Andrés Marí, actor cubano, para Cubainformación.-

TODA LA JUSTICIA EN NUESTROS JUICIOS. Reflexionar sobre Cuba es, por encima de todo, admitir que los pueblos oprimidos, explotados y humillados tienen el máximo derecho a emanciparse de la pobreza y de la indignidad. La isla recogió ese reclamo con una temprana posición antiimperialista y anticapitalista. Un reto descomunal donde se impusieron las grandes aspiraciones colectivas.

Cuba, una memoria imprescindible (y II) 


El individuo, a pesar de ser el protagonista del esfuerzo nacional, debía convertirse en algo muy pequeño frente a una generalidad que debía elevarse a cimas impensables. Sólo dentro de estas coyunturas pueden comprenderse las reacciones de apoyo o de condena a la Revolución. Pero éstas son responsabilidades muy personales, y tanto sus explicaciones como las diversas posiciones adoptadas hacia la sociedad y el individuo sólo pueden verse desde esa óptica. Esta situación ha marcado profundamente el proceso revolucionario cubano.

Siempre será inaceptable que las mayorías aplasten a las minorías. Cualquier maltrato o subestimación a un solo ser humano ya bastaría para desacreditar a cualquier proceso social. Por eso mismo la revolución, y cualquiera de las sociedades hasta hoy, tienen tantas desacreditaciones. Podrían ya sobrar como para desaprobarlas a todas. Por eso luchan los pueblos y las personas. Ahora mismo gobiernan en Cuba los que ganaron la pelea más colectiva. Ello no constituye un valor absoluto, pero su legitimidad es incuestionable. Sería otra cosa la reflexión sobre la obra revolucionaria. Ahí está el dolor, y también la alegría. Pero, ¿dónde no lo están? Cada persona habrá de saber dónde se coloca y a cuáles sentimientos se acoge.

La cuestión no es si Cuba traicionó a su revolución o la entregó a la extinta Unión Soviética y a las más descabelladas ideas y prácticas del comunismo. Se trata del inmenso cambio que se planteó contra el imperio más poderoso de la tierra. Para ello tuvo que aliarse con aquellos que no pretendían quitarle sus conquistas. Era la única forma de sobrevivir y fortalecerse junto a aquellos que creían saber cómo compartir todos los panes de la vida. ¿Alguien puede pensar que compartir el pan de todas las hambres no es, por ahora, el mayor y el más enigmático de los conflictos humanos?

El que camina por este pensamiento será el que más tropezones encontrará por el camino. Si en ningún régimen de los llamados democráticos, ni siquiera en los estados desarrollados del Primer Mundo, pueden evitarse miles de errores, ¿cómo imaginarse que en la isla no se cometerían? Es muy posible que Cuba, por desear imponerse más exigencias que nadie, haya cometido más errores que ninguno. Pero por eso también es más probable que en su sociedad hayan muchos menos errores que en todas las demás.

Si pusiéramos toda la justicia en nuestros juicios veríamos la amplitud de su diversidad. Pero si nos situamos en la igualdad de los pueblos, si esa balanza fuera posible hoy día, ningún país podría dejar de plantearse, sin egoísmos nacionales, la dignidad de la vida en cualquier parte de la tierra. ¿Cuántos lo hacen? Si todos lo hicieran, ni Cuba, ni ningún otro país del Tercer Mundo, tendrían la pobreza y la tristeza que muchos creen ver amplificadas en la isla.

Cuba, más allá de la expoliación capitalista que detuvo, empezó a plantearse la creación de una sociedad que erradicara para siempre las ofertas de ese sistema. Era un derecho que exigían los mejores valores humanos que se estaban esbozando. El camino pretendía la forja de un espíritu nuevo. La verdad, la confianza y el altruismo intentaban desplazar a la mentira, el engaño y el que unos se sirvieran de sus habilidades para aprovecharse de los otros. Una nebulosa paradisíaca. Una tribulación mesiánica que pretendió apurar la solución a los grandes problemas del mundo. Podríamos pensar que ya estamos hartos de estos gritos, pero cuánta falta nos hacen.

Ni el imperio ni el sistema capitalista mundial podrían sobrevivir si los pueblos llegaran a creer que pueden prescindir de ellos como lo ha creído Cuba. Realmente tienen razón cuando afirman que la isla es una amenaza a su seguridad. Les apareció un David que les dice a todos que se podría vencer a Goliat si asumen el planteamiento de compartir la vida y enfrentarse juntos al gigante.

