Flor de Paz - Cubaperiodistas / Cuba en Resumen / Cubainformación.- Era una niña cuando por primera vez publicó en un periódico. El Imparcial, de Matanzas. Fueron dos composiciones que escribió en la escuela primaria donde estuvo hasta el sexto grado, una sobre Antonio Maceo y otra sobre Eleanor Roosevelt, la esposa de Franklin Delano Roosevelt, el expresidente norteamericano. Su madre le envió los textos a un señor que conocía en el rotativo.


—Yo no era una abelardita, pero me gustaba mucho leer y fue lo primero que aprendí. Mi papá tenía un amigo barbero que era un gran lector y siempre llevaba libros a mi casa. Leí a Balzac siendo una cría; también novelas de otros autores y manuales de anatomía. Un primo mío estudiaba Medicina y pensé que esa era la carrera que me gustaba.

Lo cuenta Martha Rojas, conocida como la periodista del Moncada, una tarde de marzo de 2018, sentada en una silla de oficina, en una esquina de la redacción del periódico Granma adonde asiste cada día, casi desde la fundación del rotativo.

—Cuando mi hermano empezó en la escuela, quise ir también, aunque él era cuatro años mayor. Entonces, mis padres me compraron una maletica y me sentaron en el aula como si asistiera formalmente.

Pero aprendió a leer y a escribir las primeras letras en su casa. Con el periódico en la mano, preguntaba a su mamá, a sus tías: “¿Qué letra es esta?”, “Es la eme”. Y así formaba las palabras y leía los titulares, sin saber su significado. Luego, una maestra jubilada, le enseñó a leer y a escribir bien, y cuando asistió a una escuela pública entró directo al tercer grado.

En esa época, le gustaba montar patines, bicicleta, participaba en los juegos deportivos de la escuela. Y en una finquita que tenía un tío cerca de Santiago, se tiraba en yagua desde la loma hasta la cañada.

—De tres hermanos, un niño y dos niñas yo era la del medio, dice. “A la más pequeña le llevaba ocho años, así que prácticamente me criaron como hija sola”.

Vivían en una casa muy grande, como esos inmuebles de principios del siglo XX de Santiago de Cuba, en medio de la ciudad, en la calle San Francisco entre Calvario y Reloj, y después en San Francisco entre Reloj y San Agustín, en la misma cuadra.

Su padre era muy buen sastre y su madre modista de alta costura. La familia tenía una sastrería. El abuelo, el padre de su madre, español, que tenía un negocio de dulcería, era quien más la malcriaba. De niña, Martha Rojas tuvo todo lo que un niño puede querer.

Ahora, cuando se acerca a la novena década de existencia, los ojos le brillan con vitalidad inusual entre sus congéneres, conduce su viejo auto LADA y prepara nuevos proyectos para el futuro.

***

La curiosidad y la imaginación le son innatas. Y estas, junto al disfrute de la lectura y la escritura pudieran haberse considerados como ingredientes intuitivos de una potencial periodista o escritora. Pero en ese tiempo su ilusión era la Medicina, hasta que se desencantó cuando supo que la carrera requería siete años de estudio. Así, un día, sentada a la mesa familiar, a la hora de la comida, momento en que siempre se ponía el Noticiero CMQ— escuchó que habían abierto una Escuela de Periodismo, que en cuatro años se graduaba y que la matrícula costaba seis pesos.

—Eso es lo que yo voy a estudiar, porque nada más que son cuatro años y seis pesos— dijo.  Todavía sorprendidos, sus padres le pusieron un repasador para que superara un examen de suficiencia que se exigía, porque Martha todavía no era bachiller, solo tenía 16 años.

Y ese fue otro inconveniente que consiguió superar, gracias a que su padre inscribió a los tres hijos a la misma vez, cuando el hermano de Martha necesitó un certificado de nacimiento para cursar Comercio y a ella le puso la fecha de él, y viceversa. Así pudo ingresar en la Escuela de Periodismo sin tener la edad. La institución requería estudiantes de 18 años.

Vino a La Habana y aprobó el examen en la Márquez Sterling. Sus padres solo le habían advertido: “si no sales bien tienes que volver y ponerte a coser en la sastrería”.

—“Perfecto”, respondió ella. Había aprendido a coser mirando a los demás.

