José Tadeo Tápanes Zequera* / Cubainformación.- El pasado 11 de septiembre del año en curso, mientras el mundo ponía sus ojos en los actos conmemorativos del nuevo aniversario de la tragedia de las Torres Gemelas de Nueva York, y otros, allá en las calles de las ciudades chilenas, se encargaban de recordarnos que un día como aquel se había producido el golpe de Estado del ejército al mando del general Augusto Pinochet contra el gobierno del presidente constitucional Salvador Allende, cerraba los ojos por última vez el comandante de la Revolución cubana Juan Almeida Bosque.

Texto publicado en Cubainformación en papel nº 11 - Otoño 2009. 



    El domingo 13 de septiembre, entre las 8 de la mañana y las 8 de la noche en la Isla, se decretaba el duelo oficial y el pueblo cubano lloraba la muerte de uno de sus más cercanos y queridos líderes.

    No pocas veces se ha hablado de las muchas coincidencias que se advierten si comparamos las luchas independentistas cubanas de entre 1868 y 1898, con el período posterior de luchas que arrancó con el asalto a los cuarteles Moncada de Santiago de Cuba y Carlos Manuel de Céspedes de Bayamo el 26 de julio de 1953.

    Si los cubanos de las guerras mambisas del siglo XIX contaron con la presencia de Antonio Maceo, un gran general negro, querido y cercano, representación de toda la gente humilde y marginada de la nación, los cubanos de la última etapa revolucionaria contaron también con un hombre de extracción humilde y raza negra como fue el comandante Juan Almeida.

    Así recuerdo yo a Almeida. Un hombre de pueblo a quien no parecían importarle demasiado sus méritos revolucionarios, sus grados militares y su estatura heroica. De todos los comandantes de la Revolución a los que alcancé a conocer en vida (yo nací en 1971) Almeida era el que me parecía más cercano y a quien más veces escuché hablando con periodistas, no sólo de temas de interés político, sino de su vida cotidiana, de sus canciones, de sus anécdotas de la Cuba prerrevolucionaria en una isla donde el color de su piel y la condición social de su familia, los condenaron a él y a los suyos a vivir una situación penosa y llena de limitaciones.

    Una vez le escuché contar cómo su madre se alquilaba con sus hijos pequeños en cuartuchos de mala muerte, y en caso de no conseguir a tiempo el dinero para poderlo pagar, tenían que escapar y buscar refugio en otro sitio.

    Juan Almeida vino al mundo en La Habana, el 17 de febrero de 1927. Era el segundo de 12 hijos y, como ocurría en muchas familias pobres cubanas, no le tocó otra que ponerse a trabajar en lo que fuera para sacar adelante a sus hermanos menores y poder, de este modo, ayudar a sus padres con la economía doméstica.

    Una persona como él, por tanto, no tuvo la oportunidad de hacer vida de estudios. Trabajó como peón de albañilería hasta que conoció a Fidel y decidió sumarse a la causa de luchar por cambiar las cosas en Cuba.

    Aquella niñez de penurias y aquella juventud de sacrificios, carencias, trabajo duro y falta de oportunidades, marcaría por siempre su vida. Su conciencia revolucionaria se alimentó constatando y sufriendo en primera persona todos los males de una sociedad donde el bienestar constituía una suerte para los menos, y esos menos casi siempre tenían en la piel un color distinto del suyo.

    El comandante de la Revolución Juan Almeida Bosque nos ha dejado para siempre, y a lo largo de estos días los medios de comunicación del mundo entero se han hecho eco de esta noticia luctuosa que deja al pueblo cubano sin una de sus personalidades de excepción.

    La prensa se ha encargado de recordarnos la estatura histórica de este hombre cuyos méritos son tan grandes que sólo serían comparables con los del propio Fidel Castro o su hermano Raúl.

    Su nombre aparece por doquier en cada rincón de nuestra historia, en cada hecho importante de aquella epopeya revolucionaria que dio al traste con la dictadura sangrienta y criminal del general Fulgencio Batista.

    Su actividad revolucionaria comenzó a raíz del golpe de Estado de 1952, que llevó al poder por segunda vez al ya citado Fulgencio Batista, el cual había alcanzado el sillón presidencial en 1940, aquella vez sí por decisión popular, y esta vez, en contra de la voluntad de un país cansado de presidentes como él, que prometió mucho y finalmente no cumplió nada de lo prometido.

    El pueblo ya conocía lo que un Batista podía darle, y en tales condiciones, muchos, como el propio Almeida, se dieron cuenta de que no quedaba otro camino que la lucha armada. Conocer a Fidel, una persona decidida a liderar un movimiento de tales características, le dio la oportunidad de aportar su granito de arena en esa impostergable tarea.

    Como era de esperar, lo vimos luchar y caer prisionero junto a Fidel y los suyos el día del asalto al cuartel Moncada de Santiago de Cuba. Lo vimos en la misma celda del penal de Isla de Pinos con el resto de los asaltantes sobrevivientes.

    Un hecho a destacar es que después de reducidos y encarcelados los asaltantes, los soldados de la tiranía batistiana se encargaron de torturar violentamente y asesinar a un número significativo de ellos. Muchos de los muertos fueron aquellos cuyos nombres no les decían nada a sus asesinos. Es decir, gente de pueblo y no descendientes de reconocidas familias burguesas cubanas. De ahí que el hecho de que Almeida no terminara entre los asesinados, le fue creando una fama de hombre afortunado. Siempre se dijo entre la población que Almeida le traía suerte a Fidel.

    Lo que sí sabemos es que el máximo líder de la Revolución le tenía una confianza infinita por su lealtad a toda prueba, por su valentía y por su fe en el proyecto político que ambos, junto a muchos otros, decidieron un día echar a andar.

    Partió al exilio mexicano con Fidel luego de salir de presidio. Regresó con él y el resto de los expedicionarios en el yate Granma. Fue miembro fundador del Ejército Rebelde y uno de sus principales líderes. Fidel confió en él para que comandara la guerrilla que se encargaría de abrir el III Frente Oriental Mario Muñoz Monroy, y una vez triunfada la Revolución no dejó de ocupar altísimos puestos de responsabilidad tanto en el Ejército como en la dirigencia de la nación.

Fue miembro del Buró Político del Comité Central del Partido Comunista desde su fundación en 1965 hasta su muerte. Resultó electo como Diputado a la Asamblea Nacional del Poder Popular, y Vicepresidente del Consejo de Estado desde su primera legislatura parlamentaria.

    Durante los últimos años se encargó de presidir la Asociación de Combatientes de la Revolución Cubana, tarea a la que se entregó con el espíritu y la voluntad de lucha y trabajo que siempre le caracterizó.

    Nos dejó una docena de libros que constituyen un testimonio de inestimable valor para acercarnos al estudio de la historia de la Revolución, y más de 300 canciones, algunas de ellas, grandes éxitos de la música cubana. Con tal legado, nos facilita la tarea de recordarlo siempre como lo que fue, un hombre de pueblo, sencillo y noble, cuyas ideas supo defender hasta el último aliento. Por eso se merece nuestro recuerdo eterno y nuestra admiración.

*Poeta e historiador cubano, residente en el País Vasco.
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