Jesús Arboleya - Progreso Semanal.- Fueron necesarias varias masacres, principalmente de niños, para que el Congreso de Estados Unidos rompiera su inacción de 30 años y aprobara una ley que plantea modestas medidas para el control de armas en ese país. Sin embargo, casi al unísono, la Corte Suprema declaró inconstitucional otra ley del mismo corte, establecida por el estado de Nueva York, donde apenas se exigía tener licencia para portarlas en público.


Se achaca al avance de los conservadores, especialmente en la composición de la Corte, la imposibilidad de progresar en el control del uso de las armas, incluso el presidente Biden convocó a los electores a votar contra la derecha para frenar esta tendencia, pero la realidad es que el culto a las armas es un problema que se remonta a los orígenes de la nación, sostenido en el tiempo también por los liberales, bajo el aval de la constitución más anacrónica del mundo. Efectivamente, la Constitución protege el derecho a portar armas, lo insensato es que esa norma sea la que rija en el país, después de 200 años de implantada.

La razón no hay que buscarla en la veneración de los derechos democráticos de las personas, como pretende hacernos creer la Corte, sino en un negocio que se calcula en cerca de veinte mil millones de dólares anuales y su correspondencia con un aparato de influencia política, que abarca a todos los gobernantes del país y extiende la corrupción a otras partes del mundo. En los tribunales de Estados Unidos, se discute una demanda del gobierno mexicano contra empresas armamentistas norteamericanas, por la venta incontrolada de armas a los sectores delincuenciales de la nación latinoamericana.

La famosa segunda enmienda, que establece el derecho a portar armas, fue establecida en 1791, ocho años después de que Estados Unidos hubiera alcanzado la independencia. Era heredera de los reclamos de los colonos a organizarse en milicias y portar armas, frente a las prohibiciones inglesas, encaminadas a frenar el movimiento independentista. Pero esta exigencia, antes revolucionaria y progresista, se tornó maldita, cuando superó la lógica de la autodefensa, para responder al interés de actuar contra las comunidades indígenas, dentro del proceso expansionista estadounidense.

Así nació el derecho constitucional a portar armas, guiado por una intención genocida, que explica las raíces de una cultura de la violencia, refrendada otra vez por la Corte Suprema, en contra de la estabilidad que debiera pretender el sistema. Cientos de nuevas “milicias” se arman al nivel de ejércitos, para confrontar la amenaza que para ellos representan otros grupos étnicos, los inmigrantes, incluso el sistema político del país. Los que atacaron el Capitolio, lo hicieron con “licencia para matar”.

El culto a las armas es también la matriz ideológica que sostiene al enorme poderío militar y la existencia de un estado de guerra permanente, que ha tornado disfuncional el sistema legal y político norteamericano, toda vez que ha roto con los mecanismos de control y balance concebidos por los “padres fundadores” de  la nación. Hasta el mismo Washington se expresó contra la militarización del país y la falta de control en la producción de armamentos, es por eso que la Constitución establece que la declaración de guerra y el presupuesto militar son prerrogativas del Congreso.      

Aunque Estados Unidos nunca ha sido un país pacifista, el mecanismo de control funcionó con relativa eficacia hasta mediados del siglo pasado. Si se observa una estadística histórica del presupuesto militar estadounidense, se verifican los aumentos que tuvieron lugar en períodos de guerra o amenazas a la seguridad, pero rápidas disminuciones cuando estas coyunturas finalizaban. Sin embargo, a partir de la segunda guerra mundial la escalada ha sido ininterrumpida y la razón vuelve a ser de naturaleza económica. Para hablar bien, más que el culto a las armas, es el culto a los negocios relacionados con ellas, lo que se corresponde con la naturaleza del sistema.

El rechazo al gasto militar estaba relacionado con sus implicaciones para el balance del presupuesto, las afectaciones a la inversión social y el daño al desarrollo de otros renglones de la economía, considerados más lucrativos y seguros. Pero esta visión cambió cuando el gobierno creó incentivos específicos para la producción de armamentos y, junto con los servicios a las fuerzas armadas, las plantas armamentísticas se extendieron por todo el país, hasta el punto de generalizar la dependencia de muchas economías locales al presupuesto militar.

El complejo militar-industrial está vinculado a la producción y venta de todo tipo de armas, incluidas las que, por “derecho propio”, cargan los ciudadanos en su vida cotidiana. Pero también se extiende a otros renglones de la economía, desde los productores de hamburguesas o ropa, la industria del entretenimiento y la prensa, hasta las grandes empresas energéticas. El Pentágono es considerado como el mayor consumidor individual de petróleo del mundo.

El gran financista de la producción de armamentos ha sido el propio contribuyente estadounidense, pero una parte de los beneficios se redistribuyen a toda la población mediante los gastos domésticos del Pentágono, en una especie de versión militarizada de la doctrina keynesiana. Una falacia es que la industria militar es la base del desarrollo científico de Estados Unidos, cuando de lo que se trata es de proyectos subvencionados previamente por el Estado, sin riesgos para las empresas privadas, que sin embargo se apoderan de las patentes y las comercializan para beneficio propio. Algunos investigadores norteamericanos lo han definido como un universo donde, se “socializan los riesgos y se privatizan las utilidades”. Bajo este esquema, cualquier empresa civil pudiera ser la escogida para el desarrollo de proyectos científicos y nuevas tecnologías.  

El establecimiento de la hegemonía norteamericana, como resultado de la segunda guerra mundial, sobre todo su control del sistema financiero internacional, permitieron atenuar los impactos negativos de la militarización en el resto de la economía doméstica estadounidense. A la larga, gracias a los mecanismos de la dominación capitalista, el resto del mundo subvenciona los gastos militares de Estados Unidos, amortiza la deuda pública y garantiza el nivel de vida del pueblo norteamericano.

El corolario político doméstico ha sido la subordinación del cuerpo gubernamental y legislativo a los intereses del complejo militar, sobre todo cuando a la lógica sistémica se suman altos niveles de corrupción de funcionarios gubernamentales, congresistas y jueces a todos los niveles. A veces resulta patético que el Ejecutivo solicita cierta cantidad para el presupuesto militar y el Congreso, supuestamente el órgano encargado de regular estos gastos, decide aumentarlo de manera arbitraria. Se dice que por cada congresista, existe al menos un lobista del complejo armamentista encargado de regalarles cariño y recordarle sus deberes.

A veces ni falta hace, se lo recuerdan sus propios electores, también dependientes de las inversiones del complejo militar en sus vidas.  Se dice que la mayoría de la población norteamericana respalda el control de las armas, y es lógico suponer que así sea. Sin embargo, las estadísticas demuestran que cada norteamericano posee 1,2 armas, de lo que se infiere que también las utilizan muchos que las aborrecen, ya que lo impone el American Way of Life. Las armas, desde el simple y eficaz revólver hasta la bomba atómica, han resultado funcionales al desarrollo del sistema norteamericano y en eso estriba el culto que protege y justifica su utilización. Su mercado natural es el crimen.

 

 

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