Que maravilla entonces criticarle a Cuba sus errores. Veríamos la infinita alegría de estarlos compartiendo. Después vendrían otros, pero al ser de todos, nos acercaríamos a la más exacta de las verdades conocidas: estamos plagados de errores por todas partes. Mientras grandes zonas del mundo continúen viviendo en medio de tanta inhumanidad, lo único que nos acredita como seres humanos y nos valoriza como individuos es contribuir al fin de esa situación. Es el precio de ser humanidad. Hasta que no lo seamos la isla seguirá siendo una victoria aprisionada entre los peligros del océano y los no menos peligrosos vaivenes de su propio terruño.

A pesar de mantenerse en pésimas condiciones, en Cuba se sigue pretendiendo que no sólo valga un individuo, un país, un pueblo, sino todos. Una profunda idea de sociedad humana. Mientras esta no se asimile la isla seguirá siendo lo que es: un sin fin de errores, imperfecciones, miles de problemas y todas las ansias, acumuladas en ella sola, luchando contra los errores del mundo. Como una persona que pide justicia a una civilización que no quiere darla ni sabe cómo prepararse para ella. ¿Es Cuba la culpable de ello?

Pobre isla, o magnífica, como tengamos la vista, queriendo hacernos ver que existe el paraíso cuando lo que vemos es el infierno. Parecería que otra vez, como ya ha sucedido en la historia de tantos pueblos e individuos, imaginarse la existencia de la luz en plena oscuridad no nos dejará sus huellas. Aunque podría ser que las nebulosas y las turbulencias cubanas venzan al oleaje de la memoria y ésta logre reunir todas las luchas que nos han precedido.


EL OJO DEL HURACÁN

Cuba se situó con gusto en la historia, casi atrapada por ella. No quiere rendirle cuentas al César. ¿Cómo es posible que tan mínima porción de tierra, con pocos habitantes incluso, continúe sobreviviendo frente a las costas imperiales sin dejar de decir una buena serie de verdades? Todo aquello que millones de seres humanos sienten ante un imperio que saquea, mata y ordena a su antojo a la mayoría de la humanidad.

La circunstancia de estar situada entre la prisa por eliminar las injusticias ya endémicas de cualquier país pobre, construir otro sistema político, económico y social, enfrentar el asedio de las administraciones norteamericanas, luchar con las propias contradicciones de un proceso revolucionario, más el rompecabezas y desmoronamiento final del bloque comunista europeo al que se unió, ha hecho de Cuba una situación límite. Pero su dirigencia nunca ha renunciado a defender unas razones que, reclamando el patrimonio sobre el territorio y la población donde triunfó una auténtica revolución, se erigen con todo el derecho a moverse en el ojo del huracán, a pesar de los múltiples mensajes a su modificación que desde todas partes la realidad le envía.

Estas razones son los principios más sagrados de la Revolución, aquellos que, entre otras cosas, posibilitaron la más amplia erradicación de la miseria, el analfabetismo, la insalubridad, la incultura, el abandono, la clásica apatía y todos esos terribles males que azotan y diezman al mundo subdesarrollado. Mientras los países más ricos continúan fracasando en sus políticas de ayuda al desarrollo en los países más pobres, Cuba ya tiene avanzado un largo trecho en la dignidad del derecho a la vida, digamos incluso que grande y por ello mismo más complicada su solución. Los cubanos ya no conciben una existencia sin todas las dignidades.

La situación actual, abierta desde el pueblo y la propia dirigencia, a un debate nacional sobre el momento en que se vive, ha hecho que muchos rehuyan a continuar con el discurso oficial de las alabanzas. Aún en el desgaste donde se hayan todas las conquistas sociales que se alcanzaron, para ninguno es un secreto que ellas serían irrealizables en cualquier otro país pobre del mundo capitalista. Se llega al convencimiento de parar un poco la posición apologética hacia las virtudes, los aciertos, las inteligencias y todo el tesonero esfuerzo por la construcción de ese mundo más humano que mejor puede caracterizar a Cuba.

Se cree que instalando en la mayor crítica los errores, los absurdos, las torpezas y todo aquello que impidió la más completa realización del proyecto revolucionario es como mejor se puede contribuir a la búsqueda de caminos transformadores en todo el mundo. Aunque con toda intención, al adoptar esta actitud, se hace un profundo hincapié en lo que han significado la ingerencia del gobierno norteamericano y de todo el sistema capitalista en todos los entuertos que se exponen.

