trata solo de que el peso de lo material se haya incrementado, es que ha disminuido el peso de lo espiritual necesario para el contrapeso. Las causas del desbalance no son solo económicas.

De repente, las válvulas de la sociedad se disparan por accidente (literalmente): una pandemia que pone en peligro la vida de todos, un tornado o un huracán, la explosión en un hotel en reparación o un incendio en tanques de petróleo, y la solidaridad espontánea de los jóvenes se escapa de los fríos cálculos materiales, esos mismos jóvenes que parecían indiferentes. La sociedad tiene reservas, pero exige que las movilicemos; el más difícil de los heroísmos, el cotidiano, necesita del estímulo permanente. Ya sé, sin comer o vestir no se puede vivir; pero creo que sin actos heroicos que trasciendan la inmediatez, sin horizontes lejanos pero visibles hacia los que remar con fuerza, tampoco. Surgen entonces grupos de jóvenes emprendedores para la solidaridad, hambrientos no de comida (aunque coman mal), sino de Revolución. Rebeldes ante la apatía.

Si algo ha sido saludable, paradójicamente, ha sido la falta de salud. Nos ha hecho reparar en una vanguardia juvenil que vuela más alto, que se parece más a la vanguardia de sus padres (no a sus padres), a la vanguardia de todas las épocas precedentes, que a su época y a sus coetáneos. No en lo formal, no en lo externo –maneras de vestir, de hablar, de comportarse– sino en lo esencial. El imperio transnacional tratará de disuadirla de su «error», de contraponerla a las instituciones revolucionarias, de encerrarla en la cárcel de «lo rebelde» para extraerle hasta la última gota de causa. Pero es nuestra, es necesaria, en su rescate nos va la vida.

Entretanto, la pandemia revitaliza viejos prestigios: durante meses aplaudimos, en la ventana o la puerta del hogar, a esos médicos y enfermeros que antes mirábamos con indiferencia, pero que se juegan la vida por nosotros. Y mientras el ómnibus que los traía del aeropuerto cuando llegaban de algún país lejano, no de atendernos a nosotros, sino de jugársela por otros pueblos, pasaba por barrios humildes, sus moradores, carentes de mucho (aunque no de todo), apretaban el puño sobre el pecho a modo de saludo, o de entrega, orgullosos de ellos (hijos, hermanos, padres, vecinos). Descubrimos con asombro que los científicos cubanos, antes invisibles, encerrados en sus laboratorios durante días y madrugadas, son capaces de crear vacunas reservadas para los países del Primer Mundo y para el lucro de las transnacionales. Surgen entonces canciones y audiovisuales que los enaltecen, y que tocan las fibras del alma nacional. Comprobamos que existen ingenieros, matemáticos e informáticos muy jóvenes, que inventan soluciones, que vencen los límites de lo posible. Y en plena conmemoración de aniversario, reparamos en que medio siglo después –en plena crisis material y de valores– aún hay trovadores que no se venden al mercado, que deambulan de plaza en plaza, acompañándonos con su canto rebelde. Hay niños que ahora sueñan con ser médicos o científicos o ingenieros o trovadores. Son retoños de una mística que renace, todavía incierta. Hagámosla crecer, aunque adelgacemos de cuerpo.

En este nuevo año, Cuba responde como ayer: ¡No nos entendemos!, ¡Patria o Muerte! Pero a diferencia de entonces, no habrá tregua fecunda para el reinicio de la contienda por la vida, la que elegimos –porque no hubo ni habrá Zanjón–; no habrá pausa en la lucha por la prosperidad socialista y la libertad que deseamos, por la independencia que conquistamos y que defendemos, porque hay jóvenes en Cuba que son rebeldes, como sus antecesores, ante la apatía, y están dispuestos a llevar la consigna fidelista hasta el final: ¡Venceremos!

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