Paquito el de Cuba.- Les confieso que casi me rajé cuando por correo electrónico nos informaron que debíamos llevar un cubo para cargar y conservar el agua del aseo diario. La idea de dormir otra vez en literas, pasarnos toda una semana en una beca como si fuéramos adolescentes, además con personas desconocidas y ¿solo? para discutir de política, parecía incluso soportable hasta que adicionaron la noticia de las dificultades con el vital líquido.


Fue Miguel Ángel, mi pareja, quien me convenció de cumplir con nuestro compromiso, y también puso los dos cubos. No menos persuasivo fue Luis Emilio, el organizador más visible de esta tercera edición de la Escuela Política Hugo Chávez, quien insistió en la importancia de que por primera vez participáramos activistas de la comunidad LGBTI. Repitió sus llamadas telefónicas hasta una o dos noches antes de la partida, cuando yo todavía dudaba. Les agradezco a ambos, pues valió la pena la experiencia.

Sobre lo que fue, es, y cómo resultó la Escuela en cuanto a su contenido, lugar y participantes, ya publiqué esta semana un amplio reportaje, menos personal, en el semanario Trabajadores.

Mucho quedó, sin embargo, en el tintero. Sobre todo la intensidad y la magia de esas jornadas, difíciles de sintetizar y trasmitir, entre tanta gente diversa, casi toda joven, que decide ir en una especie de campismo político a discutir sobre cómo hacer socialismo en el mundo y la Cuba de hoy.

El constante trabajo en colectivo, la diversión a conciencia —y con ella—, las discusiones y afinidades, los pleitos y a veces hasta las suspicacias por una palabra, un concepto, una acción. De todo hubo en esos siete días con sus noches, con jornadas que empezaban a las ocho y media de la mañana, un breve receso de hora y media para almorzar después del mediodía, vuelta al debate hasta las cinco o seis de la tarde, y una sesión sobre las nueve de la noche que concluía casi siempre después de las diez y media de la noche.

Tuvimos tiempo entonces, de aprehendernos y desaprendernos; de preferirnos, intuirnos y proferirnos; de averiguarnos, sospecharnos y confesarnos. Me encontré con lindas personas que ya conocía, y hallé otras igual de bellas. Compartimos cafés, trova, aguacates, dominó, y hasta algunos eventuales rones de contrabando, casi siempre en las muy escasas tardes que pudimos zambullirnos en el río Ariguanabo.

San Antonio de los Baños, las paradisíacas arboledas alrededor de la Escuela de Arte Eduardo Abela, la comida de comedor que sabía a la mejor cocina de casa, e incluso el fortuito apagón una noche de cánticos latinoamericanos a la luz de las velas, cada detalle o suceso parecía una premeditación para contribuir a la misteriosa cercanía.

La filosofía de la educación popular, con su peculiar mística para acercar y liberar personas, resultó sin dudas decisiva para conseguir un clima y un clímax, no obstante las limitaciones de esa metodología —quizás a veces convertida también en dogma— para llegar a honduras o profundizaciones teóricas.

Pero nadie pretendía allí la construcción de verdades absolutas o modelos complejos. Las certezas humanas suelen ser, a la postre, bien pocas. El corazón y la justicia están siempre más a la izquierda. Las utopías son el oxígeno de nuestra especie. Todo poder tiende a su propia conservación, y a la larga, corrompe. Lo demás es ir contra el inmovilismo, la abulia y el aburrimiento, con todas nuestras fuerzas —escasas e íntimas; concertadas y potentes—, mientras podamos o la vida nos deje.

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