Rafael Bautista S.* - Sodepaz.org.- La pregunta no tiene tanto la intención de estar dirigida a los países ricos sino al llamado tercer mundo; porque se trata de una pregunta que ni siquiera la imagina el llamado primer mundo (aun cuando padezca la crisis financiera, lo que procura como salida proviene de la nostalgia metafísica de una opulencia siempre de carácter infinito). Los países ricos son incapaces de cuestionar aquello que persiguen de modo ciego e irresponsable. Por eso el desarrollo, para ellos, se constituye en algo sagrado; por aquello que consideran sagrado están dispuestos a sacrificar a todo el planeta. En 1550, Domingo de Santo Tomas, a cuatro años del descubrimiento de la mina del Potosí, ya anunciaba la existencia de “una boca del infierno”, donde los españoles sacrificaron millones de almas “a su nuevo dios que es el oro”.


En la actualidad, el neoliberalismo produjo el milagro que espera el “greed is good/God” (la codicia ya no era sólo buena sino que era el nuevo ídolo): que el 5% más rico posea más que todo el 95% restante. La riqueza del primer mundo, desde la invasión y conquista del Nuevo Mundo, tiene un precio: la producción sistemática de miseria planetaria. Por eso la pregunta debemos hacerla, con preferencia, al sur, porque ¿cómo podría el beneficiario del robo pensar siquiera en cuestionar el robo?

Se trata, entonces, de un cuestionamiento que, de modo reflexivo, deben realizarse, a sí mismos, los pueblos empobrecidos del planeta. Para que haya desarrollo en el primer mundo, éste debe producir subdesarrollo en el resto del mundo; es decir, condición para el desarrollo de ellos, ha sido y es el subdesarrollo nuestro. No hay riqueza sin producción paralela de miseria; porque los indicadores de riqueza se mueven en una infinitud siempre insatisfecha, por eso las curvas de la ganancia, del crecimiento y del desarrollo se expresan siempre en aproximaciones asintóticas al infinito (la espiral de acumulación es concéntrica, la distribución ocurre por asignación, que lo decide la oferta y la demanda; estos factores deciden la vida y la muerte de la humanidad y, ahora, del planeta). Por eso también el socialismo se encuentra en entredicho, pues si el capitalismo busca la maximización de las ganancias, el socialismo persigue índices mayores de crecimiento; ambos parten de la infinitud, pero los recursos naturales no son infinitos sino finitos. En eso consiste la falacia del desarrollo moderno; se trata de un concepto que parte de una referencia metafísica: el mito (de la ciencia moderna) del “progreso infinito”. Cuando se piensa la economía desde la infinitud, se hace, inevitablemente, abstracción de la condición humana y de la vida toda (la infinitud es posible lógicamente pero es empíricamente imposible); prescindir de la vida y de la muerte conduce a una ilusión: pensar que todo es posible, que se puede, por ejemplo, explotar a la naturaleza y a trabajo humano al infinito. El concepto de desarrollo moderno es ilusorio. Pero esta ilusión oculta algo más grave: es una ilusión que nos conduce al suicidio colectivo.

Los resultados de la Cumbre de los Pueblos cuestionan, de modo decidido, a los responsables de la crisis medioambiental (lo cual era necesario), pero el asunto sigue latente si es que los afectados no cuestionan, a su vez, sus propios afanes. Porque la tendencia conservadora (de una forma de vida, la moderna, que ha colonizado casi todos los ámbitos de la vida humana) no sólo se encuentra “arriba” sino también “abajo”. Es decir, el grado de disponibilidad a una transformación real que pueda surgir de una nueva conciencia planetaria depende, en última instancia, del grado de autoconciencia que se tenga de modo efectivo. La conciencia aparece por un entender la situación, pero entender no es todavía producir una nueva realidad; hay nueva realidad cuando la conciencia, por proceso reflexivo, ha hecho, de sí, proyecto revolucionario, es decir, cuando la conciencia se ha hecho autoconciencia y hace de su vida anticipación de lo que anuncia. La autoconciencia anticipadora constituye el espíritu revolucionario de la nueva época. Ante éste, la realidad cede, es decir, se abre, porque lo potencial de lo nuevo ha acontecido y ha transformado a la realidad toda.

