En Playa Girón, la memoria descansa en jirones de hierros, papeles; en fotografías de héroes, estampas de mártires.

Luis Sexto - Juventud Rebelde.- Viaja en el aire el mismo olor de antes, de siempre; el olor dulzón y escurridizo de la leña calcinada bajo el ojo de los carboneros. Estamos en la Ciénaga de Zapata, entre Playa Girón y Playa Larga, donde el mar y el humedal se tocan, se lamen ante la indiscreción del asfalto que, por un trecho, resta presencia agreste a la zona y suma seguridad al hombre.


Hace 50 años otro olor se impuso, brutalmente, al que navegaba envuelto en el humazo de los hornos. Ni la nariz olímpica del novelesco Jean-Baptiste Grenouille, en El Perfume, podría rescatar el olor que predominó en este ambiente durante tres días en 1961. Demasiado tiempo.

Solo perdura aquí la memoria del que ha vivido. La memoria es el olfato de la experiencia: el piso de la vida. Aquí, en Playa Girón, la memoria descansa en jirones de hierros, papeles; en fotografías de héroes, estampas de mártires. El museo. Pero, a veces, esta memoria de artefactos y cronologías se torna incompleta. Y así topamos con la primera sorpresa. Parecería imposible que al cabo de tantos años aún permanezcan detalles sin su cuota de presente. Lo supimos mientras oíamos a muchos de cuantos vivían aquí cuando la pólvora mató temporalmente el olor salvaje de la Ciénaga, durante aquella operación que en el código de la CIA adquirió el nombre de un perro de fantasía o del dios griego de las riquezas: Pluto, y que en Cuba, traducido al lenguaje del patriotismo, se convirtió en una consigna impostergable: muerte al invasor, y en términos de la historia en una victoria inevitable: batalla de Playa Girón.

En el museo aparecen los nombres de las cinco víctimas civiles de la agresión. Siendo norteamericana en su génesis y financiamiento, la pretendida invasión se enmascaró con rostros de cubanos en uniforme de mercenarios. Dulce María Martín Angulo, Cira María García Ruz, Ramón López García, María Ortiz Suárez y Juliana Montano Gómez eran habitantes de la Ciénaga de Zapata. En 1961 empezaban a conocer la vida sin aislamiento. Con justicia. Igualdad. Los mató el vómito puntiagudo de un B26.

Falta el nombre de Alberto Córdova Morales, niño de seis años. ¿Por qué su nombre se ha pulverizado junto con sus huesos? Es un episodio confuso, escabroso. Y para quebrar su oscuridad pide que se le asuma con lámparas de realismo. Albertico era hijo de una familia de Playa Girón, poblado que entonces comenzaba a aglutinarse en torno de la villa turística en construcción. Los Córdova Morales, como otros vecinos y trabajadores, fueron apresados por los invasores y concentrados en las instalaciones hoteleras.

El padre, a una invitación de los mercenarios, se pasó a sus filas el 17 de abril. El 18, el caos ya fragmentaba en miedo e indecisión a la brigada 2506. Y no se ocuparon tanto de sus prisioneros. Los Córdova Morales, mujeres y niños, que se hallaban en el motel número 1, quisieron salir.

Afuera, pólvora. Chamusquina. Estruendo

Un pedazo de metralla tocó al niño Alberto en una pierna… A las pocas horas, al atardecer, murió desangrado.

Simón Mejías Benítez, ex carbonero que al ser entrevistado —hace más de 15 años— trabajaba en los servicios comunales de Playa Girón, conserva una imagen de aquel momento. Ha vivido en estos parajes desde cuando «no había nada», y los ranchos, como hitos en la geografía del desamparo, se dispersaban por la costa. Conoce a todos aquí.

«Yo vi al padre del niño vestido de mercenario. Y lo oí cuando dijo: “Esto es ya de nosotros”. Yo vi también cuando su esposa vino llorando con el niño herido. Él le dijo: “Estamos en guerra y no podemos atender heridos ahora”. Nosotros estábamos en el restaurante de la villa turística. Ese hombre nos sorprendió, porque se llevaba bien con todos los vecinos y parecía revolucionario. Después del triunfo, estuvo unos días preso. Lo soltaron. Y se fue de aquí».

