Zucely Almarales - Revista Mujeres.- Es una tarde de abril; tiene en el mármol de la sala un cesto gris repleto de ropa por blanquear, en sus piernas un gato que la acompaña en las noches y en su dedo anular conserva aún un anillo de compromiso que le da vértigo mirar. Ella se queda mirando las formas, los colores; sobrevive en el desapego, en la distancia de mirar. Pasan los tramos de tiempo necesarios y, a fuerza de silencio y autodiscursos convincentes, cree estar, por fin, en el centímetro adecuado del amor.
Laura Navarro, Lauri, como prefiere ser llamada, nació en La Habana y dice que creció sin saber que era autista; uno de los tantos casos de diagnóstico tardío. A los seis años le decían que era tímida, a los diez que era demasiado callada, pero eso era “lo normal en las niñas”. Luego de los 15 comenzaron a decirle que era “rara” pero nadie supo ver que detrás de su silencio y su distracción había una condición: autismo.
Lauri fue diagnosticada a los 23 años, después de sobrevivir a una relación marcada por el abuso emocional, el control y, más tarde, la violencia física. Mientras se mese en el sillón intenta contarme su historia. Dice que es terrible como el pasado la espiaba en cada esquina, agazapado en los detalles más ínfimos. Tiene algunos de los malos recuerdos borrosos, porque la nostalgia siempre viene vestida de los buenos momentos.
Comienza a hablarme de Rafael, su ex novio y el hombre que de acuerdo a sus palabras puso su mundo patas arriba. Lo conoció cuando tenía 20 años y creía que al fin alguien la había entendido. Rafael era mayor que ella por cinco años y fue el primero que no la hizo sentir extraña por quedarse en silencio o por no querer ir a fiestas. Él decía admirar su mundo interior, su forma distinta de ver las cosas. Ella se sintió por primera vez segura en la compañía de alguien.
El primer año estuvo bien, posteriormente ese supuesto entendimiento se transformó en control. Rafael comenzó a decirle cómo vestirse, con quién hablar, cuándo salir. Le decía que no sabía leer las intenciones de la gente y que él estaba ahí para protegerla. Ella, que había crecido dudando de su intuición social, le creyó. <>, recuerda Laura mientras, de vez en cuando, se pierde en su mente. <>.
Cuando intentaba poner límites, él la hacía sentir culpable. Le decía que era fría, que nunca lo abrazaba lo suficiente, que no entendía cómo funciona una pareja. Las peleas se volvieron más frecuentes. Rafael se enojaba cuando ella insistía en tener rutinas, cuando necesitaba momentos de calma. Le decía que siempre estaba con sus manías, sus horarios y le repetía que nadie la iba a aguantar así.
Un día, después de una discusión por una foto que ella había subido a sus redes sociales con una amiga, él la empujó contra la pared. Fue la primera vez que el miedo se volvió físico. Ella tenía 21 años. Pero no lo denunció; pensó que había exagerado, que quizás era su culpa. No entendía bien si eso contaba como violencia, ella sentía que lo había provocado.
Siguió con él otros nueve meses. Hasta que una noche la encerró en el baño por más de una hora, tras una discusión. Esa vez, sintió que su vida estaba en peligro. Intentó denunciar, pero sin pruebas físicas, sin testigos, y con un testimonio que para muchos parecía confuso, la denuncia fue archivada. Nunca le ofrecieron una orden de alejamiento, ni acceso a un abogado. Rafael siguió escribiéndole durante meses.
Fue entonces cuando una psicóloga, a la que acudió buscando ayuda, le sugirió que podía ser una persona autista. El diagnóstico oficial llegó poco después y, con él, una revelación: no estaba rota. Solo era diferente y tenía derecho a vivir sin miedo. Actualmente Laura vive sola, trabaja y dejó de sentirse rara en este mundo. Lleva aún consigo el anillo de compromiso, para recordarse de que vive y que está, al fin, en el centímetro adecuado del amor.