Joel del Río - La Jiribilla.- Lucía cifra la propensión de aquella época a explorar detalladamente la difícil relación del individuo con el contexto social y político. La irrealización afectiva, sentimental o sexual de las tres protagonistas se relaciona, causalmente, con circunstancias adversas inherentes a las tres etapas que ellas habitan: el período del yugo colonial impuesto por España, la corrupción y tiranía en la seudorrepública, la discriminación de la mujer en los primeros años de la Revolución.

Cuarenta años después de creado, todavía nos parece modélico, insuperado, el ambicioso tríptico que ilustró en imágenes y sonido la esencia espiritual de tres momentos incandescentes en la historia de esta nación y de sus mujeres, ambas en sempiterna contienda por superar dependencias, por encontrar el amor y la libertad, como los más diáfanos ideales imaginados e imaginables.



Haciendo uso de códigos artísticos diferentes en cada uno de los tres murales que componen el tríptico (melodrama de matices trágicos y operísticos para los años 1890; ironía pesimista y nostálgica para los años 30; farsa pop carnavalesca para los años 60), Humberto Solás sumerge al espectador de todas la épocas y países en los pleamares de la historia cubana, sin que el empeño del cineasta por bordar la épica o la reflexión macrosocial, ahogue por un instante la tragedia personal de sus apasionados personajes.

Distante de toda ortodoxia o dogmatismo, Humberto cierra la película con una escena en la cual insinúa la eternizada postergación de los desgarramientos y las incomprensiones, y aporta su visión personal sobre cada momento histórico concreto que va tocando antes de arribar al metafísico final: nunca los mambises habían sido descritos tan feroces y encueros, nunca la Revolución del 33 sonó tan decepcionante y romántica e idealista, jamás los años 60 nos parecieron tan entusiastas, guajiros, sensuales y risueñamente menesterosos.

Las mujeres solasianas tratan de abrirse camino, y ensanchar las veredas y la perspectiva de “sus” hombres, haciendo posible el preclaro ejercicio de amar y ser amadas. Pero el huracán de los tiempos, las veleidades de la historia, tronchan, devastan, y las empujan a la locura y la venganza, la desilusión y el desamparo, al ruego y la lágrima que imploran un futuro menos árido. Porque aunque se revisen, evalúen y compendien desmanes pretéritos, se logra aprehender la inmanencia, la sustancia común pero inasible que distingue el alma de los pobladores del archipiélago cubano, particularmente de sus mujeres, atrapadas en inacabable ciclo de oscuridades, frustraciones e intolerancias, porque incluso la desolación y la desesperanza pueden ser inspiradoras, tal vez más inspiradoras que los momentos de calma y equilibrio.

Se ha insistido, con razón, en la crispación neorromántica del primer cuento, en la languidez pesimista del segundo, en la efervescencia y extrema vigencia del tercero, pero no siempre se explica que Lucía describió, como ninguna otra película cubana lo ha hecho, la policromía —a pesar de su, a veces, contrastado blanco y negro— los traumas y la complejidad que acompañaron el nacimiento de una conciencia de nación, de un modo de ser y un espíritu enteramente criollos, simbiosis de razas, culturas y pueblos acrisolados al sol y la sombra de la ceiba, la palma y el Caribe.

Dentro de cuatro décadas, exactamente, en septiembre del año 2048, estaremos celebrando los 80 años de Lucía con las mismas palabras, u otras similares, que quieren darles forma a la genialidad tutelar e inspiradora, al advenimiento incontestable de un cine cubano consagrado a derrochar inteligencia, pasión y altruismo. Porque Lucía nos regaló a Cuba de cuerpo entero, desmelenada, calle abajo y cuchillo en mano en busca del traidor, preñez que espera con puertas y ventanas abiertas, rebelión y mansedumbre de pequeña playa umbría, irredenta.
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