Entrevista a Carlos Villar Díaz jefe de producción de la Granja La Coca

Marieta Cabrera - Rebelión.- Cuando el 23 de enero de 1959 la voz de Fidel despabiló la Plaza del Silencio, en Caracas, un cubano de apenas 22 años que se encontraba entre los allí reunidos escuchó atento cada palabra del líder revolucionario. Aunque ya había decidido volver a la Isla, aquel encuentro lo empujó a reunir algún dinero para comprar un pasaje y regresar de inmediato al terruño. Hacía poco más de un año que había llegado a Venezuela con una visa de transeúnte otorgada por el cónsul de ese país en La Habana. Fue la manera que encontró para escapar del acoso a que lo sometía la policía de Placetas, pues había publicado un editorial en el periodiquito del pueblo en el que criticaba al alcalde por haber dejado una escuela de Guaracabuya sin maestro.


Sus amigos del Movimiento 26 de Julio temieron que la afinidad con ellos complicara más aún la situación del muchacho y le aconsejaron salir del país por un tiempo. “Fui periodista por tres días”, dice Carlos Villar Díaz, y sonríe, como si saboreara nuevamente la osadía de aquel pasaje de su juventud.

Aunque no posee el talante de “hombre rudo del campo”, la manera que tiene de llamar a las cosas por su nombre es lo que mejor define su naturaleza. En la salita-comedor de su casa, se toma un respiro en la faena diaria como jefe de producción de la Granja La Coca, en el habanero poblado de Campo Florido, para hablar de su apego a la tierra, o de su vida, que es lo mismo.

Pudiera haber sido un reconocido ajedrecista, a juzgar por la maestría que demostró desde niño ante el tablero y las veces que doblegó a sus contrincantes en campeonatos juveniles. Sin embargo, el reencuentro con un amigo, luego de su retorno a Cuba el 8 de febrero de 1959, le dio un giro imprevisto a su existencia y lo convirtió en protagonista de los trascendentales cambios que empezaban a asomar en el campo cubano con la aprobación de la Ley de Reforma Agraria, el 17 de mayo de 1959.

“El capitán Jorge Álvarez García había sido nombrado jefe de una zona de desarrollo agrario y quiso que trabajara con él. Me citó para un lugar próximo a San José de Las Lajas, en La Habana, y de pronto me vi montado en un camión rumbo a la finca Cervantes, cerca de Bainoa. ‘Cuando llegues dices que vas a hacerte cargo de aquello’, me indicó, y yo no me atreví ni a preguntar a qué diablos iba allí. Agarré mi jabita, donde traía una sábana y dos calzoncillos, y partí.

“Llegué de noche y cuando le anuncié al campesino que estaba al frente de la finca la encomienda que traía, me miró de arriba a abajo y apenas pronunció unas palabras. Le pregunté si había dónde dormir y me respondió que no. —¿Pero no hay por ahí un varentierra?, insistí. —‘Sí, pero el problema es que no hay cama’, me contestó. El guajiro salió para un barracón y al poco rato regresó con una columbina. Al sentarme en aquel camastro, toqué el piso del varentierra con las nalgas”. Así durmió los primeros días.

Tres años permaneció allí como administrador de la que fuera llamada desde entonces Cooperativa Juan Abrantes, ubicada en el  actual municipio habanero de Madruga.

A la vuelta de cinco décadas, Carlos Villar es quizás uno de los pocos cubanos que se ha mantenido durante ese tiempo de manera ininterrumpida en tareas de dirección en el campo. Fe de esa constancia es el reconocimiento que le hicieran el Ministerio de la Agricultura por ser fundador del Instituto Nacional de la Reforma Agraria (INRA), y la Asociación Cubana de Técnicos Agrícolas y Forestales al entregarle el Premio por la Obra de la Vida.

Lecciones


De niño se contentaba con recopilar las semillitas de las sazones que utilizaba la  madre, echarlas en una latica con tierra y verlas crecer. Pero este era solo un entretenimiento, pues para el hijo de un vendedor ambulante la ilusión de echar raíces en algún lugar siempre quedaba trunca. Incluso, años después, el joven apegado a las costumbres de la ciudad no sospechó que un día tendría que estudiar sobre cultivos y técnicas agrícolas.


“Cuando supe, finalmente, que mi misión como administrador de la cooperativa era desarrollar un plan de exportación, salí a buscar gente que supiera sobre el cultivo del tomate y el pepino porque yo no sabía nada. ¡Hasta la entonces Isla de Pinos fui a buscar a uno de esos expertos! Nos reuníamos tarde en la noche y yo solucionaba cualquier traba que entorpeciera el trabajo, pero de la agricultura se ocupaban ellos, yo me dedicaba a la nacionalización de fincas, a aplicar la ley”, relata Villar.

Sin embargo, se impuso la necesidad de conocer, y cuando intervino la finca Banco, en Bainoa, seleccionó algunos libros sobre agricultura que tenía Alberto Mestre en su biblioteca, el antiguo propietario, y empezó a hojearlos. “En esa época leí todo lo que pude, y me nutrí mucho de la sabiduría de los campesinos”, asegura.

“Allí logramos rendimientos altísimos —agrega Carlos—. En el propio batey teníamos el envasadero, y llegamos a exportar productos con todas las de la ley para Pompano Beach, en Estados Unidos.”

