José Tadeo Tápanes Zerquera – Cubainformación.- “Huracán, Huracán, venir te siento, y en tu soplo abrasado, respiro entusiasmado, del Señor de los aires el aliento” decía nuestro José María Heredia hace más de siglo y medio, y mucho antes, nuestros indígenas –quién sabe a ciencia cierta con qué espíritu– lanzaban al aire la palabra premonitoria de destrucción y ruina: “Huracán, Huracán”.

Texto publicado en Cubainformación en papel nº 7 - Otoño 2008


 Desde entonces hasta hoy, los habitantes de la mayor de las Antillas, como los de las demás islas adyacentes, hemos aprendido a convivir con esta fuerza de la naturaleza, divinizada y temida por nuestros primeros pobladores, y respetada hoy por aquellos que durante la temporada ciclónica, que va de junio a noviembre, ven en peligro vidas y propiedades, haciendo de la existencia humana, ya frágil por naturaleza, algo aún más difícil de preservar.

 Esta vez nos han visitado por este orden, entre el 30 de agosto y el 9 de septiembre, Gustav, Hanna y Ike, el primero, encargándose de sembrar la desolación en el extremo occidental del país, es decir, en la Provincia de Pinar del Río y la Isla de la Juventud fundamentalmente, donde se encargó de dejar un panorama verdaderamente desolador, y luego, el último de ellos, recorrió durante 40 horas, unos 1.000 kilómetros sobre el territorio nacional.

 Como resultado, un total de 514.875 viviendas afectadas, muchas de ellas con derrumbes totales, numerosas edificaciones sociales dañadas total o parcialmente, plantaciones de frutales, granos, hortalizas y vegetales arrasadas, ríos desbordados, penetraciones del mar e inundaciones que pusieron en grave riesgo, además de la integridad física de los habitantes de la isla, también todo aquello de índole material imprescindible para la subsistencia: alimentos, ropas, muebles, equipos electrodomésticos, etc.

 “Los pajarillos tiemblan y se esconden al acercarse el huracán bramando. Llega ya. ¡Gigante de los aires, te saludo! Los brazos rapidísimos enarca, y con ellos abarca cuanto alcanzo a mirar de monte a monte”.

 Será larga la recuperación. Los cultivos de importancia para la economía nacional como el café, el arroz, o la caña de azúcar han quedado arruinados. Cientos de trabajadores fueron movilizados con prontitud para rescatar todo lo que se pudo del café que yacía en los suelos, algunos aún atados a los troncos finísimos y doblegados de las plantas cafetaleras. Las comunicaciones tanto ferroviarias como por carreteras se vieron interrumpidas, anegadas unas, fracturadas otras, obstaculizadas por árboles, postes del tendido eléctrico, etc. El suministro de electricidad, las comunicaciones telefónicas, el abastecimiento de agua potable, todo ello se ha visto afectado.

 Y en medio de todo ese caos brilla con luz propia la solidaridad de cubanos y cubanas, la organización de sus instituciones, el ya famoso sistema de la Defensa Civil, que otra vez ha vuelto a funcionar reduciendo a siete muertes evitables las pérdidas humanas de una nación que necesitó evacuar a más de dos millones de habitantes.

 A nuestro alrededor, en los países vecinos como Haití, República Dominicana, o hasta en los propios Estados Unidos, en reiteradas ocasiones los muertos se cuentan por cientos, y no precisamente porque estos organismos atmosféricos se empeñen en ser más destructivos con nuestros hermanos caribeños y más benévolos con nuestros compatriotas. La diferencia radica en la voluntad política de quienes nos gobiernan. La diferencia radica en la preparación constante para enfrentar estos cataclismos, si se quiere, en peores condiciones que el resto de naciones, debido al consabido bloqueo norteamericano sobre la Isla. Ante la llegada de los ciclones, la población cubana está organizada y educada. Todo el mundo sabe de antemano qué hacer ante una eventualidad de esta naturaleza. Cuando el peligro se cierne sobre sus cabezas, no es la hora de tomar decisiones tan importantes como la de qué hacer para salvar la vida, son decisiones que, al menos en Cuba, ya han sido tomadas mucho antes, y por un personal experto y entrenado para combatir estas situaciones de emergencia. Por eso no sería descabellado decir que el pueblo cubano ha desarrollado una verdadera cultura ciclónica.