***

Martha Rojas mantiene la frescura de su rostro grácil. Sonríe con frecuencia y se mueve con rapidez de un lado a otro de la redacción. Antes de que comenzara este diálogo, estaba sentada frente a su computadora terminando un texto para el cierre del periódico. Mientras, había dejado sobre una mesa fotos suyas de distintas épocas y ejemplares de algunos de los libros que ha escrito; entre ellos, Moncada, La Generación del Centenario, El juicio del Moncada, Santa Lujuria, El harén de Oviedo, Inglesa por un año, El equipaje amarillo y Las campanas de Juana la Loca.​

—Su carrera como periodista prácticamente comenzó con la cobertura de los hechos del Cuartel Moncada…

—Sí, yo terminé la carrera a principios de 1953. Tenía que hacerlo en el ’52, pero hubo retraso por el golpe de estado del dictador Fulgencio Batista.

—¿Por qué usted fue hasta el Cuartel Moncada?

—Yo había ido a mi casa, a Santiago, de vacaciones. Terminé mis exámenes aquí en La Habana y quise participar en los carnavales, como hacía todos los años. Panchito Cano, el fotógrafo de Bohemia en Santiago, que vivía cerca de mis padres, sabía que yo estudiaba periodismo y en dos o tres ocasiones anteriores me había pedido que le hiciera pequeñas notas, crónicas o pie de grabados a trabajos que él mandaba para la revista. Ese día por la tarde, fui con mis amigos para los carnavales, y me encontré con él.

—¿Te quieres ganar cincuenta pesos?, me dijo. “¿Qué tengo que hacer?” “Una crónica del carnaval y unos pie de grabados, pero debes ir conmigo para que veas a los mamarrachos que retrato”.

—Los carnavales de Santiago se extendían toda la noche. Y de pronto sentimos el tiroteo. Yo nunca había oído un tiroteo, nada más que en las películas del oeste. Y le dije a Panchito: —Ay, mira, los fuegos, los cohetes chinos.

—No, esos no son cohetes chinos. Son tiros. Se están fajando los soldados. Se fastidió el reportaje del carnaval. Te puedes ir porque no puede salir la crónica.

—Vamos a hacer la de los tiros, le respondí. Porque en la escuela de periodismo nos habían enseñado que lo último que ocurre, lo más impactante, es lo que se pone en primera plana. Fui con el fotógrafo y los demás periodistas a ver qué había pasado. Ya había cesado el combate, que no fue largo, pero los militares se quedaron allí para dar una conferencia de prensa. Yo tenía en los bolsillos los rollitos de fotos que Panchito me iba dando en los carnavales para tener las manos libres. Y así entré al Moncada. Y le dije a Chaviano (que después le llamaron El Chacal de Oriente):

—Yo quisiera hacerle una entrevista. Porque, sin saber de qué se trataba, pensé: “Si Panchito va a mandar fotos, le hago el texto, ya no de los carnavales sino del hecho”. Sabía que había ocurrido un combate, pero nada más.

—Entonces había una norma que limitaba a quienes no fueran graduados de periodismo, estuvieran colegiados y pertenecieran a un órgano de prensa a hacer coberturas en conferencias y actos oficiales. Yo no cumplía ninguno de esos requisitos. Pero estuve en la conferencia, y le pedí permiso al presidente del Colegio de Periodistas, un hombre de apellido Nicot.

—Ay, a mí me gustaría hacerle una pregunta al coronel Chaviano, le dije. Se lo pedí porque habíamos pasado varias horas en el cuartel antes de la conferencia y en un momento que fui al baño vi a dos mujeres sentadas, a quienes les estaban tomando declaración. Quería preguntarles quiénes eran. Entonces ese Nicot me dijo:

—¿Tú no eres la hija de Rojas, el sastre? —Sí. —Ah, está bien, hazle la pregunta. Fue casi una concesión, porque en aquel momento a eso se le llamaba “intrusismo profesional”.

Le pregunté a Chaviano: —¿Quiénes son las dos mujeres que están aquí? Él me contestó muy bravo, y mirándome me dijo: —No, aquí no hay nadie preso. Todos murieron en el combate. Y no le pregunté nada más. Pero un rato después me enteré de que un soldado le había dicho que un fotógrafo había retratado a las mujeres (que eran Melba Hernández y Haydée Santamaría). En fin, que aquel día cubrimos la conferencia de prensa, recorrimos todo el lugar, y el fotógrafo, que era un hombre de experiencia, supo que iba a haber censura.

 

Marta Rojas junto a Melba Hernández y Haydée Santamaría

—No nos van a publicar nada, previno. Y me pidió los rollos de las fotos de los carnavales (que fueron los que entregó al ejército) y me dio los de las fotos que había tomado en el Moncada. —Yo me voy a desaparecer, dijo. Luego me encargó que los trajera para La Habana, y yo se los entregué al director de Bohemia el día 27 por la noche. Viajé en avión, Panchito me pagó el pasaje.

