Verónica Vega - Alas Tensas / Ilustración: Yasser Castellanos.- “Qué ganas tengo de sentarme…” escuché muchas veces murmurar a mi madre con desaliento. Cansancio acumulado por horas de pie frente al lavadero, con la escoba en la mano, ante el fogón (el tiránico trono).


 

Trabajo que nadie ve sino con la ausencia del ama de casa, porque el orden y confort mínimo parecen automáticos, preestablecidos.

Labor invisible que arrasa vidas enteras en el anonimato. La responsabilidad de improvisar sabores exquisitos con apenas ingredientes. De ubicar la ropa tirada, la limpieza al piso, a la vajilla grasienta. De improvisar un remedio para un mal de salud, de almacenar las medicinas, de localizar un documento.

Ese aroma a limpio de las sábanas, la pulcritud del calcañal en las medias que se logra friccionando mano contra mano. Las zonas ocultas como el interior de los bolsillos; el cuello o las axilas de una camisa que hay que frotar con ahínco, a veces enjabonar, poner al sol, para desplazar tonos amarillos.

Remiendos o ajustes de emergencia que salvan ropas todavía irremplazables; la decoración del hogar para enfrentar con dignidad a cualquier visitante.

Cada detalle que sustenta el confort del marido y de los hijos. Después, de los nietos. Los ritos despreciados donde reposa tanta seguridad y sosiego.

Incluso, mujeres que consumen fuera del hogar ocho horas de jornada laboral, al llegar a sus casas, encuentran intacto este rol, esperando por ellas.

Luego, en la noche, cuando el cansancio ha convertido el cuerpo en plomo, el hombre exige su cuota de placer y de poder.

Jornada triple que se acepta como herencia natural. Las esposas que viven con las suegras la pasan peor, su tesón doméstico es examinado con lupa. Cada falla es criticada sin piedad y, a veces, deviene en conflictos de pareja.

En matrimonios donde la mujer intercambia juventud por seguridad económica, un acuerdo tácito establece que reaccione complaciente a las demandas sexuales, siéntase como se sienta. Asumiendo este principio degradante, que reduce el papel de esposa al de una prostituta, la pregunta sería por qué mujeres que trabajan tanto o más que el hombre por un salario, sienten que esta última jornada es igual de obligatoria.

Con los rigores de la maternidad (que luego del parto incluye noches en vela, más ropas que lavar, planchar, más horas en la asfixiante cocina…), la pasión que dio inicio al matrimonio es reemplazada por una sucesión de ritos agobiantes donde la mayor aspiración es descansar.

Queda mucho por disputarle al machismo, esa ley del embudo que condena a la mujer, a pesar de los logros obtenidos en una larga lucha contra la discriminación de género. Lo cierto es que hay una inercia casi inamovible en Cuba que se afianza, además, con la pobreza.

Cuánto tiempo se desperdicia en las colas del mercado, en el rastreo para la compra casi diaria de alimentos. Porque no hay dinero para llenar el refrigerador por una semana. Porque la ropa es poca y hay que lavar con frecuencia. Porque la falta de recursos sólo se disimula con limpieza.

Porque pasear es un lujo permisible para adolescentes y jóvenes, quienes disfrutan de una libertad pagada por la “lucha” de sus padres, la garantía de que, al llegar tarde y cansados, una madre o una abuela les tendrán la comida lista.

Pero, para ellas, sólo queda el placer de ver historias mediocres (vidas ajenas), en la telenovela de turno. La compulsión de ordenar, arreglar, comprar algún adorno para el multimueble, soñar con un televisor plasma, o con armar al final del año un rutilante arbolito navideño.

El mezquino reino de la casa se convierte en su obsesión. Y el precio, además de ese viejo cansancio, es el malhumor, los estigmas veloces del tiempo y la frustración en el rostro, en el ánimo. La distancia entre los cuerpos, las infidelidades, los silencios.

En la calle, el mercado, la guagua, cargando bultos que garantizan la funcionalidad doméstica básica, veo mujeres consumidas por este cansancio que acumula siglos de complicidad.

Destinado a empeorar con el violento ritmo económico que sacude a la Isla, donde el progreso y la automatización que proveen un microwave para evitar el tiempo vigilando el fogón, una lavadora programable que deja expedita la ropa para el armario; todo lo que podría evitar várices, manos de falanges deformes por la humedad, espaldas atrofiadas, estrés, desaliento… no llegarán nunca a las casas más pobres, que seguirán siendo la inmensa mayoría.

Tantas cosas que no llegarán, y no aliviarán las tres jornadas de la mujer cubana, quien solo puede aspirar al trabajo invisible, sin recompensa, como hace siglos.

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