 “¿Qué rumor? ¿Es la lluvia? Desatada cae a torrentes, oscurece el mundo, y todo es confusión, horror profundo. Cielo, nubes, colinas, caro bosque, ¿Donde estáis?... Os busco en vano: desaparecisteis... La tormenta umbría en los aires revuelve un Océano que todo lo sepulta”.

 Ante la tele, los ojos espantados de mi esposa, que desde la mirada europea se estremece ante tanta destrucción, y al mismo tiempo se asombra de la serenidad de esos cubanos que aún perdiéndolo todo, no pierden la sonrisa y las ganas de vivir, que aún les quedan fuerzas para hacer ondear, atado al horcón de su casa modesta y destruida, la enseña tricolor y decir al periodista que les interroga: “ésta es la que no se puede caer”. “No entiendo nada”, dice ella. Y yo, con una sonrisa, le cuento mis historias pasadas por agua. Las evacuaciones repentinas de los pobladores de las inmediaciones de la magnífica Escuela Vocacional Ernesto Guevara. Todas aquellas familias atrincheradas en nuestros recintos docentes mientras nosotros ocupábamos el área de los dormitorios. La comida compartida, la movilización para correr hasta el comedor en los horarios de desayuno, almuerzo o comida.
 Nosotros entre bromas repetíamos la frase de un dibujo animado muy popular por aquel entonces en Cuba, dicho por los sapos de la charca del cuento «Pulgarcita»: “Ya dormimos, ahora podemos comer. Ya comimos, ahora podemos dormir”. Y luego, una vez pasado el peligro, la flotilla de autobuses de la escuela, una vez recibida la confirmación por parte de las autoridades de la Defensa Civil, de que las carreteras estaban despejadas, nos llevaban bajo rigurosas medidas de seguridad sanos y salvos a nuestros hogares respectivos.

 Tan infrecuentes son las muertes en Cuba durante el paso de los huracanes que, posiblemente, ningún otro pueblo del Caribe viva estos fenómenos con tanta tranquilidad.

 Cuentan los viejos sobre el ciclón de 1926 que dejó un rastro importante de destrucción y ruina. También se acuerdan muchos del ciclón Flora, de octubre de 1963, el que hizo al gobierno revolucionario plantearse la necesidad de crear un Sistema de Defensa Civil encargado de proteger a la población de manera eficaz de los eventos meteorológicos venideros.

 “¡Sublime tempestad! ¡Cómo en tu seno, de tu solemne inspiración henchido, el mundo vil y miserable olvido y alzo la frente, de delicia lleno!”

 Si bien es cierto que en Cuba los ciclones no nos cogen desprevenidos y que sabemos enfrentarnos a ellos, no deja de preocupar la frecuencia con que estamos siendo blanco de los mismos. El cambio climático, entre otros factores, está haciendo del Caribe un lugar vulnerable, y su población y los gobiernos de estas naciones deberán tener aún más entre sus preocupaciones, la de crear mecanismos que los protejan lo más posible de estas adversidades naturales que, al parecer, seguirán aumentando en frecuencia y en potencia destructiva. Como era de esperar, hay ciclones que han pasado sobre Cuba también en la ficción y que han quedado atrapados para siempre en nuestra memoria literaria, como aquél narrado por Alejo Carpentier en su novela «El Siglo de las Luces». También han quedado inmortalizados en canciones como «El trío y el ciclón» del trío Matamoros, o en aquella otra de la orquesta Ritmo Oriental, que decía: “En Alamar la guagua se me paró, pero, compay, el agua no me llevó”.
 

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