Pedro de la Hoz Fotos: Kike – La Jiribilla.- Cuando al escritor argentino David Viñas le preguntaron alguna vez por las dificultades de acceso de la obra al lector, respondió con una metáfora: “Con alguien que me lea, sé que voy haciendo camino. Dos personas son una multitud”.


La frase puede ser aplicada a lo que acaba de suceder en La Habana a lo largo de una semana de septiembre de 2011. El Encuentro de Cineastas de África, el Caribe y sus Diásporas, al reunir a 50 realizadores, productores y promotores de 26 países —diez naciones africanas y 16 caribeñas—, más la presencia inclusiva de EE.UU., Brasil, Bolivia y Ecuador, permitió aglutinar empeños, amasar sueños y proyectar esperanzas ciertas, encaminadas a dar visibilidad y sentido a un arte y una industria que refleja identidades muchas veces preteridas y sin embargo pujantes.

Si a eso se añade el éxito no solo en la capital, sino en otros territorios de la Isla del más completo ciclo de películas africanas que haya visto el público cubano, se tendrá una idea de la enorme significación política y cultural del acontecimiento.

El   concepto   político   resulta   cabalmente  pertinente.   Sin   voluntad   política —convicciones por delante para diseñar una plataforma convocante y luego una estrategia de continuidad, en la que se busca, más allá de las individualidades, el comprometimiento de estamentos gubernamentales, multinacionales y de la sociedad civil en el interior de los países—, no es posible siquiera pensar en un encuentro de tal naturaleza, y menos que se desprenda un programa de acciones concretas.

Porque la realidad es, como expresó el maestro Souleymane Cissé, patriarca del cine africano, que poco se hace con filmar, con tremendo trabajo y enormes dificultades, y que después no quede memoria del esfuerzo.

El problema es sumamente complejo. Las cinematografías africanas y caribeñas generalmente carecen de infraestructura industrial. Muchas veces estos países son utilizados como meros escenarios para la realización de películas norteamericanas y europeas, marcadas por la impronta poscolonial. El público consume mayoritariamente filmes producidos por Hollywood y otros centros hegemónicos de las industrias culturales en Occidente, los cuales determinan el gusto. Los circuitos de distribución comercial obedecen a esos patrones. Las posibilidades abiertas por la revolución digital entran en contradicción con las precarias condiciones económicas de los países de ambas regiones.

Sobre cómo romper ese círculo vicioso se discutió en La Habana, se valoraron experiencias y se plantearon iniciativas. El circuito alternativo diseñado por la Muestra Itinerante de Cine del Caribe, que bajo la dirección del realizador Rigoberto López propició el Encuentro, ha demostrado cómo se pueden saltar las barreras de la invisibilidad y sumar nuevos públicos. El compromiso de la Fundación Funglode, de República Dominicana, los festivales de Cine Negro, de Brasil, y de Cine de Luanda, y del Centro Panafricano de Cine, que se fomenta en Senegal bajo la dirección del maestro Mansour Wade, debe servir de nodos para la articulación de estrategias de exhibición y promoción de la producción fílmica africana y caribeña en un futuro inmediato. La palabra empeñada de Danny Glover, prominente figura de los medios fílmicos e intelectuales afronorteamericanos, puede sumar voluntades.

Todo a partir de un presupuesto sine qua non: hay que hacer cine y buen cine. Un cine, como dijo Rigoberto López, que exprese desde la diversidad estética reveladora de identidades populares.

Las piedras para esa obra de fundación se encontraron en La Habana. La avalancha no debe estar lejos

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