Con el compendio de cincuentas canciones para cinco décadas de andar revolucionario celebran el Instituto Cubano del Libro (ICL), la Editorial José Martí del y los antologadores Radamés Giro e Isabel González el advenimiento de uno de las sucesos más trascendentes de América Latina y que trastocó la vida de millones.


Guillermo Rodríguez Rivera - La Jiribilla.- En Cuba, la poesía no solo fue la primera voz que expresó a la nación, sino que fue una clara contribuyente a la fundación de la nación misma, porque ayudó decisivamente a establecer sus imprescindibles símbolos.

Antes de que los cubanos empezáramos a pensar en la palma real como el árbol nacional, el poeta José María Heredia, exiliado, perseguido por su condición de independentista, vio las palmas en la caverna prodigiosa del Niágara.

No, perdón. No las vio, las imaginó, porque la imaginación tiene una potencia espiritual que no tiene la vista. Fue su alma quien colocó la palma allí, para que fuera desde allí a situarse, muchos años después, directamente en el escudo de la patria. Cuando los bayameses le pidieron a Perucho Figueredo la letra de la marcha que finalmente sería nuestro himno nacional y que ellos llamaban ya "La Bayamesa", recordando "La marsellesa" que nació en la Revolución de Francia, dicen que el bayamés cruzó una pierna sobre la montura de su caballo y escribió unos versos que usaban el mismo decasílabo que también Heredia había consagrado en el que fue el poema emblemático para los patriotas cubanos de entonces: "El himno del desterrado”.

El músico Francisco Castillo le confió a su amigo Carlos Manuel de Céspedes, a quien los cubanos llamaríamos después Padre de la Patria, que quería reconciliarse con su esposa, y a Carlos Manuel no se le ocurrió nada mejor que apelar al poeta José Fornaris para que escribiera los versos de una canción cuya música compondría Castillo y que se cantaría en la ventana de su esposa Luz Vázquez. Junto a la patria, la poesía y la música, llegaba el elemento que faltaba para terminar de fraguar la canción cubana: el amor.

Esta antología que han preparado Isabel González y Radamés Giro para festejar el medio siglo de la Revolución Cubana, es una antología casi perfecta. Y digo casi para concederle esa mínima imperfección que es posible en las obras humanas. Alguien, en efecto, podría considerar que falta aquella canción y alguno más osado que sobra esta otra.   Yo mismo, no tengo nada que reprocharle: creo que aquí están las canciones que debían estar.

Solo en algo discrepo de los autores y es cuando afirman, en la breve nota que introduce la antología que (los cito) "la historia de estos cincuenta años se puede contar a través de las canciones producidas en este período".

Discrepo, porque pienso que toda la historia de Cuba puede contarse a través de su música popular y su poesía, que son como el alma misma de la nación.

Cuando digo que aquí están las canciones que deben estar, lo hago porque entre ellas figuran las que integran nuestra memoria histórica, pero también las que componen nuestra memoria sentimental. Me parece admirable que Isabel y Radamés no se hayan contentado únicamente con las que cuentan la historia grande sino también incluyan las que cantan la historia íntima: el dolor, la nostalgia, el amor encontrado o perdido.

En todas estas canciones está el cubano que las ha sostenido, porque ha sostenido también la obra de estos 50 años, que no se pueden borrar del alma de la patria. Diría más: diría que estas mismas canciones forman parte del alma de la patria, porque esa alma no es una inasible entidad metafísica, sino una suma de amores, de pasiones, de deseos, de dolores, de logros, de esperanzas conseguidas y de las que todavía aguardan.

Es una suma donde están esos elementos que sostienen también el alma de Cuba: la música, la poesía, el amor.

Radamés e Isabel les han dado cita en estas páginas, que tienen, no lo duden, el poder de los recuerdos que no saben morir.

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