—Ese fue mi primer contacto con la revista Bohemia. Yo no iba a trabajar en Bohemia. Hice mis prácticas de periodismo en el Canal 2 de la televisión, de Pumarejo, en Mazón y San Miguel. Los alumnos del interior no conocíamos a nadie en los periódicos, no teníamos influencias. Pero como la televisión empezaba, fueron a la escuela a buscar estudiantes que quisieran aprender a hacer periodismo de televisión, y entre ellos me escogieron a mí.

Marta estuvo dos años en la televisión, dentro del sector deportivo, en el fútbol. Tenía que presentarse en septiembre para empezar a trabajar allí, pero cuando no le publicaron la nota que escribió aquel día en el Moncada, volvió a Santiago. Aunque al director de Bohemia, Miguel Ángel Quevedo, y a Enriquito de la Osa, uno de los más grandes periodistas de Cuba, les interesó cómo hizo el texto, de unas dos o tres cuartillas.

—Inmediatamente después se empezó a hablar de la celebración de un juicio, el 21 de septiembre del mismo año. Me quedé en Santiago para ver si podía asistir. Un joven abogado que yo conocía habló con el doctor Baudilio Castellanos, el abogado de oficio de la Audiencia, a quien le pregunté que cómo podía llegar al juicio: “Mira, como hay censura no te van a decir nada, habla con los magistrados”, le dijo.

Le hizo una entrevista a un magistrado y al presidente del tribunal, quienes le describieron cómo iba a ser el juicio, qué artículos se iban a tratar. “Ese material lo mandé para Bohemia (un fotógrafo de Santiago tomó foto, y como el texto no decía nada político, la censura lo pasó). Entonces le dije al magistrado:

—Ay, acuérdese de que a mí me gustaría ver el juicio.

—¿Cómo me dijiste que te llamabas?

—Martha Rojas. Y él puso: Martha Rojas. Y entre paréntesis, Bohemia. El presidente del tribunal, Piñeiro Soria, fue el que me designó. El 21 de septiembre de 1953 empezó el juicio y terminó el 16 de octubre. A Fidel lo llevaron solo a las primeras vistas. No soportaban su voz. Cada vez que él como acusado respondía, lo hacía denunciando los crímenes. Y lo remitieron de nuevo a la cárcel. Después vino el juicio en el hospital.

—Yo traje todo eso para Bohemia. No me lo publicaron. El censor hizo rayas, rayas y rayas sobre el texto. Cada uno de los días del juicio yo iba para mi casa y escribía lo que había pasado. Hice como doscientas páginas. Al llevar el trabajo a la revista, el director y Enrique de la Osa lo leyeron, y este último me preguntó:

—¿Te gustaría trabajar aquí en periodismo de investigación?

—Sí.

—Pues vas a empezar en la sección En Cuba, en periodismo de investigación. Ahí no se firma, a menos que te mandemos a hacer un reportaje. Así entré en el periodismo.

***

Martha Rojas le hizo a Ho Chi Minh la última entrevista que concedió el líder vietnamita, tres o cuatro meses antes de su fallecimiento, en el Palacio, cuando ya estaba enfermo. Fue un diálogo largo, a partir del cual ella escribió una crónica sobre el pensamiento del mandatario en torno a la lucha de su pueblo.

—Llegué al Palacio a las seis y treinta de la mañana y me recibió hablando en español. Preguntó por Fidel y agradeció la ayuda de Cuba a su país. Era un hombre muy caballeroso y culto. En su juventud había sido pinche de cocina de un barco francés y viajó a muchos lugares del mundo. Hablaba varios idiomas.

Hizo la entrevista un 14 de julio y ese mismo día viajó de Vietnam a París. “Redacté el texto en la corresponsalía de Prensa Latina en la capital francesa, cuando Jorge Timossi estaba al frente. Enseguida fue publicada en el periódico Granma”.

A Vietnam Martha Rojas viajó muchas veces durante la guerra, casi todos los años entre 1965 y 1975. En su primera visita, estando en la selva, se enteró de la fundación del periódico Granma, medio para el que trabajaría el resto de su existencia.

A Vietnam Martha Rojas viajó muchas veces durante la guerra, casi todos los años entre 1965 y 1975

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—Me inicié en el periodismo de una forma impensable, como una corresponsal de guerra, sin querer, y ser corresponsal de guerra ha sido mi hito mayor. El primer hecho fue el Moncada, para el cual yo no estaba preparada ni era consciente; el segundo fue la guerra de Vietnam. En ninguno de los dos casos contaba con fotografías para apoyar mis textos. Por eso, en los días posteriores al asalto y durante el juicio del Moncada quise dar una imagen lo más realista posible de todo lo que estaba ocurriendo. Luego, como primera corresponsal de Cuba en Vietnam del Sur, no tenía prácticamente medios para trabajar. Entonces trataba de contar todo lo que veía, como si fuera una película.