Esa es la historia que todos cuentan. El nombre del padre lo callamos, practicando la conducta generosa que nunca le cobró su traición. Y más: aquí apuntamos el testimonio de una de sus hermanas. Como una defensa solitaria y comprometida. De oficio.

«El niño muere en el camino de Girón a Helechal. Es verdad que mi hermano se pasó a los invasores, pero cuando hirieron a su hijito, se olvidó de todo, y corrió a atenderlo…».

Poco importa ya. Ese hombre ha debido afrontar un tribunal más severo, implacable: el de su conciencia. La muerte de su hijo pertenece a su tragedia individual. A la historia, a la épica, le corresponde saber que Alberto Córdova Morales es la sexta de las víctimas civiles de la batalla de Playa Girón. ¿Qué metralla lo hirió? ¿Del lado de los milicianos; del lado de los mercenarios? Las balas no tienen nombre. Los asesinos fueron los que, agazapados en la noche y con una calavera y dos tibias cruzadas en la proa de sus lanchas de desembarco, impusieron la guerra a Cuba.

***

Llegaron a comienzos de la madrugada.

La memoria de Ramón Acosta Pichs no recuerda con exactitud. Estaba de guardia junto al tanque que desde la altura de sus pilares abastece de agua a Girón. A las doce menos cinco, hacia el mar, unas luces se apagaban y otras se encendían. Se acercó al malecón. Durante media hora las luces parpadearon. Luego cortaron el fluido eléctrico del poblado. Y luces de bengala iluminaron el paisaje.

—El tanque de agua se veía clarito, como de día.

Y los tiros empezaron a sonar.

Acosta, cienaguero que trabajaba en la fábrica de bloques para la construcción, entonces con 26 años, pudo maldecir por un instante su suerte. Hacía una semana que había regresado de la sierra del Escambray, donde combatió, como miliciano, a gente alzada en armas contra la Revolución. Tenía barba. Había aprendido a leer pocas semanas antes, guiado por el magisterio de un niño chileno de 12 años. Esperaba su relevo de guardia a las doce de la noche. No llegó.

Cuando conversamos era carnicero de la villa turística. Había sido ya panadero, dulcero, cocinero. Le pedimos echar hacia atrás el tiempo, y dice que nunca le ha contado esta historia a ningún periodista. Tampoco Simón Mejías, el que antes testimonió, ni otros que más abajo aparecerán en este relato.

«Antes de los tiros, estoy sentado en el muro del malecón viendo aquellas luces y la bengala. Mi hermano, también de guardia, con un M 52 y 40 balas, me silba para que yo supiera que algo no andaba bien… Le respondo. Nos pusimos detrás del muro, y le tiramos a un grupo, como de 20, que iba a tomar la salida de la carretera de Playa Larga, al oeste de Girón. No nos hacen mucho caso. Yo le digo a mi hermano: “Vamos”, y comenzamos a dar vueltas avisando a cuantos pudimos para que escaparan, y tratando nosotros de irnos de allí. Nos parapetamos tras el lavadero de una cabaña. Antes se nos había incorporado Argenis Burgos Palma. No estaba de guardia, pero llegó con un fusil. Entramos en combate. Pero era demasiado fuego contra nosotros. Digo: “Vamos”. Argenis, de pie, empieza a tirar como un loco, gritando patria o muerte. Una ráfaga lo trozó por el vientre. Lo enterramos en la arena, allí donde termina el malecón. Con el apuro, le dejamos los pies afuera. Yo insistía con mi hermano: “No podemos caer prisioneros”».

Hacia las seis de la mañana consiguieron entrar en el bosque. Se incorporaron más tarde a tropas milicianas. Y el 19 regresaron a Girón como vencedores. Pero los recuerdos de Acosta ofrecen un detalle polémico. Estaba seguro de que el miliciano que cayó a su lado era Argenis Burgos Palma. Ciertos historiadores, sin embargo, afirman que murió de otra manera: detrás de un tanque de guerra, y no el 17 de abril.

