Néstor Núñez - Bohemia.- Es evidente que existe una expedita convergencia entre los que han metido la mano en el tema al que recientemente usted ha hecho referencia: nuestra sociedad está urgida de que los trabajadores experimenten un verdadero sentimiento de dueños de los medios de producción.

Algunos opinantes no hacen otra cosa que repetir el postulado una y otra vez sin otorgarle sustancia. A mi juicio se quedan, como en otras muchas cosas, en pura consigna Otros tienden a ir un poco más lejos, como usted ha hecho, y plantearse, con toda razón, que no serán los lemas, los edictos burocráticos y las cifras congeladas que bajan y se asumen mecánicamente, los instrumentos que puedan ayudar a crear esa conciencia de propietarios colectivos.


Cierto, como usted también aduce, que el poder de decisión real y efectivo de los trabajadores, su conocimiento a fondo de los pros y contras de los procesos de creación de bienes y servicios, y sus propuestas en ese terreno nacidas de la práctica concreta y del choque cotidiano con la realidad, son pasos necesarios que comprometen y suman a las personas. Por consiguiente, es indispensable luchar por estos postulados, preparar a la gente, oírla y tomarla verdaderamente en cuenta cuando apoya o disiente de guarismos, concepciones, y métodos de organización y dirección.

No obstante, faltaría, a mi juicio, otro elemento trascendente en el logro de ese indispensable sentimiento de dueño colectivo: la ruptura de la enajenación del trabajador con relación a los beneficios que se desprenden de su esfuerzo y que hacen que su centro de trabajo se anote importantes entradas. En términos menos complicados, veo todo esto muy asociado a que la gente reciba a partir de lo que aporta y teniendo muy en cuenta los resultados de sus respectivas unidades de producción o servicio. Que el bolsillo refleje el día de cobro exactamente lo que cada quien hizo y lo que su centro de trabajo logró o no en términos de ingresos. Como usted bien apunta, no se trata siquiera de elevar mecánicamente los emolumentos, sino de la vinculación entre salario, léase poder adquisitivo personal y familiar, y el monto y calidad de la producción y los servicios, en tanto resultados individuales como a escala del centro y colectivo al que se pertenece.

Y aquí inevitablemente caemos en otra vieja discusión sobre los estímulos morales y materiales, y en torno a la posible prevalencia de una categoría sobre la otra. Personalmente no me parece que las soluciones verdaderas provengan de hegemonismos o renuncias dogmáticos, sino de un meditado y adecuado equilibrio. Al menos en esta etapa de la sociedad cubana, donde el bienestar personal, familiar y social debería estar asociado al mayor aporte, la fórmula para crear espíritu de propiedad colectiva no parece que pueda obviar, ni la apelación al honor, ni la benéfica influencia sobre los estipendios de cada quien.

De manera que si un colectivo establece, desarrolla y materializa a conciencia un plan de producción y servicios, y hace que su entidad cumpla, e incluso sobrepase las cifras acordadas, no solo debe hacerse acreedor del reconocimiento social (placas, diplomas y banderas), sino además de que sus miembros accedan a los beneficios constantes y sonantes de tan notable brío.

Y no creo que sea economicismo a pulso, es, me parece, tener los pies sobre la tierra… al menos por un buen tiempo.

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