La realidad defectuosa que padecemos es este sistema-mundo moderno. Es el ser que, como realidad, se nos ha impuesto; por eso hay primer mundo y tercer mundo, hay desarrollados y atrasados, hay ricos y pobres, ellos son todo, nosotros no somos nada. Desde Parménides, la filosofía de la dominación expresa: el ser es, el no ser no es (el ser es el bien absoluto, el no ser es el mal absoluto); esta es la justificación ontológica para que los ejércitos del ser “limpien” sin asco al “eje del mal”. Aquello que llamamos realidad es una producción humana; que es histórica y no como la ciencia moderna entroniza y justifica como “el único mundo posible”. El llamado fin de las ideologías apareció con este mito que se creyeron las ciencias sociales. Desde entonces, los críticos disminuyeron, y los pocos que quedaron fueron los locos que el mundo mediático se afanaba en desprestigiar (los idiotas los trataban de idiotas, los nuevos Belarminos condenaban a los nuevos Galileos).

Habíamos caído en la trampa que se hace la clase media (en todo lado): por no estar abajo se somete voluntariamente al de arriba (cree que el desastre no le va a llegar hasta que le llega, como en gringolandia). Por eso la pregunta va más allá de cuestionar una economía. Lo que contiene esa economía, la capitalista, es una forma de vida que, para hacerse efectiva, produce una racionalidad pertinente para su desarrollo. Esa racionalidad produce un conocimiento que, en cuanto ciencia y filosofía, contiene y expresa los valores últimos sobre los cuales se levanta esa forma de vida. El capitalismo nace, como sistema mundial, desde la posibilidad de la centralidad europea; expresa, gestiona y desarrolla esa centralidad: para que haya centro debe haber periferia. La constitución del resto del mundo en periferia es consustancial a la constitución de un centro. La propia constitución de la subjetividad europeo-moderno-gringo-occidental es impensable sin la des-constitución de la subjetividad del 80% de la humanidad restante. Por eso se trata de un proyecto de dominación que, para hacerse efectivo, necesita producir una racionalidad que exprese y justifique la experiencia desde la cual la dominación como proyecto de vida se hace realidad efectiva. Es el paso de la conquista a la colonización como “acto civilizatorio”. La violencia del conquistador se vuelve algo bueno, la resistencia de las víctimas algo malo; una vez que la víctima ha sido racializada como inferior entonces se naturaliza su condición: ante los ojos del dominador será siempre esclavo, atrasado, subdesarrollado, sin educación, sin cultura, sin libertad, sin democracia, por eso, sin voz ni voto en las decisiones mundiales (la compra de apoyo a las prerrogativas del G7 en las cumbres expresa eso: no son seres humanos, por eso se los puede comprar como cosas).

Esa racionalidad produce una acción racional que desarrolla, en todos los ámbitos de la vida, la reproducción sistemática del dominio, de modo hasta autóctono y doméstico. La experiencia inaugural con que nace el mundo moderno (la conquista del Nuevo Mundo), se expresa como praxis universal; la dominación aparece en todos los ámbitos de la vida descomponiendo y desarticulando toda otra forma de vida. La acción racional que produce esta racionalidad (que hace de la razón un ejercicio explicito de dominación) lo expone la ciencia como paradigma de toda acción: la acción medio-fin. La economía la traduce como costo-beneficio. Lo que provoca esto, es la objetualización de las relaciones humanas, la inevitable mercantilización de toda la vida. Se trata de una lógica nefasta (cuando regula todas las acciones humanas) que va destruyendo todo a su paso, produciendo una ética de la irresponsabilidad absoluta que, en lenguaje neoliberal, llama externalidades a todo lo que ella provoca. Si el afán de riqueza (la motivación de la ganancia) constituye el fin de toda acción humana, entonces la lógica medio-fin regula toda acción humana (los fines son siempre específicos, de modo que el actor no se interesa por nada más que no sea su fin preciso, lo cual le hace ciego de todas las consecuencias que pueda provocar su acción específica; por eso cuando persigue exclusivamente la ganancia, desaparece toda moral, y toda consideración ética se subordina al propósito que, de modo científico, ha sido calificado como racional, es decir, como verdadero, es decir, como bueno).