—Yo lo conocía; trabajábamos juntos; era de Oriente, y había venido a levantar la villa turística. Déjeme decirle que esos investigadores nunca han venido a preguntarme.

***

Durante muchos meses, Ana María Hernández Bravo no soportó ni una película de guerra. Al ver los aviones, el pánico la ahuyentaba. Acudió al psiquiatra, porque soñaba con aviones, con AVIONES… Ya pasó, claro, pero fue duro.

La encontramos en Jagüey Grande donde residía y acreció su prestigio de profesora de Historia y Filosofía marxista. Estaba jubilada, pero aún trabajaba. En 1961, ejercía de coordinadora de la Campaña de Alfabetización en Cayo Ramona y Playa Girón. Desde estudiante normalista se había familiarizado con la Ciénaga de Zapata donde la gente había permanecido abandonada de la suerte y la solidaridad.

Estos son sus recuerdos.

Una valoración

«Allí nunca había habido escuelas. La población era casi toda analfabeta. Las condiciones de trabajo eran muy difíciles. Un par de botas no duraba 15 días.

Los hechos

«El 16 de abril, Fidel terminó de hablar sobre las siete de la noche en el entierro de las víctimas de los bombardeos del 15. Estábamos trabajando en el censo educacional. Sobre las doce y media sentimos un tiroteo. Nos asomamos a la ventana y vimos bolas de candela en el cielo. Un miliciano nos dijo: “Es un desembarco”.

«Los mercenarios entraron. Dijeron: “¡Una escuelita!” Nos ordenaron salir con los brazos en alto. El 17, por la mañana, nos llevaron a una casa que le decían el “Club de Girón”. Un tal Andréu nos entrevistó. Éramos cinco. Y nos preguntaron si queríamos un equipo militar como el de ellos. Dijimos no. Y volvieron a preguntar, esta vez el porqué Fidel nos había enviado allí. Respondimos: “Fidel no nos mandó; vinimos porque quisimos”. Después nos pasaron a un motel situado en el lado este de Girón. La aviación castigaba. Los cristales saltaban. Humo negro. Los colchones nos protegían.

Una anécdota

«Tuvimos muchas discusiones. El “Chino” Kim hasta nos palanqueó el fusil. Se indignó cuando le hablamos de la Reforma Agraria. Nos preguntó: “¿Ustedes han visto los títulos de propiedad?” “Sí, los hemos visto”. Todos dicen que tuvimos suerte; ese hombre era un asesino, entonces debía deudas de sangre a la justicia de la Revolución.

Nuevos hechos

«El 18 nos trasladaron hacia el lado occidental, y pusieron un tanque frente a la cabaña. Huyéndole a un avión, me golpeé un ojo. Mi compañera Patria Silva me llevó al médico. Y en el trayecto vimos morir a un mercenario. Los médicos me dijeron que mi golpe se curaba con agua fría.

«El 19 por la mañana nos condujeron al rompeolas, dentro del agua. Permanecimos allí unas diez horas, guareciéndonos de los bombardeos. Al atardecer, Girón parecía una alfombra de balas. Llevábamos tres días sin comer, pero no sentíamos hambre. Todo terminó poco después. Los milicianos me llevaron a Jagüey Grande. Cuando cedió la tensión estuve una semana sin poder caminar. Pasado ese trance, regresé a la Ciénaga y terminé la Campaña de Alfabetización.

El momento más triste

«Oí por una emisora contrarrevolucionaria el Himno Nacional de Cuba y a un locutor exhortando a la rendición. Lloré, porque oía mi himno en circunstancias para las cuales no había sido escrito».

Valoración final

«Recuerdo aquel momento de la batalla como una prueba que fortaleció mi conciencia. Comprendí allí que podía morir, pero no daría un paso hacia atrás. Y así me mantengo».

Habíamos hallado la memoria. Viva. Firme. De regreso, en el aire seguía el olor de la Ciénaga; el olor dulzón y escurridizo de la leña calcinada. Aquí ese es el olor de la vida. Nadie lo ha olvidado. (Tomado del libro El camino va siempre a alguna parte, Ed. Pablo de la Torriente, La Habana, 2008)

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