Por eso todavía no comprendo su última broma. Estoy seguro que en sus variantes posibles de futuro no estaba este abrazo de la pelona. Porque otro de sus pasatiempos preferidos siempre fue el optimismo. Así convirtió en obra de arte un viejo televisor soviético roto que encontré en la esquina de su edificio y le regalé cuando le entregaron su apartamento, desolado entonces, porque Tomy llegó desnudo a la adultez, como un niño.
Con ese niño grande salté la pared del Cementerio de Colón en una remota noche habanera, para mostrarles a unas amigas mexicanas las bellezas de nuestro más grande reparto “boca arriba”. Tomy reía y se quejaba por la falta de un bar.
Con Tomy subí el Turquino; con él y con el inseparable Félix nos fuimos a Holguín —su querida Holguín— de Romerías de Mayo, para hacer un periódico que nadie entendía como lo hacíamos, pero cada mañana, a pesar del jolgorio, ahí estaba.
Con mi hermano Tomy esperé en las lejanas tierras de Quivicán el “peligroso” arribo del año 2000, sentados a la mesa de mi suegro y su querida familia, quien no entendía como un hombre mayor, cargado de blancas canas, pudiera llevar el pelo recogido en una cola. Mucho menos que le dijera: “Señor Raúl, qué bueno está el congri’… Señor Raúl qué buena está la yuca… Señor Raúl qué bueno está el puerco… Señor Raúl qué buenas están sus hijas”.
Hace apenas unos días, en el mismo hospital que lo vio partir —o esconderse para asustarnos o hacernos cualquier otra jugada—, conversamos sobre los próximos planes, ideas y proyectos en los que siempre aparecían sus hijos, un curso a impartir en México, la publicación de sus caricaturas en el diario venezolano Correo del Orinoco…
Por eso espero que de un momento a otro se me aparezca, en busca de una nueva trastada. Cualquiera sabe que los Tomys no mueren.