Ha transcurrido una década y media desde la primera vez que entrevisté al Profesor Vicente Berovides Álvarez. La revista Juventud Técnica (JT) preparaba entonces un número especial dedicado al aniversario 200 del nacimiento de Charles Darwin y a los 150 años de la publicación de su libro La teoría de la evolución de las especies.
Poco tiempo antes, mi interés por el evolucionismo me había sumergido en el universo de la prehistoria humana y en los trajines del Equipo Investigador de Atapuerca (EIA), España, y el Bero —como solíamos llamarle algunos cercanos— era en Cuba el más docto en estos saberes.
Aquellas fueron las circunstancias en que conocí al investigador infinito y ocurrente, al admirable comunicador de los conocimientos científicos, al Profesor Titular y de Mérito de la Universidad de La Habana —sencillo hasta el tuétano—, siempre dispuesto a compartir sus experticias enciclopédicas con quien lo requiriera.
Sus sapiencias en torno a las ciencias de la vida y la tierra comprendían materias como la genética poblacional, la biología evolutiva y la ecología; era también un experto conocedor de los aportes darwinianos a las teorías evolucionistas (pretéritas y actuales), más un sinfín de otras erudiciones que soy incapaz de enunciar.
“Todo mezclado”, la entrevista que apareció en JT en enero de 2009, y otras que le siguieron después, alimentaron en aquella época el sendero de nuestros intercambios. Él acudía siempre dispuesto a revelarme las honduras ocultas en el trasfondo científico de la noticia de última hora —relacionada con el reino de sus competencias— y cuánto podría tener de sensacionalismo o mesura.
Mientras —y sin desperdicio— yo convertía en publicaciones aquel privilegio de tener a la mano, con la inmediatez que requiere el periodismo, a un experto de su estatura; al mismo tiempo que lo “conectaba” con el mundo de las publicaciones digitales —dada su pasión insaciable por socializar la cultura científica— y con el Proyecto Atapuerca (PA), sus célebres hallazgos y protagonistas.
En 2013 —ya cimentadas nuestras afinidades— fue el oponente de mi tesis de maestría sobre el PA. Años después, el 6 de octubre de 2019, escribió el prólogo de mi libro —aun inédito— Cuando caminé un millón y medio de años atrás, que compendia buena parte de cuanto he publicado sobre evolución humana en la prensa nacional.
Entusiasmado con la idea de que viera la luz un volumen como este —que leyó a pie juntillas y del cual valoró su rigor científico y lenguaje comprensible para cualquier lector— le hizo una propuesta estructural.
Nuestras sesiones de trabajo solían comenzar con un desayuno en mi casa. En esas ocasiones, su taza de café con leche y pan con lo que hubiera estaban siempre dispuestos frente a la tercera silla de la mesa, en el lado derecho. A la hora prevista, un toque atronador estremecía la puerta y, al entrar, ya él sabía dónde sentarse.
En ese mismo lugar, el 17 de marzo de 2011, durante una de las visitas a Cuba del arqueólogo español y codirector del PA, Eudald Carbonell Roura, el Profesor Berovides y él sostuvieron un diálogo de convergencias.
Berovides —que tomó la batuta sin poner cortapisas a su emoción y a su sentido del humor— habló del sensacionalismo con que suele ser tratado el tema de los genes en los medios; de los habitantes originarios de las Islas Canarias y su debatida descendencia directa de los cromañones; de los primeros pobladores de América Latina y el Caribe. Y, a la sazón le dijo a Carbonell:
—Bueno Doctor…, aparte del exterminio que hicieron sus antepasados en estas tierras… Ah, no, disculpe que usted es catalán (risas). Pero dígame Doctor, ¿es verdad que los cromañones eran más altos que nosotros?
Carbonell soltó una carcajada y le dio pormenores sobre la robustez de los Homo heidelbergensis, una especie preneandertal, antecesora del Homo sapiens. El Bero le respondió con lo que anunció como “una pregunta indiscreta”:
—Doctor, ¿si usted se encontrara a un Australopithecus herido en su jardín, lo llevaría al médico o al veterinario?
