Jesús Arboleya - Progreso Semanal - LA HABANA. La formación de la identidad nacional es un proceso histórico largo y complejo, donde en la cultura, y quizá solo en ella, se concreta cierto grado de unidad entre personas de diversos orígenes sociales y experiencias de vida diferentes.


En realidad, siempre dentro de una nación conviven o confrontan muchas culturas, por lo que la identidad nacional cuaja a partir del establecimiento de factores comunes que distinguen a estos individuos del resto de los habitantes del planeta.

Por esos misterios de la naturaleza humana, la identidad nacional actúa como un sello genético que singulariza a un grupo de personas y los acompaña de manera inevitable el resto de sus vidas, transmitiéndose con mayor o menor intensidad a sus descendientes, incluso cuando viven fuera de sus países de origen.

La cultura constituye uno de los escenarios fundamentales de las luchas nacionales, toda vez que define al sujeto social que debe llevarlas a cabo y las contradicciones políticas implícitas en este proceso.

Cuba es un buen ejemplo de ello. A pesar de la gran diversidad de sus componentes, el tránsito hacia una identidad nacional, definida como la “cubanía”, ha estado marcado por la tendencia a la consolidación de expresiones culturales muy homogéneas, en contraposición con proyectos de nación no solo diversos, sino en ocasiones antagónicos.

Aunque la rápida extinción o asimilación de las culturas aborígenes limitó las diferencias étnicas y su condición insular los problemas territoriales presentes  en otros pueblos de América, la nacionalidad cubana tuvo que abrirse paso enfrentándose al colonialismo, la esclavitud y el anexionismo. Esta identidad, basada en la independencia, antecedió a la República y devino un sentimiento muy poderoso, aun cuando lo alcanzado estaba lejos de ser la patria “con todos y para el bien de todos”, que había soñado José Martí.

La influencia cultural norteamericana estuvo presente desde los primeros momentos en la formación de la nacionalidad cubana y devino un recurso hegemónico del modelo neocolonial implantado en el país a partir de 1902. Como resultado de esto, el triunfo de la Revolución Cubana en 1959 constituyó también una confrontación en el plano cultural, que tuvo implicaciones en la propia interpretación del concepto de la nacionalidad.

La aplicación de un “nacionalismo excluyente” desde el bando revolucionario, como lo definió el intelectual cubano Ambrosio Fornet, o la acusación de que Cuba se había convertido en un satélite soviético, por parte de sus contrarios, definieron los extremos cuestionadores de la nacionalidad de cada una de las partes, en los momentos más agudos del enfrentamiento.

En particular, los emigrados fueron víctimas de esta diferenciación. Bastaba emigrar del país para dejar de ser considerado cubano y en buena medida el discurso político revolucionario se articuló a partir de este presupuesto. La ideología de la contrarrevolución también contribuyó a esta percepción, debido a su vínculo orgánico con Estados Unidos, la promoción de proyectos antinacionales que incluían la invasión militar del país y el desprecio a una cultura popular que no identificaban como propia.

El surgimiento del cubanoamericano, resultado de la integración de los emigrados cubanos a la sociedad norteamericana, vino a complicar más las cosas. Para algunos, simplemente resultaba la confirmación de que habían dejado de ser cubanos, pero en realidad se trataba de un proceso mucho más complejo: la emergencia de una identidad cultural cubana que se expresaba en un entorno nacional distinto.

Tal parecía que estábamos en presencia de dos culturas cubanas separadas por la política, pero Fidel Castro, el más radical de los revolucionarios cubanos, se encargó de rectificar conceptos, esclarecer la problemática y establecer pautas para su análisis. Tan temprano como 1978, Fidel decía a un grupo de periodistas procedentes de Estados Unidos de visita en Cuba:

“La comunidad cubana, como todas las comunidades que están en otro medio, en otro medio nacional, digamos que trata de mantener su identidad nacional (…) No importa, no importa lo que sean, si es un millonario cubano en la emigración o es trabajador cubano en la emigración (…) no se trata aquí de una cuestión de clase, es un problema de tipo nacional (…) Y eso, lógicamente despierta la solidaridad nuestra (…) No importa que ellos no simpaticen con la Revolución, pero a nosotros nos satisface saber (…) que la comunidad cubana trata de mantener su idioma, sus costumbres, su identidad nacional cubana”.

Dicho unos meses antes de la convocatoria al “diálogo con figuras representativas de la comunidad cubana en el exterior”, algunos de los cuales habían combatido duramente a la Revolución, marcó un punto de inflexión de la política migratoria cubana. Con seguridad Fidel no era ajeno a la importancia política que tenía alimentar este sentimiento nacional para el futuro de la nación cubana.

Tal apreciación es mucho más actual ahora, donde las transformaciones ocurridas en la emigración alientan de manera natural la reafirmación de la identidad nacional cubana en ese escenario. En primer lugar, porque es una necesidad de los cubanoamericanos dentro del contexto multiétnico que le impone la sociedad norteamericana, lo que potencia el interés por el vínculo con su patria de origen, pero también porque ha cambiado la apreciación de la sociedad cubana respecto a la emigración y las condiciones políticas que determinaban las relaciones entre ambas partes.

Se dan así las condiciones para que la “cubanía” se imponga una vez más sobre otras diferencias, incluso entre personas que por una razón u otra adquieren otra nacionalidad o sean descendientes de cubanos nacidos en otros países, y ello tiene una importancia estratégica para Cuba, no solo en el plano político o económico, sino también en lo cultural, por todo lo que puede contribuir a su enriquecimiento.

Como dijo el sabio Fernando Ortiz, “cubano es quien quiere serlo”, y para el bien de Cuba, a todos nos conviene alentar el orgullo compartido de ser cubano.

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