Gabriel Kolko - Sinpermiso.- La guerra, desde lo que son sus preparativos hasta llegar a sus repercusiones, ha definido tanto la naturaleza esencial de las principales naciones capitalistas como su poder relativo al menos desde 1914.


La guerra se convirtió en el catalizador primordial del cambio de los movimientos revolucionarios en Rusia, China y Vietnam. Si bien las guerras también crearon partidos reaccionarios y fascistas, sobre todo en el caso de Italia y Alemania, a largo plazo produjeron cambios sociales internos de gran alcance. La revolución bolchevique fue el ejemplo preeminente de esta irónica simbiosis de guerra y revolución. Las guerras no sólo causaron desórdenes sociales en el seno de las naciones, trayendo revoluciones a diestro y siniestro, también atenuaron la capacidad de los estados capitalistas de competir económicamente unos con otros. En grado importante, la supremacía económica de los Estados Unidos hasta la guerra del Vietnam se basó en las consecuencias económicas de las dos guerras mundiales para Europa. Europa hacía la guerra mientras Norteamérica producía para ella bienes de guerra, hasta que se encontró en condiciones de entrar en guerra según su conveniencia. Con posterioridad a 1964, se invirtió el modelo, a medida que los Estados Unidos se debilitaban a causa de la guerra mientras europeos y japoneses fabricaban bienes de consumo y prosperaban.  

Las opciones políticas adoptadas por los EE.UU. y la mayoría de las demás naciones dependían de la salud de la economía, o de la ausencia de la misma. Las necesidades económicas restringen las opciones que pueden considerar quienes están a cargo de la política. Lo que puede permitirse una nación resulta crucial para determinar lo que puede llevar a cabo a largo plazo. La naturaleza de una estructura de poder -qué individuos y clases poseen mayor influencia- configura a su vez el abanico de medidas políticas que es probable que escojan quienes han de tomar las decisiones. El papel político de las corporaciones que más tienen que ganar dentro de una nación ha sido siempre enormemente desproporcionado en relación a su número. Han creado mayor consenso entre quienes tienen mayor peso en política. Han proporcionado, en grado notable, el personal y conocimiento experimentado necesarios para la valoración y dirección de la política exterior. Todo esto parece perfectamente evidente de por sí, pero vale la pena que recordemos que -entre otras cosas, pero a menudo de modo principal- la política exterior refleja la naturaleza de las partes interesadas, que pueden ser de cuño empresarial (un conjunto con frecuencia muy dividido) o étnica (otro conjunto no menos divido según su concepción del mejor modo en que los Estados Unidos deberían abordar determinadas situaciones), o incluyen otros grupos de interés de toda especie y condición.

Históricamente hablando, las principales naciones capitalistas mantuvieron un consenso en contra de todas las revoluciones sociales en el Tercer Mundo. No obstante, este consenso se fue erosionando y deshaciendo a medida que los intereses comerciales nacionales entraron en juego por encima de las rivalidades por el petróleo y materias primas cruciales, y conforme se hacía más apremiante el deseo de integrar a las antiguas naciones colonizadas (por artificiales que muchas fueran) en esferas de influencia. Como resultado de ello, se recrudeció el conflicto de poder entre Europa Occidental, los EE.UU., Japón y, más recientemente, China. La guerra de Vietnam hizo posible esta nueva firmeza y poder real de otras naciones, a medida que la economía norteamericana, agobiada por la inflación y el déficit vio cómo se debilitaba el dólar y se abandonaba el patrón oro con Lyndon Johnson.

Fue la incertidumbre misma lo que los EE.UU. dieron por cierto, lo que llevó a un futuro señalado por frecuentes crisis en el terreno de la política financiera y exterior, dependiendo de los intereses que entrañaran. Todo esto parece de por si evidente, pero aparentemente no lo es tanto para quienes gobiernan las naciones, en buena medida porque los intereses en juego son siempre distintos y sencillamente son demasiado los matices que hay que dominar.  

