Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- La aprobación del juez Brett Kavanaugh para un puesto en la Corte Suprema de Estados Unidos, ha sido considerada una importante victoria para Donald Trump. No importa que haya sido la votación más estrecha en más de un siglo y que estuviese rodeada de escándalos políticos y éticos, para Trump es suficiente, y también para la mayoría sus correligionarios.


 

Otro “éxito” fue haber concretado un nuevo acuerdo comercial con México y Canadá. Según Trump, es el mejor acuerdo jamás firmado por Estados Unidos, donde se puso a prueba su capacidad para negociar desde posiciones intransigentes, siempre al borde del precipicio. Eso también satisface las expectativas de sus electores, complacidos con un presidente duro, que supuestamente defiende sus intereses.

Sin embargo, todo indica que Trump acabó negociando bajo la presión de sectores norteamericanos y transnacionales interesados en salvar el acuerdo entre los tres países. Tanto México como Canadá aseguran haber salvaguardado sus intereses nacionales e igual se mostraron satisfechos con lo alcanzado. A estas alturas nadie sabe en realidad quién ganó, incluso si valió la pena montar una crisis con aliados tan importantes, para resolver ajustes que se podían haber alcanzado a través de negociaciones normales, pero eso no es lo que conviene a la imagen pública del presidente norteamericano.

El otro evento destacado por la prensa es la reanudación de las conversaciones con Corea del Norte. Las dos Coreas están interesadas en un acuerdo que establezca un clima de paz en la península y facilite la normalización de las relaciones entre ambas. Estados Unidos juega un papel importante en este escenario y a Trump le sirve para mejorar su crédito como estadista. Pero difícilmente Corea del Norte acepte la desnuclearización de su país sin garantías del gobierno norteamericano, como ha pretendido Donald Trump. A la larga, lo más probable es que, si se llega a un acuerdo, sea a partir de concesiones mutuas, aunque al final Trump diga que impuso sus posiciones y que ello fue posible gracias a su genio negociador. ¿No recordamos las declaraciones triunfalistas de Trump después de su encuentro con el líder de la República Popular de Corea para ver como después todo quedó descongelado?

La conclusión es que más importa la apariencia que el contenido. Se trata de una pelea donde el objetivo es ganar a toda costa, sobre todo de cara a las próximas elecciones en noviembre. Donald Trump es el punto de demarcación de este debate, se votará a su favor o en su contra, cualquiera que sea el candidato. Pero el problema es mucho más complejo, en tanto refleja la polarización y la decadencia de la vida política norteamericana.

Efectivamente estamos en presencia de un gobierno bastante anárquico y disfuncional, que actúa con un desprecio absoluto en la búsqueda de consenso. No obstante, la pregunta es si ese consenso es realmente posible. Obama lo intentó en su primer período de gobierno y fracasó en el intento.

Son problemas que se vienen acumulando durante años, apreciables incluso en la geografía del país y la composición demográfica de las regiones. Algunos comparan la situación con el estado de división que existía en el país antes de la guerra civil, a mediados del siglo XIX. Quizás es una exageración, pero resulta evidente que la nación está dividida en dos bandos y no parece existir una fórmula que atenúe esta situación. El sistema ha perdido la capacidad de maniobra y eso es lo más llamativo de la actual coyuntura.

Trump no es la causa, sino la fotografía de esta situación. A partir de su figura se han desencadenado las fuerzas más intolerantes y fanáticas del electorado norteamericano. Sus fortalezas son una política migratoria exenta de humanismo, el culto a la violencia, el racismo, el desprecio al sistema político del país, el unilateralismo como guía de la política exterior y la exacerbación de los sentimientos más chovinistas de un sector del pueblo norteamericano.

Como el 90 % de los republicanos lo apoyan, el partido ha quedado como rehén de la popularidad del mandatario entre sus electores, aunque nadie sabe a ciencia cierta las conspiraciones que se tejen en su contra, incluso dentro de la propia administración.

La reciente renuncia de la embajadora Nikki Haley es una muestra más de que el barco hace agua también por la extrema derecha, no porque estén en contra de su agenda, como pasó con otros funcionarios, sino porque consideran que el presidente no es la persona adecuada para implementarla. La personalidad de Donald Trump y sus enormes vulnerabilidades éticas son, en sí mismas, un factor añadido a la inestabilidad de su gobierno.

El otro bando está integrado por los que no quieren al presidente. Se trata de una masa heterogénea, con intereses y objetivos diversos, que el partido demócrata, envuelto en sus propios déficits y contradicciones, no logra capitalizar a plenitud. No obstante, ha abierto el espacio a tendencias relativamente progresistas, que a partir de la candidatura de Bernie Sanders en las pasadas elecciones, se ha hecho sentir de manera inusitada en el entorno político norteamericano, lo que agrega nuevas dinámicas a la polarización política existente.

Los indicadores macroeconómicos, especialmente el bajo índice de desempleo, favorecen a Donald Trump, pero esta vez ni siquiera esto es una garantía para los republicanos. Está en duda si en realidad se debe a la gestión del gobierno y para buena parte de los principales grupos económicos prima un estado de inseguridad, debido a las políticas comerciales de la administración —ahora preocupados por el anuncio del Fondo Monetario Internacional (FMI)— de que para el año 2020 la economía de Estados Unidos, Canadá y México sufrirá apreciable baja. En definitiva, aquí tampoco hay consenso y los capitales se mueven de manera bastante arbitraria en el financiamiento de las campañas políticas.

En resumen, los éxitos anunciados con bombo y platillo por el presidente norteamericano, no parece que llegarán a tener el efecto deseado en el balance político existente y las próximas elecciones se nos presentan con el mismo nivel de incertidumbre que caracteriza al escenario político norteamericano. Las razones hay que buscarlas en la crisis del sistema, que no es la muerte de la hegemonía norteamericana, pero sí una buena calentura.

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