La simpatía del cubano animó a Carbonell a contar una anécdota autobiográfica relacionada con un incidente violento, y luego argumentó cómo la proximidad entre antropomorfos está en nuestro inconsciente, profundamente arraigada en la etología humana.
El diálogo siguió el cauce de los comentarios de Berovides quien hojeaba un catálogo del entonces recién inaugurado Museo de la Evolución Humana, en Burgos.
—¡Oh, el sexo! Como dijo Napoleón, es una bobería entre dos, apostilló entre risas a propósito del repertorio de imágenes que estaba disfrutando.
Las fotos le provocaban una fascinación tras otra ¡Geniales estas imágenes de los chimpancés! ¡Qué maravilla las esculturas de los homínidos! ¡Son tan realistas!
Apartó la vista del libro, me comprometió a prestárselo, y dijo:
—Me ha golpeado el olor de la cocina…! Doctor, ¿con qué se emborrachan los españoles?
—Yo me emborracho con coñac. Solo bebo ron cuando vengo al Caribe. Y en México he tomado unos tequilas más buenos… Todo tiene una asociación cultural. En la salida de los homínidos de África, que ocurrió por zonas costeras, esta gente tuvo que acostumbrarse al marisco, no tenían otra fuente de alimento, y así estuvieron años y años comiendo mariscos.
—Eso favoreció el metabolismo para digerir los mariscos Doctor.
—Sí Vicente, y quedó en la memoria del sistema.
—Es la llamada evolución crítica.
—El sistema almacena información continuamente, Vicente.
—Evolucionamos para comer todo tipo de cosa, Doctor.
Otro giro en la conversación y Carbonell celebra que Berovides hable de selección cultural,[1] no solo de selección natural.[2] A lo que el cubano acota: “Y la selección sexual, Doctor; ¡la clave está en el agente selectivo!” Me fascina de los humanos —añadió— cómo hacemos para exagerar los ornamentos: las mujeres por agrandarse los senos y los hombres por estirarse el pene.
—Cierto, Vicente, un efecto fenotípico que esconde la realidad…
— Sí, es como el sueño soñado, Doctor… Aun vivimos como cazadores recolectores primitivos.
—Vicente, ¿te quedas a almorzar?
—Doctor, mañana me voy a la Ciénaga de Zapata a cazar cocodrilos. Déjeme hacer algunas precisiones…
Unos minutos más, la mesa servida…, y el Bero espeta:
—Pellízquenme, pellízquenme, ¡estoy almorzando con Eudald Carbonell!
Como buen comunicador, el Profesor Berovides hallaba en los medios (televisivos, escritos…) el modo de canalizar una de sus grandes preocupaciones: la carencia de perspectiva evolutiva que percibía en buena parte de los estudios sociales y culturales, y en las distintas expresiones comunicacionales.
Esa ausencia —decía— impide con frecuencia una interpretación objetiva de ciertas problemáticas. “Es como si se prescindiera del proceso de transformación que tomó a los humanos millones de años para llegar a ser lo que somos y solo fuéramos animales civilizados.
Sin embargo, “el contexto evolutivo —además del medio social y cultural actual— puede ayudar a explicar conductas humanas que a veces solo son estudiadas a la luz de la contemporaneidad, aunque el 99 por ciento de nuestra historia como especie transcurrió en comunidades primitivas de cazadores recolectores.
“La cultura no está en los genes: se trasmite entre generaciones a través de la imitación, el aprendizaje, el lenguaje. En el cerebro humano, la cultura se elabora de forma lógica, racional, está mediada por un lenguaje especializado y tiene tres facetas fundamentales: lo que se piensa (que son las normas), las conductas que obligan esas normas (como andar vestidos) y los artefactos.
“Esta es una revelación de cómo ha evolucionado la mente y la cultura humanas, en organización social y tecnología. Nada semejante, en una forma tan compleja, está presente en los animales. A dicha simbiosis, llamamos cultura”.
Soy de los convencidos —insistía— de que genoma y cultura interactúan de igual forma; o sea, la cultura influye al genoma como el genoma influye a la cultura. “Pero, para los sociólogos que ignoran los conocimientos sobre evolución humana, los cambios sociales son puramente sociales”.