Los críticos radicales no pueden elaborar un calendario ni predecir la magnitud exacta de las crisis futuras, porque resultan deficientes sus percepciones analíticas, al haber perdido su atractivo y sonar a hueco. Pero quienes gobiernan nuestras instituciones políticas y económicas tienen el problema de resolver los retos que heredan y su incapacidad en el pasado para hacerlo sin crear desazón en algún sector de la sociedad norteamericana -por lo general los pobres y desfavorecidos- deja un sombrío futuro como legado para quienes es probable que tengan más que perder.

El problema de dirigir una ingente política exterior y militar, no sólo en el caso de los EE.UU. sino también de otras naciones, es que todas las decisiones sobre cuestiones vitales se filtran a través del prisma de la ambición. Puesto que los hombres y mujeres que aspiran a alcanzar influencia y poder muy a menudo dictan sus consejos con vistas a hacer progresar su carrera, por lo general son todo menos asesores objetivos de las diversas opciones. La elección rara vez se adopta con la vista puesta en los hechos. La guerra de Irak constituye un ejemplo de ello. El informe de la National Defense University de abril de 2008 sobre la guerra de Irak, que venía a denominarla "un desastre de primer orden" lo redactaron personas que en principio habían dado su apoyo pleno a la guerra con el fin de hacer progresar su carrera, dándose más tarde cuenta de que era esencial pronunciarse en contra, puesto que resultaba políticamente conveniente para garantizar que siguieran circulando los fondos del Congreso. En resumen, debería llegarse a una decisión sin tomar en cuenta las demandas del sistema burocrático o los cálculos de los individuos respecto a cómo afectará una decisión dada a su futuro personal. Pero el actual sistema de toma de decisiones está contaminado. Pueden cometerse errores de modo inocente, como sucede con frecuencia, por juzgar mal los hechos o desconocer una información vital, pero el sistema tiene también el problema de los ambiciosos. Todas las teorías sobre expectativas racionales, contando entre ellas a las nociones esquemáticas de Max Weber y cosas parecidas en sociología, cometen errores muy semejantes.

Todas las medidas políticas principales de Bush, sobre todo sus guerras en Afganistán e Irak, así como la ostentosa agenda neoconservadora destinada a convertir a los Estados Unidos en la potencia mundial dominante, fracasaron, dejando un legado de temor y odio en Oriente Medio y buena parte del resto del mundo, a la vez que se convertía a Rusia en enemiga y se debilitaban las tradicionales alianzas norteamericanas. Estas políticas convirtieron a Bush en el presidente más impopular de la historia norteamericana. En lugar de justificar el poder del Pentágono y tener éxito al extirpar los males del terrorismo, las guerras de Afganistán e Irak han demostrado una vez más que los EE.UU. no pueden imponer su voluntad a naciones determinadas a resistirse a ello. También han desestabilizado gravemente al mundo musulmán, Pakistán y toda la región del Sur de Asia, convirtiendo la proliferación nuclear en un problema mayor que nunca. Como en el caso de su intento de destruir a los comunistas vietnamitas, el ataque norteamericano al régimen de Sadam Hussein reveló de nuevo los límites de su poder. Lo que es todavía peor, en Oriente Medio la guerra de Bush - tal como temía su padre- ha dejado a Irán como potencia dominante en la región, transformando el equilibrio de poder en favor de una nación que los EE.UU. habían decidido convertir en enemiga. Las contradicciones y desastres constituyen el motivo conductor prácticamente de todo lo que llevó a cabo el segundo George Bush, pero también existe una continuidad crucial entre su propia administración y la de su padre entre 1989 y 1992.

