Lari Perez Rodriguez - Revista Muchacha.- El período que comprende de 1895 hasta 1930 es reconocido, por algunos investigadores y teóricos, como la etapa primitiva del cine. Si miramos de cerca, notaremos que ya desde entonces comenzaron a aparecer obras que involucraban a personajes discordantes, tanto con el género, como con la sexualidad normativa.


Aunque interpretados por actores heterosexuales y cisgéneros, las representaciones de “mariquitas” —sissy—, y travestis —cross-dressers— son casi tan antiguas como el cinematógrafo.
Fue el actor de la Edison Co, Gilbert Saroni, quien dio vida al primer personaje trans. Nacía “Saroni la fea”, una travesti desagradable y carente de belleza. Con su representación sobreactuada de esta mujer solterona e insoportable, Gilbert llegó a filmar varios títulos: The Old Maid Having her Picture Taken (1901, Edwin S. Porter, George S. Fleming) y The Old Maid in the Horsecar (1901, Edwin S. Porter). Este personaje llegaría a protagonizar el primer beso entre “hombres” de la historia, en la cinta Meet Me at the Fountain (1904, Siegmund Lubin).
El éxito de las cintas estuvo asociado a que ellas no tenían un carácter reivindicativo; por el contrario, reducían a las personas disidentes de la cisheteronorma, a imágenes ridículas y grotescas. Surgía lo que los estudios de la representación denominan cis gaze —entendido como el modo en que las personas trans están representadas en el audiovisual, la literatura y/o las artes, donde se supedita la existencia disidente al disfrute, interés o visión de las personas cisgénero, en detrimento de lo que implica ser trans.
Algunos años más tarde, vería la luz A Florida Enchantment (1914, Sidney Drew), considerado el primer largometraje que aborda la idea de cross-dressing, y que establece una violenta relación de esta con el black face. Ambos fenómenos fueron tratados de formas profundamente dañinas para los respectivos grupos sociales trans y afro, quienes, hasta la actualidad, continúan viendo cómo la gran pantalla sostiene imágenes estereotipadas y distorsionadas de ellos.
Esta aversión hacia lo diferente encontraría un fuerte respaldo legal con la aparición en Estados Unidos del Código Hays. Su imposición fue en el año 1934, y estaría vigente por 33 años, hasta 1967. Con el propósito implícito de censurar cualquier forma de diversidad sexual en la cinematografía, podemos encontrar su Punto cuatro, el cual hace referencia a las “perversiones sexuales”.
Para mediados del siglo XX, el abaratamiento de ciertos soportes analógicos posibilitó el nacimiento de nuevos fenómenos y movimientos, como el cine de explotación —Exploitation film— que entre 1950 y 1970 logró un amplio auge. Considerado el cine de lo marginal y censurado, no es de extrañar que se le diera cabida a lo trans.
Nuevas representaciones del mundo trans aparecen en el metraje Trash (1970), dirigida por Paul Morrissey y producida por Andy Warhol, aunque, al igual que las producciones anteriores, contaban con las interpretaciones de actrices y actores cisgéneros.
El polémico John Waters realizaría varios metrajes menores protagonizados por la drag queen Divine¸ y para 1972, vería la luz Pink Flamingos. Dicha cinta es reconocida por diversos críticos cinematográficos como un experimento de lo antiestético, una comedia beligerante que buscaba apropiarse del arquetipo que representó Saroni a comienzos de siglo.
Luego de eliminado el Código Hays, en Hollywood reaparecen, lentamente, algunos films que se centraban en el tema del género, aunque, como siempre, con un cariz cómico y/o criminal. Ejemplo de ello fueron títulos como Glen o Glenda (1953, Ed Wood), Some Like It Hot (1959, Billy Wilder) y Psycho (1960, Alfred Hitchcock).
A pesar de que no exista ningún personaje identificado como trans en Psycho, lo cierto es que a la audiencia se le termina presentando la imagen de Norman Bates, llevando un vestido y sujetando un cuchillo, dispuesto a cometer un asesinato. De esta representación, nace la figura del transkiller, una imagen violenta y demonizada del colectivo trans. Posteriormente, decenas de películas ratificarían este arquetipo: Dr Jekyll and Sister Hyde (1971, Roy Ward Baker), The Rocky Horror Picture Show (1975, Jim Sharman), Dressed to Kill (1880, Brian De Palma) y la aclamada The Silence of the Lambs (1991, Jonathan Demme).
Los sucesos de Stonewall y la liberación sexual trajeron consigo cambios sociales y culturales que matizaron la industria del cine. Si bien se conservan muchas de las limitaciones originales, debemos reconocer que, poco a poco, han comenzado a aparecer algunas representaciones más justas y acertadas de las diversidades sexuales y de género. Es necesario resaltar que varias de esas representaciones han venido con intereses mercantilistas de los estudios y las plataformas, que se aproximan estratégicamente desde el pinkwashing.
Las vidas de las mujeres trans han ganado protagonismo en los últimos años en audiovisuales de formato serie. Algunos títulos que recomiendo son: Orange Is the New Black, Sense8, Veneno y Pose.
La propuesta de hoy
The death and life of Marsha P. Johnson (La muerte y vida de Marsha P. Johnson) es un documental norteamericano del año 2017, que contó con la dirección de David Frances. En él se pueden ver imágenes nunca antes expuestas de Marsha, así como las entrevistas que se realizaron durante la investigación de su muerte, ocurrida en 1992. Será su amiga, Victoria Cruz, quien nos conduzca por este proceso durante los 105 minutos de metraje.
Marsha P. Johnson, quien se considerara a sí misma como gay, travesti y drag queen, fue una mujer negra y pobre y, al final de su vida, portadora del VIH+, que luchó intensamente por los derechos de la población LGBTQ+. Ella, junto con Sylvia Rivera, co-fundó S.T.A.R. (Street Travestite Action Revolutionaries) en el año 1970. Esta organización política se encargaba de proveer comida, techo y ropa a la población más vulnerable de Nueva York. Allí encontraron refugio inmigrantes, personas racializadas, drags, trabajadoras sexuales, jóvenes sin techo… Cada uno de estos gastos se pagaban con el dinero que, tanto Marsha como Sylvia, lograban reunir realizando trabajos sexuales en las calles.
Ambas eran reinas callejeras revolucionarias de color que se negaron a integrarse en el mundo capitalista blanco y heterosexual, algo que muchos homosexuales ya comenzaban a hacer.
El movimiento de liberación gay reformista, principalmente blanco, cisgénero y de clase media, las marginó, tanto por su estatus racial, de clase y de género, como por sus comprometidas actitudes hacia la lucha gay revolucionaria. Por otro lado, mientras algunas lesbianas las trataron con respeto, la principal tendencia del feminismo radical y el lesbofeminismo separatista fue cargar violentamente contra S.T.A.R.
La columna de esta semana rinde tributo a Marsha Pay it no mind Johnson, la activista que luchó por lxs gays, lxs trans, lxs afros, lxs VIH+, la reina callejera que compartió lo que tuvo (y lo que no), a la que la “comunidad” le dio la espalda. Esta columna es una disculpa tardía, a ella y a todas las que, como ella, reciben menos de lo que merecen.

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