María Teresa Felipe Sosa* - Diario Red
Mientras los proyectores del espectáculo iluminan el escenario europeo, Gaza permanece sumida en la oscuridad de la devastación. Más de 53.000 palestinos han sido asesinados en apenas dieciocho meses, medio millón los que están al borde de la hambruna por el bloqueo israelí de ayuda humanitaria; 71 mil niños menores de 5 años en medio de sufrir desnutrición aguda. Las imágenes son desgarradoras: escombros humeantes, niños desmembrados, hospitales convertidos en ruinas y convoyes de ayuda humanitaria convertidos en blancos militares. Sin embargo, el gobierno israelí insiste en que todo continuará “hasta el final”, con una retórica de exterminio que ya no se esconde, sino que se transmite en directo.
Y mientras Gaza arde, Europa aplaude. No a las víctimas, sino al verdugo.
Gaza: la distopía retransmitida
La Franja de Gaza ha devenido en un espacio que desafía toda noción de vida civilizada. La eliminación sistemática de familias, la aniquilación de infraestructuras esenciales, el uso de la inanición como arma de guerra, sitúan esta ofensiva no en los márgenes del derecho internacional, sino más allá de sus propios cimientos éticos.
Mientras 115 palestinos eran asesinados en un solo día, el Estado de Israel celebraba su presencia en el certamen de Eurovisión, interpretando una CANCIÓN titulada Un nuevo día amanecerá. Su letra El dolor pasará, pero nosotros nos quedaremos resuena, NO como expresión de esperanza SINO como reafirmación de impunidad. El contraste entre los cuerpos sepultados bajo los escombros de Gaza y las coreografías del escenario televisivo revela hasta qué punto el relato eurovisivo ha sido capturado por la lógica del poder: estética sin ética, espectáculo sin responsabilidad.
Eurovisión: ¿un canto a la paz?
La contradicción es tan evidente como brutal: el mismo Estado que ejecuta una ofensiva militar masiva canta sobre esperanza y permanencia ante millones de espectadores, envuelto en luces de neón y efectos especiales. Y lo hace en un festival que se presenta como símbolo de paz y hermandad entre los pueblos.
Pero Eurovisión no es, ni ha sido nunca, un simple concurso musical.
Un origen político con acento atlántico
Creado en 1956 por la Unión Europea de Radiodifusión, Eurovisión nació como una herramienta cultural tras la Segunda Guerra Mundial. Sin embargo, su contexto histórico es inseparable de la Guerra Fría: fue también una vitrina ideológica impulsada desde el bloque occidental como parte de una estrategia de influencia cultural frente al socialismo soviético.
Con apoyo tácito de estructuras como la OTAN, el Festival transmitía valores como unidad, modernidad y libertad, en clara sintonía con los intereses del Atlántico Norte. Lo que se presentó como un “canto a la paz” funcionó también como una herramienta de alineamiento geopolítico.
Hoy, esa misma vitrina permite a un Estado acusado de crímenes de guerra ocupar el escenario, mientras las bombas continúan cayendo sobre un pueblo sitiado
El doble rasero europeo
En 2022, Eurovisión excluyó a Rusia por el conflicto con Ucrania, argumentando que su participación resultaba incompatible con los valores fundacionales del certamen. Sin embargo, cuando se trata de Israel, ese mismo principio parece desvanecerse. La solidaridad se vuelve intermitente, contingente, regida por afinidades geopolíticas más que por principios éticos universales. El “nunca más”, proclamado como consigna moral tras los horrores del siglo XX, se revela entonces como un enunciado maleable, susceptible de reinterpretación según el contexto y los actores implicados. Los derechos humanos, en este escenario, se aplican de forma selectiva. ¿La causa última? El agresor es aliado. El agresor es parte del entramado occidental.
Así, Europa contempla el espectáculo sin rubor, transfigurando la catástrofe humanitaria en un decorado pop de luces y melodías. La guerra se enmascara bajo los códigos del entretenimiento. La propaganda, reciclada en verso y estribillo, encuentra en la industria cultural una eficaz vía de legitimación.
Fascismo con purpurina
No estamos ante una anomalía, sino ante una lógica del poder que se repite: la cultura como herramienta de blanqueamiento. La música como cortina de humo. El fascismo del siglo XXI no necesita botas ni brazaletes. Hoy sube al escenario, canta en playback y recoge aplausos. Porque el horror, si se ilumina bien, es digerible. Y la barbarie, si encaja en la estética eurovisiva, puede incluso ganar un premio.
* Activista cubana en redes sociales.