Tras el derrumbamiento de la Unión Soviética en agosto de 1991, los Estados unidos se quedaron sin un enemigo identificable. Ya que el adversario de la Guerra fría había desaparecido, había que reemplazar el temor al comunismo con otra inquietud movilizadora. El presidente George H.W. Bush y la mayoría de sus asesores deseaban ver sobrevivir a  la URSS de algún modo. “Estamos interesados en la estabilidad de la Unión Soviética" dijo a Bush Brent Scowcroft, consejero de Seguridad Nacional del presidente. “Los enemigos históricos se verían menos constreñidos por el alineamiento bipolar de las superpotencias", declaró en 1991 la Junta de Jefes de Estado Mayor. El comunismo había resultado peligroso pero previsible, y el peligro estribaba ahora en la "desregulación interna". Lo que resultaba esencial era una nueva doctrina que substituyera al temor al comunismo, que mantuviera al Congreso y a la opinión pública norteamericanas dispuestas a gastar sumas desorbitadas pàra mantener a las fuerzas armadas norteamericanas como las más robustas del planeta.    

El primer presidente Bush asignó este problema de definición a su Secretario de Defensa, Dick Cheney, que más tarde se convertiría en vicepresidente con su hijo. Cheney hizo pública una ostentosa visión de un poder militar norteamericano dominante tan grande y omnipotente -y caro- globalmente que ninguna nación podría rivalizar con él. La política era vaga respecto a contra qué nación o enemigo se dirigía, pero incluía el abandono de la doctrina de la disuasión nuclear y el compromiso de usar armas nucleares contra amenazas menores: armas de destrucción masiva o amenazas de naturaleza indefinible. Nunca fue repudiada, pues continuó de hecho con la administración Clinton. Posteriormente formaría la base de la visión neoconservadora de la segunda administración Bush. Desde luego, nadie la ha repudiado, ni republicanos ni demócratas, hasta el día de hoy. Cuando algunas partes de la visión de Cheney se hicieron públicas en 1993, se consideró una vez más a japoneses y alemanes llamados a desafiar potencialmente al poder norteamericano. Tras la Guerra del Golfo de 1990, se consideró enemigo a Irak, pero también un país estratégicamente importante para los EE.UU. simplemente porque Sadam Hussein -otrora amigo de los EE.UU. y receptor de miles de millones de dólares en concepto de ayudas- contuvo de manera efectiva el poder de Irán. ¿Quién era el enemigo? Si esto ha seguido estando poco claro, hoy es el día en que la política norteamericana está preparada para hacer uso de armas nucleares contra amenazas no nucleares, abandonando la distensión por algo bastante más amorfo en términos de consecuencias prácticas.

La continuidad entre los reinados de los presidentes Bush queda bastante clara, como lo es el hecho de que el uso de armas nucleares para responder a amenazas no nucleares, y el abandono de la disuasión, fue también política de la administración Clinton. Todas a su vez formaban parte de un enfrentamiento con el mundo que comenzó con el presidente  Harry Truman. Cheney apenas sí fue un accidente: se convirtió en vicepresidente para cumplir con una doctrina consumadamente ambiciosa comprometida con los peligros, y aunque Bush el mayor lamentara luego la forma en que se interpretó dicha política, fue también autor de lo que ha demostrado ser el más fatuo de todos los esfuerzos: articular una doctrina movilizadora para substituir el temor al comunismo por un enemigo y amenazas indefinibles que justificasen el inmenso y creciente presupuesto del Pentágono.