Aunque no posee ni una fotografía donde quedaran atrapados esos instantes, recuerda con lujo de detalles las odiseas vividas en muchas de aquellas jornadas. Cuenta que una noche, tras la entrada de un norte con agua, la rastra cargada de tomates fue a salir y empezó a patinar sobre el camino de tierra convertido en lodazal. “Ahí empezó la lucha, porque había que estar en el muelle La Coubre antes de las cuatro de la mañana”, refiere.

“Un hombre con un tractor empezó a halar la rastra, mientras otros echaban pajas de cañas, gravilla y lo que encontraran debajo de las ruedas. ¡Aquello era angustioso! Los tubos de escape de los cuatro o cinco tractores que usábamos echaban candela. Poco a poco, las personas empezaron a sumarse de manera espontánea, y llegó un momento en que toda la comarca estaba detrás de la rastra empujándola.


“Demoramos cuatro horas en cuatro kilómetros, hasta que llegamos a la carretera de Bainoa. Preocupado, le pregunté al chofer de la rastra si llegaría a tiempo para embarcar, y el hombre me respondió: ‘Lo que yo he visto aquí esta noche no pensé verlo nunca, así que esta rastra se embarca o la tiro al mar’. No sé qué bronca metió en el muelle, pero subieron la mercancía en el barco y él regresó a cargar de nuevo.”

La manera en que aquella gente peleaba para lograr lo que parecía inalcanzable, es uno de los recuerdos más apreciados que atesora Carlos del pueblito donde “sentí que estaba viviendo lo que yo quería vivir, y decidí que ese era mi camino”.

Tan a gusto andaba en esos trajines que terminó hechizado también por los encantos de una de las muchachas de la zona, Dalia, la madre de sus dos hijos. “Ella era la verdadera agricultora —admite—, porque sembraba de todo en el patiecito que teníamos”.

Profecías


Por la tenacidad de aquellos guajiros para garantizar la exportación de hortalizas nació la decisión de construir allí el pueblo. Aunque, según Villar, sus vidas ya eran otras desde que el INRA se hizo cargo de la finca Cervantes y les dio la posibilidad de trabajar los 12 meses del año, algo que nunca habían tenido. Pero el alcance de las transformaciones apenas se vislumbraba.


Carlos ni siquiera lo llegó a imaginar en el encuentro con un personaje, a todas luces visionario, que apareció un día por el batey. “Venía vestido con el uniforme del Ejército Rebelde y un fusil al hombro. Estaba pelú'o, sucio, desgarbado, y era tuerto. Se presentó como el sargento Marino y me pidió autorización para hablarles a los campesinos. Le dije que sí y nunca más me acordé de él.

“Un día pasé por una de las fincas y el hombre estaba hablando.

Me detuve a escucharlo justo cuando decía: ‘[…] porque esta Revolución se hizo para que ustedes aprendan a escribir y vayan a la escuela, para que sus niñas no sean criadas de los ricos, para que sus hijos sean do'tores…’  Eran los meses finales de 1959, y aquella premonición parecía cosa de locos”.

“Marino desapareció un día; nunca más supimos de él, y 25 ó 30 años después, los hijos de aquellos campesinos se hicieron ingenieros y doctores.”

“Clarito de lo que estoy haciendo”

Entre seres soñadores como el profeta Marino, y los campesinos que entre surco y surco alimentaban la esperanza, cultivó el joven criado en Placetas su amor por el trabajo. Hoy, a los 73 años de edad, Carlos Villar asegura que lo único que le da dolor de cabeza es la incomodidad cuando algo le sale mal.

Hace su recorrido diario por el campo, incluyendo domingos. “No me gusta la oficina”, dice tajante, y lamenta que “la agricultura se ha burocratizado tanto que quienes dirigimos no tenemos casi tiempo para estar en la tierra”.

Conversar con los jefes de fincas y criticar todo lo que cree que no está bien es para él una práctica. “Si algo en mi vida no escasea son las discusiones, lo que no quiere decir que siempre tenga la razón. Algunos dicen que tengo malas pulgas, pero cuando me equivoco empiezo por reconocerlo. No creo que lo que he hecho es bueno, ni es lo mejor; más bien me he quedado con las aspiraciones por encima de lo que he logrado. Mi interés ha sido estar clarito de lo que estoy haciendo y poder responder por eso”.

Luego de bregar por más de una decena de granjas durante este medio siglo en la agricultura, considera que “hoy los problemas del sector están en utilizar mejor lo que se tiene y controlar más.

Todo no es falta de recursos, también hay que saberlos emplear.

La persona que dirige es esencial porque debe poseer no solo conocimientos, sino interés en lo que hace”.

Por estos días, Villar anda entusiasmado con el desarrollo de doce hectáreas de cultivos en un organopónico que tienen en La Coca.

Su nombre sigue inspirando el mismo respeto que conquistó en sus años mozos. Una butaca, una mesa, una silla, y un cuadro con un diploma adornando las paredes blancas de su casa, son de las pocas pertenencias que le acompañan. “Esta ha sido mi vida y así seguiré, no voy a ser un jubilado casero”, dice rotundo, presto a encarar los temporales que puedan venir, como la noche en que no titubeó ante una maltrecha columbina.

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