Un gesto entre colegas: Carbonell le pone a Berovides su sombrero de Indiana Jones, con el que se ha identificado como arqueólogo durante mucho tiempo.
***
Su sencillez genuina traslucía en el andar de sus pisadas tranquilas, en cuyo compás quedaban casi siempre aferradas al suelo; o en su portador de documentos, muchas veces resuelto con una bolsa de tela de donde podía sacar sus valiosas creaciones. Pero, sobre todo, en su obrar desguarnecido de títulos y distinciones académicas con quien le solicitara sus conocimientos.
“Te busca un viejito”, me dijo una mañana la recepcionista de la Casa de la Prensa. Y enseguida asomó el Profesor Berovides, que nunca fue un anciano, especialmente si se escuchaba el timbre de su voz aguda, la pasión de sus palabras y el entusiasmo con que cercaba las ideas que compartía.
Esa vez, venía con el original de Cuando caminé un millón y medio de años atrás bajo el brazo, los capítulos del libro organizados según su idea y el prólogo escrito a mano. También traía una colección de textos, con sus imágenes correspondientes, para que se los publicara y la respuesta a una lectora que había comentado sobre uno de sus artículos.
Unos meses más y llegó la COVID-19 a Cuba. En 2021 supe que se había contagiado. Lo llamé a su teléfono celular y me dijo: ¡Estoy perfecto! Solo he tenido una leve falta de aire. Publiqué entonces una entrevista que le había hecho para el libro citado dónde habló de su infancia feliz, de su nacimiento el 22 de septiembre de 1941, en La Maya, un pueblecito cercano a Santiago de Cuba, de su padre descendiente de españoles y de su madre —guantanamera e hija de mulata con hindú.
—De joven me decían Mahatma Gandhi. Me parezco mucho a mi abuelo materno, que como mi abuela fue parte de una gran migración hindú que llegó a Guantánamo.
Su fascinación por los animales lo acompañó toda la vida. De niño, iba casi todos los domingos al zoológico de Santiago y pasaba horas allí observándolos. Uno de los peores días de su existencia fue cuando descubrió que no podía ir a la universidad porque su padre, vendedor de cerveza Polar, no podía pagarla.
—Pero, por suerte, triunfó la Revolución y pude ingresar en la Universidad de La Habana, en la carrera de Biología.
—¿Esa es la alegría más grande que ha tenido?
—No. La más grande fue una noche que estaba en altamar, salvando iguanas de la extinción, y recibí una llamada telefónica. Era mi hijo para decirme que su esposa había parido una niña y un niño, jimaguas. Sentí una felicidad increíble. Y ahora, que son adultos sigo pensando en aquel momento y en que tengo dos nietos maravillosos. Y, también tengo a mi hijo José Luis, biólogo y bioquímico, con quien he compartido investigaciones y trabajos de campo.
Transcurrió el período de la pandemia y no volví a ver al Bero, aunque hablamos por teléfono un par de veces más. Me extrañaba su silencio en los medios, pero aun así el miércoles 2 de agosto de 2023 me sorprendió la noticia de su fallecimiento, a los 82 años de edad.
Han pasado tres meses desde esa fecha y me he puesto a escribir este texto. Tal como si el Profesor Vicente Berovides Álvarez —el amigo y colega en las andanzas de la socialización de los conocimientos científicos— hubiera vuelto otra vez al desayuno de mi mesa de comedor, y su voz, archivada en los audios de las entrevistas que le hice, escribí y publiqué, sonara en el espacio de unos pocos metros. Releo el prólogo de Cuando caminé… y compruebo que me halaga de más, pero que, sobre todo, da fe del valor de la especialización y el trabajo de investigación en el ejercicio del periodismo.
Notas:
[1] El proceso que conduce a la aceptación de algunos rasgos e innovaciones culturales que hacen que una cultura sea más adaptable a su entorno; algo parecido a la selección natural en la evolución biológica (Diccionario Oxford).
[2] Proceso mediante el cual los organismos mejor adaptados a su entorno producen más descendencia para transmitir sus características genéticas (National Geographic).
Tomado de La Jiribilla
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