El problema de los Estados Unidos hoy en día se ve agravado por la creciente disparidad entre sus doctrinas militares y su realidad, y por mucho más. Cuando debatimos la política exterior norteamericana debemos diferenciar entre la ideología y los motivos que la han guiado en el hemisferio occidental, desde fecha tan temprana como 1823 cuando la doctrina Monroe excluyó a las potencias coloniales europeas de cualquier ulterior expansión y dejó toda la región a los EE.UU., que incluso entonces tenían ya la vista puesta en grandes extensiones de México y del imperio español para su beneficio. (Incluso hoy día, sólo el 82% de los norteamericanos habla inglés. La mayoría de los demás habla español). Las intervenciones norteamericanas que se produjeron mucho más tarde fueron respuestas ad hoc a las crisis entre naciones europeas que tenían como origen la disolución del colonialismo, o los temores del comunismo, a veces reales pero a menudo inventados y convenientes. Muchas de estas respuestas resultaban imprevisibles e implicaban de todo, desde la necesidad de asegurar la "credibilidad" del poder militar -como en el caso de Vietnam- a la pura fijación ideológica y la creencia de que la potencia de fuego podía resolver rápidamente los retos políticos, como en el caso de la actual guerra de Irak. Las crisis del hemisferio occidental, como las que aparecieron en otros lugares a partir de 1947 puede que entrañaran lo imprevisible, pero el papel norteamericano en Occidente ha tenido una dimensión geopolítica crucial que rara vez se dio, acaso nunca, en Asia u Oriente Medio. Económica y estratégicamente hay que observar las crisis del hemisferio occidental a través de un prisma que es mucho más antiguo y más vital para los verdaderos intereses de los Estados Unidos. Menos de una quinta parte de su petróleo procede hoy del conjunto del Golfo Pérsico, en donde combate en lo que se ha convertido en una guerra de primer orden. Las guerras en el hemisferio oriental alejan a los EE.UU. de lo que son sus intereses y su historia.

Pero los EE.UU. buscan y encuentran otros problemas. La primera guerra de Corea reveló su incapacidad para ajustar la capacidad tecnológica y de combate dirigida contra objetivos soviéticos y centralizados o urbanos, para los que sus bombas atómicas y blindados móviles estaban mejor adaptados- y los descentralizados campos de batalla a los que se enfrentó en Corea y Vietnam, y después en Irak, por mencionar sólo los más conocidos. La guerra de Vietnam supuso un esfuerzo inútil, costoso y prolongado por utilizar una enorme movilidad y poder aéreo -helicópteros y B52- para luchar contra un ejército guerrillero escondido en la jungla y enormemente descentralizado. Incluso entonces se produjo una creciente confusión doctrinal, agravada por la proliferación de armas nucleares, y hoy en día los EE.UU. sufren una crisis doctrinal todavía más aguda. Sus guerras de Afganistán e Iraq han disparado los costes más allá de lo que es posible imaginar, durarán hasta mucho después de que abandonen Washington quienes las iniciaron y sin embargo terminarán siendo un fracaso. Hay razones para aumentar el gasto de Defensa, dado que éste sostiene a los fabricantes de armas que disponen de un tremendo poder en Washington, pero sus promesas de éxito han demostrado ser una quimera. Ciertamente, los contratistas militares a menudo sólo quieren vender armas, no que se utilicen. Algunos de ellos, desde luego, puede que estén incluso en contra de las guerras en las que se emplean sus productos.

La disparidad entre la tecnología militar y la realidad también ha afectado a aliados de Norteamérica tales como Israel. Hoy en día esa distancia entre lo que puede hacer su brazo militar y la realidad política plantea un problema aún más grave para Norteamérica del que supusieron las guerras de Corea y Vietnam. El ejército norteamericano no puede organizarse suficientemente bien para sus misiones, porque éstas son prácticamente ilimitadas, abarcando Asia, América del Sur y Central, Europa del Este y Rusia, y el mundo en su conjunto. No fueron capaces de luchar con éxito ni en Corea ni en  Vietnam, y sus políticas exteriores y militares constituyen con frecuencia una aventura. Los EE.UU. nunca lucharon contra una nación comunista en Europa del Este, aunque se preparasen para ello. Tienen éxito, si acaso, en naciones muy pequeñas en las que sus apoderados no son venales ni corruptos. ¡Pero la Cuba comunista ha existido desde 1959!

