Luis Sexto - inSurGente.- ¡Cincuenta años! ¿Podrá decirse “que al cabo de ellos, si no blancos los cabellos tuviera el alma apagada y fría”? Esa es parte de una estrofa de un romántico de las letras españolas, que he puesto entre interrogaciones, porque la cifra inicial se refiere al medio siglo que el primero de enero de 2009 redondea la revolución cubana. ¿Apagada y fría? ¿Cansada? ¿Entusiasmada? ¿O extraviada?


Las respuestas no podrán ser tajantes si queremos juzgar con justicia. Las miradas militantemente severas suelen ir a los extremos y desde los extremos el énfasis nos dicta la oscuridad del fundamentalismo, que suele afiliarse a lo irracional desde las derechas o las izquierdas.


Primeramente se ha de constatar en nuestro análisis esta verdad común, pero incompleta: El proceso iniciado hace 50 años con el triunfo del Ejército Rebelde y otras fuerzas revolucionarias lideradas por Fidel Castro, sigue, al menos nominalmente vivo en la presencia de sus principales figuras fundadoras, en algunas de sus realizaciones y, sobre todo, en el discurso, aunque la palabra haya perdido fuerza.


Estar viva, es decir, en el poder, resulta el primer mentís con que la revolución cubana responde a cuantos la odian, la denostan y la combaten de formas diversas, pero conocidas desde los primeros claros de la Historia. En términos exactos, hemos de admitir que el infundio y  la distorsión son recursos propagandísticos muy empleados. De qué no se ha acusado a la revolución y por consiguiente a los revolucionarios. Y, sin embargo, continúan gobernando, actuando. ¿Podría ser posible que “ideas y hombres tan perversos” mantengan el poder sin que sus oponentes haya podido quitárselos, o sin que el pueblo los haya sacudido, como derrocó a tiranías de los generales Gerardo Machado y Fulgencio Batista en 1933 y 1958 respectivamente?  No aduzcan ahora que los revolucionarios gobiernan con tanta represión que nadie puede disputarles el poder. Ese argumento, cuerdo en apariencias, se deshace cuando sabemos que fue precisamente la represión sangrienta de Machado y Batista –tortura, asesinato, desaparición- una de las principales causas del  derrocamiento de ambos regímenes. Poco conocen al pueblo cubano los que presumen que es tan servil como para soportar el rigor continuado de “una casta que lo maltrata y suprime”.


Esa arista, sin embargo, no es la primordial de hemos de considerar al enjuiciar estos 50 años de ejercicio revolucionario en el poder. Evidentemente la revolución o como mínimo sus ideales han perdurado, porque el pueblo, en mayoría, ha querido. Aquel apoyo casi unánime que generó la revolución desde su triunfo, incluso desde la campaña de liberación en sierras y ciudades, sigue cualitativamente vigente, aunque matizado por dudas y opiniones oblicuas. Porque uno, que vive en Cuba, entre todos y como todos, pulsa cada día cierta desilusión, cierta fuga de la confianza y cierta resignación ante lo que necesita readecuarse y se demora. Pero  nadie que sea revolucionario o le otorgue crédito a la revolución, intentará  cambiarla o sustituirla abriéndoles una puerta a cuantos la combaten en el país y desde territorios extranjeros. La contradicción básica de los llamados “disidentes” no radica en que carecen de espacio en Cuba, sino que los cubanos –una mayoría- no los reconocen, porque aquellos aspiran a lo que muchos no queremos ni admitimos: volver a la égida de los Estados Unidos, en crasa y doble dependencia económica y política.


Si alguna vez desapareciera la facultad de pensar en Cuba, seguiría latente la sospecha sobre las intenciones limpias y democráticas de los Estados Unidos con respecto de Cuba. El cubano medio intuye que, vuelta la Isla al patio norteamericano, le corresponderá el papel de Las Vegas o de Miami: centro y vía de la prostitución, el juego y el narcotráfico. ¿Quién lo duda? Ese fue el papel de esa Cuba previa a 1959 y que los químicos de las cocinas ideológicas de Miami y Madrid ofrecen como próspera y libre. Próspera y libre en las memorias de cuantos fueron minoritariamente prósperos y libres ejemplares de una pequeña clase media de autos, apartamento costosos y vacaciones en La Florida, a costa de la pobreza generalizada de obreros sin trabajo; campesinos expulsados de sus tierras o asesinados por geófagos y policías rurales; familias desalojadas de sus casas por no poder pagar al casateniente; niños, jóvenes y adultos analfabetos; poblados sin electricidad, sin médicos, sin maestros; mapas sin carreteras… Esa es la Cuba que recuerdo, y que conservan los periódicos, los archivos fílmicos y las estadísticas de aquella época, a la cual solo un tercio de los cubanos que hoy viven conocieron como para testimoniarla de manera aproximada.


Cincuenta años más tarde, la Cuba actual no es lo que afirman sus enemigos, ni tampoco todo cuanto pregonan sus amigos, ni todo lo que creen algunos de sus dirigentes, administradores y más fervorosos adeptos. Y quizás no sea tan inquietante la imagen satanizada de los enemigos, ni la angelical de los amigos, como la imagen de inmutabilidad que suele entorpecer parcialmente la visión que  toma decisiones en Cuba. ¿Apagada y fría la revolución? ¿Cansada? “No”, responderían cuantos se insertan en las verticales estructura de gobierno y administración del país, y cuantos, desde el retiro, se dedican a recordar la hazaña que les dio justificación para vivir y insertarse en un proceso histórico único, habitado por la gloria de alfabetizar, plantar carretas, levantar escuelas, construir fábricas, ganar guerras solidarias y resistir invasiones, sabotajes, bloqueos concebidos, pagados, atizados desde los Estados Unidos, donde una de sus ciudades, entre las menos importantes en 1959 –y la más cercana a Cuba- se convirtió en la capital mundial de la contrarrevolución en América Latina.


