José LLamos Camejo - Granma.- Amaneció un día con los muros salpicados de sangre generosa –savia juvenil-, y tenía en las paredes agujeros de metralla; lloró la patria herida. Y ha sido aquel recinto, desde entonces, mucho más que un cuartel fortificado. «Unidos, cada cual en su Moncada», dice un joven trovador guantanamero. Y el canto, más que suyo, es el canto de su pueblo en este pedazo de una Isla desafiante.
Tendremos –es obvio– que seguir tumbando muros; romper cercos, calumnias, asechanzas; y para hacerlo nos asiste la certeza, esa fe, esa lección aprendida en las paredes del Moncada, en aquella aurora del 26 de julio de 1953. Allí nació –y se esparció desde allí– la certeza de esta Isla; allí aprendimos que es posible lo que algunos creyeron imposible. «El Moncada –nos recuerda Fidel– nos enseñó a convertir los reveses en victorias».
Victorias como la de superar el desafío tremendo del periodo especial; victorias en curso, como esas que protagonizan médicos y enfermeras, dentro y fuera de Cuba, contra una pandemia mortal. Éxitos que se labran a un tiempo y con la misma osadía, desde el surco y el hospital, en el centro científico y la Brigada de la Frontera; en el celo por nuestros niños o en la mano solidaria que cuida la tranquilidad del anciano.
Sí, Fidel tuvo la razón: «tenemos una fuerza formidable; lo hemos demostrado»; la tuvo cuando avizoró el renacer de una patria nueva defendida por «un pueblo que ha alcanzado la mayoría de edad». La obra de la Revolución bastaría para ratificar otra verdad de nuestro líder histórico: «El Moncada nos dejó la lección permanente de perseverancia en un propósito justo; nuestros muertos heroicos no cayeron en vano... dura es nuestra lucha, pero más duro es el temple de nuestras almas».