El problema que tienen los Estados Unidos es que a efectos prácticos el comunismo ha dejado prácticamente de existir: lo que pasa por comunismo en China, Vietnam y Corea del Norte no es más que un fraude pretencioso, y cada vez más. Son de facto naciones capitalistas o tiranías confucianas. Los EE.UU. no saben quiénes son sus enemigos y disponen de la fuerza y la tecnología militares diseñada para luchar sólo contra el comunismo. Mientras era éste el enemigo, una alianza dirigida por los EE.UU podía quedar vinculada por un tema unificador. Cuando desapareció el temor al comunismo, aparecieron intereses más particulares y las naciones comenzaron a buscar su propio camino mientras se distanciaban del liderazgo norteamericano. Desde 1991, la historia norteamericana se ha vuelto bastante más complicada, un hecho del que los dirigentes de Washington se dieron cuenta tan pronto como se desmoronó la Unión Soviética. El mundo se ha vuelto bastante más inestable e imprevisible y la llamada “globalización” de la economía mundial lo ha convertido en algo más y no menos precario.   

Ahora las naciones tienen poder sin ideología en el verdadero sentido de ese término, dejando a los EE.UU. más confusos que nunca. La era ideológica ha concluido, lo mismo para los capitalistas que para quienes descienden de la tradición marxista. “Terrorismo” no resulta menos confuso. ¿Es yijadista islámico, nacionalista laico o qué? Los esfuerzos norteamericanos contra el “terrorismo” resultan con frecuencia contraproducentes, como en Afganistán y Somalia, dejando a sus enemigos más fuertes que nunca. La política exterior norteamericana está en crisis porque el mundo se encuentra ahora mismo en transición, y surge de setenta años de bolchevismo con un paisaje político amorfo en el que ya no puede encontrarse un adversario.

Lo que es peor para los EE.UU., su preocupación con una nación o región –Vietnam e Irak resultan perfectos ejemplos- significa que carecen de los recursos para destruir en otros lugares una oposición a menudo bastante más seria. La aventura norteamericana en Vietnam supuso que la Cuba de Castro dispusiera de tiempo y espacio para consolidarse. Las guerras da Afganistán e Irak han dejado  prácticamente en libertad de consolidarse de modo semejante a un montón de regímenes izquierdistas en América Latina, aunque en última instancia el hemisferio occidental sea bastante más importante para los EE.UU., estratégicamente por lo menos, que las guerras que pierde en otros lugares. En una palabra, los EE.UU. despilfarran sus recursos, inmensos pero en última instancia limitados, de modo caprichoso. No pueden gestionar su poder de modo racional.

Por encima de todo, sus aventuras marciales en el exterior le cuestan bastante más de lo que ahora mismo puede permitirse. Se trata de un momento poco propicio para ser potencia imperial: los precios de las materias primas que los EE.UU. importan suben, su déficit por cuenta corriente empeora, cae el valor del dólar mientras que las guerras de Afganistán e Irak se han convertido en las más caras de la historia norteamericana. Los EE.UU. comenzaron a luchar en Afganistán en octubre de 2001, pero han fracasado a la hora de capturar a Osama Bin Laden, que perpetró la matanza de tres mil norteamericanos en Nueva York. Entretanto, los talibanes se hacen más fuertes y el conflicto se ha extendido al norte de Pakistán, desestabilizando la política de dicho país. Puesto que Pakistán posee armas nucleares, Washington tiene la impresión de que hay grave riesgo de que los musulmanes lleguen a conseguir ese arma y se encuentren así en condiciones de destruir una ciudad norteamericana, o Israel en su conjunto.