Piensa que la agilidad es el primer desafío de un periodista, como lo es la observación y la capacidad de conmover, quizás con una frase, una descripción. “Igual de importante es hacer ejercicios de memoria. En Vietnam, mi buena memoria fue la herramienta que tuve, porque entre lluvias y catástrofes perdí algunas de mis libretas y mi grabadora. Pero no podía extraviar mi memoria, a menos que me mataran.

***

¿Periodismo y literatura? Una fusión que surgió con la llegada de las computadoras a Granma —durante la década de los 90—, cuando escribió su primera novela. Estaba acostumbrada a redactar textos largos porque el periódico tenía dieciséis páginas. Al convertirse en un tabloide tuvo que reducir la extensión de sus reportes.

Pero la génesis de su incursión en la literatura, más allá de aquella circunstancia, también la halla en los pilares de su larga práctica periodística. “En 1963, recorrí con Fidel y un grupo de colegas las zonas afectadas por el ciclón Flora. Pasamos por un deslave que había en un plantío de cafeto en la localidad de Pinalito, en el municipio Santiago de Cuba. Él anduvo ese camino para ver cómo podían acceder los jeeps, los camiones”.

—¿De quién era este café?, preguntó Fidel. “De unos haitianos y de unos jamaicanos que vivían allá arriba, y lo perdieron todo”, respondió alguien.  Y dijo: “Estos hombres, que trabajaron en la zafra tanto, y se sacrificaron, y ahora…”. Puse esa anécdota en el periódico como una nota más, pero jamás la olvidé. Años después saqué una novela que se llamó El columpio del rey Spencer, que tiene varias ediciones. Es una historia de amor sobre los jamaiquinos, los haitianos, los barbadenses, centrada en la etapa de esa gran inmigración a Cuba motivada por las oportunidades de tabajo en la industria azucarera y del café. Y ahí entro en la literatura sin abandonar el periodismo.

Otra vez —cuenta— fue a una exposición en el Museo de Bellas Artes como periodista, y ante una obra que le atrajo, indagó por el autor. “Vicente Escobar”, le dijeron “¿Y quién es Vicente Escobar?” “Un pintor del siglo XIX, que nació negro y murió blanco” Como siempre, hizo la nota informativa de la exposición para el periódico, “pero ese fue un hándicap para investigar”.

—Tiempo después, en un viaje periodístico que hice con la Orquesta Aragón a España, a Andalucía, Sevilla, visité el archivo de la ciudad para averiguar sobre ese artista, que había pintado a las infantas en la corte en el siglo XIX. Así me enteré que existía una cédula que se llamaba “Gracia al sacar un documento”, mediante la cual un negro podía comprar un padre blanco y los documentos acreditativos por quinientos reales de vellón. Así, Vicente Escobar, que lo inscribieron de niño en el libro de la iglesia como negro, fue registrado como blanco al morir. De esa historia resultó mi novela Santa lujuria o papeles de blanco. Es decir, el periodismo ha sido mi mayor fuente para la literatura, tanto de búsqueda como de imaginación.

***

Martha Rojas piensa que la verdad puede decirse con elegancia y que tal razón sustenta una indispensable necesidad de lectura para el periodista. “Y no solo por ser una fuente de ampliación del vocabulario; también para el desarrollo de la síntesis, la precisión y la imaginación.

—Las crónicas de Alejo Carpentier son un paradigma en este sentido. Él hizo el prólogo de mi libro El juicio del Moncada, y ahí escribió que tengo el poder de decir muchas cosas con pocas palabras. En el periodismo hay que escribir largo cuando hace falta, pero las ideas deben ser dichas con economía de palabras.

No censura a ningún colega por usar la grabadora, pero dice que jamás ha transcrito para escribir. Y que, en la primera entrevista que le hizo a Hugo Chávez en Venezuela, en 1999, redactó el texto a partir de su memoria. “Cuando terminé escuché la grabación y solo arreglé dos o tres detalles”.

Habla de la cultura que se aprende en los libros como ingrediente del ejercicio periodístico, de cómo los profesionales de la prensa cubana, ahora más que nunca, tienen que defender la verdad a toda costa, pero con profundidad ideológica y de exposición. “La palabra es muy importante para llegar al corazón y a la mente de millones de personas”.

—Yo sé hacer tuits, dice. “Escribí un cuento en tuit, conozco las tecnologías digitales sin ser una especialista en ese mundo, pero no todo está allí”.

 

 

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