Tampoco la revolución está extraviada, según las referencias litúrgicas del discurso oficial, que va empalideciendo, porque se le han reducido los argumentos tras 20 años de carencias, de pérdidas de mercados tras la desilusión de la Unión Soviética y del socialismo real, que deterioraron parte de la obra levantada –física y social- en los 30 años anteriores. Pero si el discurso suena más repetitivo y menos renovador y convincente resulta  también porque, en efecto, Cuba  permanece dubitando –dubitando, digo discretamente con el propósito de no echar ácido en nuestras esperanzas. Cuba aparenta no precisar con certeza los medios para ir adónde la urgen las circunstancias nacionales e internacionales, aunque en los últimos meses la política exterior cubana pluraliza sus relaciones y multiplica los focos de colaboración como acatando la previsión de José Martí de comerciar con muchos para evitar la dependencia de uno solo, porque el que compra y presta, manda.


El curso de la nación se percibe, pues, como detenido, aunque solo sea una percepción errática. Junto con el apoyo económico de la URSS, también se diluyó el modelo, incluso se ha extraviado la capacidad, también la sinceridad, de admitir que ese paradigma socialista portaba en sí las cargas implosivas de lo mal diseñado y mal realizado. Y que, por ello, persistir en sus normas y estructuras implica permanecer varado en el fracaso, oscilando entre la inestabilidad condicionada por la guerra fría que calientan los Estados Unidos desde el propio 1959, y las insuficiencias de la dialéctica interior.


Esa dialéctica cuenta, en los años recientes, con dos momentos preclaros: en noviembre de 2005 cuando Fidel Castro advirtió del peligro de que la revolución implosionara por errores y vicios internos, y el 26 de julio de 2007 cuando Raúl Castro deletreó la necesidad de realizar reformas estructurales en la sociedad cubana. Nunca antes, el lenguaje de la revolución penetró contemporáneamente tan hondo en nuestras necesidades y urgencias, como en esos discursos doblemente históricos por su trascendencia y oportunidad


Tres años más tarde de la admonición de Fidel, y 16 meses después de la previsión de Raúl, las cosas siguen en  casi la misma posición, agravadas por una ausencia de información que, desde luego, incide en el debilitamiento  del entusiasmo suscitado por la certeza de que los dos hombres más confiables de la República conocen cómo el sueño cincuentenario de millones de personas vive al borde de la desesperanza.

Las señales son confusas. Y no sé si lo que veo entre brumas es solo una deficiencia de mi agudeza política. Por ello he demorado en actualizar mi columna de Insurgente donde he colaborado desde su aparición y donde sé que habitan compañeros y compañeras honrados, aliados de la revolución cubana y poseídos por la misión de edificar “ese mundo mejor y posible”. Comprendo  que los  tres ciclones recientes –Gustav, Ike y Paloma, monstruos prehistóricos cuyos vientos despedazaron bosques y ciudades-, aflojan peligrosamente el terreno donde se han de reordenar las bases. Existe en nuestro país una “inestabilidad” derivada de las mismas circunstancias de vivir casi todos del milagro de salarios depreciados, comprando productos en otra moneda, exclusiva más que inclusiva. Esa fisura en una sociedad aun insatisfecha exige la cautela para cualquier renovación estructural.


Pero esta prudencia no lo explica todo. Lo he sostenido en otros artículos: el Estado revolucionario se ha burocratizado. Es tanta su esclerosis que recabar la flexibilidad suficiente para modificar un tanto el orden económico y su correlato político en la búsqueda de la eficiencia y la efectividad, aun dentro de fines revolucionarios, levanta tantos obstáculos que se paralizan las voluntades. Aún el odio, el castigo, la sanción como formas dominantes de dirigir la sociedad o de curar o reducir los males de la corrupción, el delito y la indisciplina, alcanzan una inquietante beligerancia ante el imprescindible clima constructivo, regenerador,  racional, y de consenso que ha de distinguir  lo más humano y revolucionario de la causa nacional.


Lamentablemente -tal vez por excesivo cuidado- nadie se ha atrevido a cortar las amarras que une a la burocracia con el destino del país. Y la burocracia no aprende que a la plenitud de la verdad y la justicia se llega alcanzando verdades y justicias parciales, que es como decir las que necesitan el pueblo y la revolución en cada tramo de su camino hacia un rumbo clara e inteligentemente trazado.


¿Cuba hoy? Pues, a mi parecer, es una conjunción de frialdad, duda, resignación, entusiasmo, vocación liberadora. Y de certeza. La certeza de que la revolución y las aspiraciones de justicia, equidad y auténtica libertad de millones de seres humanos se perderían  si  los cascos de los nuevos bárbaros de Atila, que dijo Rubén Darío, cruzan el estrecho de La Florida. Y la guerra de pobreza que los Estados Unidos aún practica contra la revolución -incluye vender bajo condiciones onerosas algunos productos y restringir accesos fundamentales-, podría tender los pontones de la reconquista si  Cuba, ateniéndose a la excesiva cautela que algunos propugnan,  se niega a imitar a Lázaro y no echa a andar. Esa batalla de múltiples frentes, se gana en particular dentro del país, donde ha de ofrecerse la perspectiva sustentable de un socialismo capaz de dar algo más que el mínimo previsto, social y políticamente, por la conservadora rigidez burocrática.

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