Por eso, detrás del concepto de desarrollo, está una acción racional que contiene, a su vez, una concepción de racionalidad, que expresa un proyecto determinado e histórico; una forma de vida que, para hacerse efectiva, ha producido las instituciones apropiadas para ordenar el mundo de acuerdo a sus intereses. El conocimiento que sostiene a esas instituciones, sostiene también a los individuos, que son (de)formados académica y mediáticamente para ser fieles de un sistema que los recicla a gusto y antojo (los genios en matemáticas son destinados a las finanzas y los nuevos investigadores a satisfacer las exigencias del mercado, las transnacionales y la guerra; importa poco las necesidades de la humanidad y de la vida en el planeta). En ese sentido, el desarrollo funciona como una prerrogativa que ni siquiera expresa necesidades humanas (menos naturales) sino necesidades corporativas; el desarrollo va ligado a la competencia, lo que hace todavía más cruel la carrera por el desarrollo; ganar o tener más que el otro se convierte en sinónimo de más desarrollado.

Ese afán expresa, precisamente, lo que el desarrollo, en esencia es; porque la competencia es sólo pensable en situación de contienda, oposición o rivalidad, además de una implícita conciencia de desigualdad, donde el aprovechamiento de ventajas y desventajas es fundamental. Es decir, el desarrollo (que se hace por competencia) es lo que proyecta una racionalidad instrumental. Por eso, cuando se tiende al cambio de modelo económico (de modo automático), como el socialista, sin la tematización de la racionalidad que presupone el nuevo modelo, se cae en la reproducción de lo mismo que se criticaba. Porque lo que hace el capitalismo, tampoco es desplazar a otros modos de producción e instaurarse como el único; ni el esclavismo, ni la economía rural, precolonial, comunal, etc., desaparecen con el capitalismo. Lo que hace la lógica del capital es descomponer los modos de producción existentes, rearticulando estos en torno a las exigencias del capital y del mercado. Pensando la posibilidad de otro modelo económico, la pregunta sería: ¿cuál vendría a ser el criterio articulador de una nueva economía?, a su vez, ¿qué concepto de racionalidad y acción racional necesitamos producir para proponer una nueva economía?

Cuando hablamos de racionalidad nos estamos moviendo, no sólo en un ámbito científico, sino en aquello que trasciende y presupone la propia ciencia: el mundo de la vida. La racionalidad del mundo que nos presupone es la racionalidad que, en última instancia, nos constituye como sujetos. Pero con la racionalidad moderna sucede algo paradójico. Ella prescinde, en sus elucubraciones, de la humanidad, del mundo y de la vida; cuando piensa, hace abstracción de la muerte y de la vida, por eso deviene en racionalidad formal, carente de todo contenido real. Por eso el conocimiento que desarrolla, en cuanto economía, se convierte en economía para la muerte; el desarrollo que propone, es desarrollo del mercado y del capital, la naturaleza y la humanidad le importa poco. Modernizar todo significa expandir el mercado (donde hay todo para comprar, hasta seres humanos, si es que se tiene dinero) y el capital; subordinarnos al mundo de las mercancías, es decir, al mundo de las apariencias (donde por tener todo acabo no teniendo nada, porque las apariencias son espejismos que provocan ilusiones que no llenan nada, sólo generan adictos insaciables; por tener todo provoco que los demás no tengan nada) ¿Qué significa modernizar el Estado, la economía, la política, sino continuar pensando desde la lógica del desarrollo, la ganancia, la competencia, el mercado y el capital?

Por eso volvemos a insistir la pregunta. Porque está bien criticar el desarrollo del primer mundo pero, si nosotros, solapadamente, pretendemos ese mismo desarrollo, es decir, ser ricos también, entonces no hay margen de disponibilidad efectiva y lo que, en verdad, proyectamos, es una recaída en lo mismo. Por ejemplo, si se efectuara la deuda climática como indemnización a los países pobres (algo similar a la mercantilización de los derechos de emisión de gases de efecto invernadero); suponiendo que los países ricos tengan tal cantidad real de dinero (no la desequilibrada impresión de dólares sin respaldo alguno que los gringos acostumbran a hacer), la pregunta necesaria que se debe realizar es la siguiente: ¿es ético recibir ese dinero? Si la riqueza producida por el primer mundo es inmoral, es decir, es dinero maldito, ¿cómo podemos creer que ese dinero sería parte de la solución? Sería algo así como creer que el dinero del asesino puede devolverle la vida a la víctima. Porque los países ricos pueden, de modo eficaz (porque los ricos siempre lo han hecho), utilizar su poder económico para comprar su absolución; en este caso, quienes vendan su alma al diablo, confirmarían que los encantos del desarrollo moderno son irresistibles.

* Rafael Bautista S., escritor boliviano, es autor de “Estado Colonial al Estado Plurinacional”

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