Todo le va mal a los EE.UU. en términos de posición de poder global. Rusia –enriquecida con la venta de gas y de petróleo, mientras gasta menos de una quinta parte que los EE.UU en presupuesto militar, en 2006- sigue siendo todavía su igual en términos de armamento nuclear y desbanca a los EE.UU. en Asia Central, Oriente Medio y buena parte del mundo islámico. Vende armamento sofisticado a muchas naciones, tiene acuerdos económicos con países árabes y musulmanes, y se ha convertido en un creciente obstáculo para la influencia y el poder de Norteamérica. Rusia tiene casi tanto peligro para los EE.UU. como cuando gobernaba Stalin. La proliferación nuclear constituye hoy un grave problema, con un número imprevisible pero en aumento de naciones equipadas con bombas nucleares y terroristas cada vez con más posibilidades de hacerse con ellas. Por lo que toca a las armas químicas y biológicas, los EE.UU. nunca atraparon al asesino del ántrax poco después de los ataques del 11 de septiembre. Al mismo tiempo, la estrategia de la administración Bush en Irán se ve minada por alza de los precios del petróleo y el gas, lo que tiene también como efecto enriquecer aun más a los sucesores del sistema soviético. Existe una fatal e imposible contradicción entre los objetivos norteamericanos –eliminar al actual régimen de Teherán y contener al poder ruso- y el aumento de los precios del petróleo. La política norteamericana en Rusia es un desastre.

En aspectos cruciales, el enfoque básico y los límites de la política norteamericana son apenas insólitos. Los EE.UU. sufren el tipo de problemas que han afectado a muchas naciones en siglos pasados. La única diferencia es que los EE.UU. disponían, y en buena medida, disponen de poder, aun cuando se encuentre en curso una transición que les aleja de de la omnipotencia de la que disfrutó después de 1945. Esa es su única distinción. El sistema existente –sea o no norteamericano- tiene un problema fundamental, que no se puede dirigir de acuerdo con criterios racionales, y como el marxismo, carece de “leyes”. En toda nación, en cada rama de la vida –militar, política  y cultural-  hay suficiente número de aventureros, egocéntricos, psicóticos o individuos destructivos que crean o aceptan el desorden. En el caso de los EE.UU.,  James V. Forrestal, primer Secretario de Defensa, saltó por la ventana de un hospital naval -en el que encontraba recluido por paranoia- en mayo de 1949, presuntamente porque creía inminente la guerra con la URSS. Otros tipos – puros oportunistas como los neoconservadores tan cruciales en la administración Bush- sólo desean acumular poder. Las ideologías no son con frecuencia más que un disfraz de la ambición. Nuevamente, este límite se encuentra en todas partes, no sólo en los EE. UU., e independientemente de si el partido en el poder se llama "socialista", "capitalista" o cualquier otra cosa.   

El cinismo es común, y con frecuencia constituye el único motivo del comportamiento político. Hoy podemos verlo en Rusia y Gran Bretaña. Y así ocurre no solamente con respecto a la política exterior sino en relación con cualquier aspecto de la sociedad existente.

Las personas, ya se trate de teóricos, administradores o cualquier otra cosa, no pueden regular o predecir sistemas dirigidos por individuos ambiciosos, y con frecuencia tampoco pueden regular sistemas regidos por gente perfectamente sincera, porque simplemente se trata de algo demasiado difícil. A menudo se da una inmensa disparidad entre lo que los políticos hacen –como quiera que se llamen y sin que importe a qué nación pertenecen- y lo que dicen. Lo que hacen, no lo que dicen, resulta crucial, puesto que en más lugares de los que pueden contarse han traicionado con frecuencia a sus seguidores.  

Gabriel Kolko es uno de los más sobresalientes historiadores de la guerra moderna. Autor del clásico Century of War: Politics, Conflicts and Society Since 1914, Another Century of War? y de The Age of War: the US Confronts the World y After Socialism, escribió también la mejor historia de la guerra de Vietnam Anatomy of a War: Vietnam, the US and the Modern Historical Experience. Su último libro es World in Crisis, del que proviene este ensayo.

Traducción para www.sinpermiso.info: Lucas Antón

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