Javier Madrazo – El Correo.- "Ni infierno, ni Paraíso: la Revolución, obra de este mundo, está sucia de barro humano, y justamente por eso, y no a pesar de eso, sigue siendo contagiosa”. Con esta reflexión, tan justa como cierta, el escritor uruguayo, Eduardo Galeano, se refería hace prácticamente una década a la situación política y social en Cuba. Estas palabras, que cobran ahora plena actualidad, se inscriben en un discurso pronunciado en la Universidad de La Habana, donde el autor de la obra “Las venas abiertas de América Latina”, fue nombrado en 2001 Doctor Honoris Causa en Letras como reconocimiento a su trayectoria literaria y a su compromiso con los derechos humanos.


Vienen a mi memoria el recuerdo de las manifestaciones realizadas entonces por Eduardo Galeano, especialmente cuando afirmaba que a “Cuba se puede quererla sin mentir coincidencias ni callar divergencias”. Y pienso en ello, coincidiendo en el tiempo con la muerte de Orlando Zapata, tras una larga huelga de hambre. Detenido en 2003, fue acusado de conspiración contra el régimen de la isla y condenado a tres años de prisión, que se prolongaron hasta su fallecimiento, al serle imputados nuevos delitos. Su pérdida ha sido un duro golpe contra los derechos humanos y es razonable preguntarse por qué el Gobierno cubano no evitó este trágico desenlace.

En este sentido, he de decir que las autoridades de la isla debieron hacer más por salvar la vida de Orlando Zapata. Poco importa que fuera un delincuente, como se ha señalado con poco crédito y poco tacto, o un preso de conciencia. En realidad, da lo mismo. Un Estado está moralmente obligado a proteger a todas sus ciudadanas y ciudadanos, sea cuál sea su condición o su situación. Las cárceles no pueden ser, en ningún caso ni en ningún país, zonas opacas, ajenas al cumplimiento estricto de los derechos humanos de las personas allí recluidas. No tengo información fidedigna sobre los motivos por los que Orlando Zapata inició su ayuno, pero entiendo que tendría razones para ello y alguna con seguridad estaría justificada.

Sin embargo, una vez clarificada mi posición en relación con este hecho, quiero hacer público mi desacuerdo ante los ataques reiterados que recibe, un día sí y otro también, el Gobierno de Cuba, con base o sin ella. El régimen de La Habana se ha convertido en el enemigo mundial número uno y todo vale en una campaña de criminalización y desprestigio, impulsada por quienes amparan el bloqueo económico, financiero y comercial, al tiempo que defienden el mantenimiento de la isla en un lista, elaborada por Estados Unidos, en la que figuran países supuestamente patrocinadores del terrorismo internacional. Tan inaudito como cierto.

No conozco personalmente a Willy Toledo, y no me corresponde juzgarle ni en un sentido ni en otro, pero sí puedo hacer mía aquella parte de su argumentación en la que muestra su indignación por las imputaciones sistemáticas vertidas contra Cuba por parte de quienes callan, en cambio, ante la violación de los derechos humanos, que ejercen, por ejemplo, Israel o Marruecos sobre los pueblos palestino y saharaui. Nadie podrá decir que el régimen de Raúl Castro es tan cruel e intolerante, ni provoca tanto dolor y sufrimiento, como sí lo hacen Tel Aviv sobre Gaza y Cisjordania, o Rabat sobre el Sáhara.

Hay un interés compartido por poderes políticos y económicos, que controlan grandes grupos de comunicación transnacionales, en presentar a Cuba como si fuera una dictadura sin valores ni principios, que debe ser derrocada. En esta estrategia todo vale. Curiosamente quienes lideran esta línea de pensamiento, que cala como una lluvia fina incluso entre personas formadas y comprometidas ideológicamente, son quienes ocupan terceros países -Afganistán, sin ir más lejos-, provocan cientos de muertes entre la población civil -daños colaterales, les llaman-, y convierten a sus propios soldados en víctimas, que o bien pierden la vida en el frente o bien sobreviven bajo el fantasma de la frustración y las enfermedades mentales, como ahora se está comprobando.

El régimen cubano tiene, sin duda alguna, mucho que mejorar y un largo camino que recorrer para fortalecer las vías democráticas y participativas, que su ciudadanía reivindica. Ahora bien, las soluciones a sus problemas han de partir de quienes residen y trabajan en la isla, y no de quienes aspiran, desde el exilio dorado en Miami, a transformar Cuba en un satélite más de Estados Unidos, dirigiendo su destino bajo parámetros imperialistas, dictados por el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional. No quiero caer en la demagogia como recurso fácil, pero todavía hoy en Cuba su población enfrenta su futuro con más dignidad que la que pueden hacerlo los países de su entorno.

En América Latina el hambre, la enfermedad, el analfabetismo y la violencia constituyen una dramática realidad, que parece no importar a nadie. Son heridas abiertas en un continente histórica y culturalmente próximo, que no generan inquietud en Estados Unidos ni en la Unión Europea, excepto cuando surgen voces políticas, que ellos no tutelan, y éstas recogen el malestar y la indignación social. Hablamos en este artículo de Cuba, pero también podríamos hacerlo de Venezuela o Bolivia. Conozco los tres países y en los tres he percibido preocupación por el bienestar de las personas y una apuesta sincera por poner a su disposición la propiedad de sus tierras y sus riquezas naturales, en lugar de venderlas al mejor postor.

Intuyo que a estos procesos se refería Eduardo Galeano cuando aseguraba que la revolución cubana aún era contagiosa. Tal vez por ello ha sido, igualmente, perseguida, castigada, sancionada y descalificada. Como bien ha resumido, en numerosas ocasiones, el escritor uruguayo, el régimen de Fidel Castro “ha hecho bastante menos que lo que quería pero mucho más que lo que podía”. Ojalá Cuba encuentre pronto su propio espacio, y ojalá le dejen avanzar desde la independencia y el respeto a la voluntad de su población. Y mientras tanto, como ha pedido recientemente la Premio Nobel de Literatura, Nadine Gordimer, ha llegado el momento de que Barack Obama demuestre autoridad moral y audacia política para poner punto final al boicot contra la isla, aunque sólo sea por humanidad.

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