Se trataría, y este puede ser ahora el mayor objetivo de las razones que se defienden, de incitar al mundo a que miren, investiguen y valoren con justa ponderación las luchas cubanas y las ayuden. Una posición que busca despojarse, incluso dentro de algunos caminos llamados progresistas, de esa creencia de que se puede contribuir a la solución de las agonías que afectan a los pueblos pobres a partir de la imprecisa libertad que, como un crucero turístico a través de las más dolorosas realidades, va repartiendo unas festinadas y lastimosas golosinas. Una vía sin base real, porque la erradicación de los males sólo puede alcanzar su verdadera eficacia cuando se arriba a sus más atascadas raíces.

Del llamado al mundo surge la reflexión hacia la propia isla. Si hay conciencia de cooperar, desde la máxima disponibilidad crítica en la más precisa libertad, es posible encontrar soluciones. Un pensamiento que busca, sin ataduras a simpatías ideológicas, situar la gesta cubana en su determinante significado. La obra de la Revolución actuó en unos males de espanto que existían en el país antes del triunfo guerrillero. No inventó esos males. Se propuso eliminarlos y colocarles en el camino una aureola de porvenir. ¿Qué pueblo, con una mínima cuota, no digamos sólo de dignidad, sino de aprecio a la vida, puede soportar el martirio de sus hijos sin levantar el brazo para defenderlos?

                                                                       
EL PRINCIPIO DE UN SUEÑO

No existía un pensamiento incendiario en la guerrilla del Comandante Fidel Castro, e incluso este mismo hombre, de extraordinaria personalidad e inusual energía, en la causa por el 26 de julio de 1953, sólo dejó entrever con su alegato defensivo conocido como “La historia me absolverá” unas ideas y unas acciones para mejorar el sistema imperante en la Cuba de antes del triunfo de la Revolución, aunque ya ese programa tenía antorchas con fuerzas y sensibilidades suficientes para incendiar todo el andamiaje existente. La capacidad pirómana se estimularía desde fuera, desde el mismo instante en que la victoria revolucionaria del 1 de enero de 1959 significó un nuevo proyecto de vida. El pueblo había conquistado su nación y esta comenzó a ser abandonada por la burguesía que huyó a los Estados Unidos de América para esperar la acostumbrada intervención imperial. En Cuba se comenzaba a propulsar un pensamiento y una acción que no tenían intenciones ornamentales, fanáticas o inmovilistas. Era el principio de un sueño que debía despertar en toda su plenitud. El pueblo quiso ser el dueño de sí mismo.

Ya con la primera medida revolucionaria, la Ley de la Reforma Agraria, Cuba se colocó en el blanco directo del imperio. Como no hacía las reformas tradicionales debía ser examinada y sancionada constantemente. Y vivir con estas tensiones sólo contribuyó a acelerar un proceso revolucionario que no había alcanzado toda su claridad. La Revolución se convirtió en algo más grande que los seres humanos que la hacían, pero estos ya no podían zafarse de semejante grandeza. La desesperación de los revolucionarios siempre querrá imponer su horizonte, aunque sepan que con su mínima fuerza es imposible abarcarlo completo e incluir a todos en el viaje.

Eso fue suficiente para que la saña imperialista los condujera a un único pensamiento: defender sin contemplaciones con nadie el sueño que iba naciendo. Entre las angustias ante un parto tan desconocido y los ataques del imperio, la realidad se perdía en un misterio adonde se adentraban unos vencedores que siempre habían sido vencidos.


 EL CAMINO DE LA CONVICCIÓN

Así aparecieron las condiciones que les han impuesto a Cuba los Estados Unidos de América, con su enloquecido bloqueo económico, financiero y comercial, el mayor responsable de los sufrimientos que ha debido encarar el pueblo cubano, y no sólo por las penurias materiales, sino también por la magnitud de radicalización, incertidumbre, desaliento, desmoralización y corrupción que quiso imponer.

Las atrocidades de este hecho se condenan todos los años y desde hace mucho por la Asamblea General de las Naciones Unidas, las Cumbres Iberoamericanas y las más diversas organizaciones. Ver sus actas y estadísticas, año tras año confirmadas por la casi totalidad de sus miembros, es decir, la abrumadora mayoría de los países, gobiernos y pueblos del mundo, resulta una visión absolutamente humillante para toda la humanidad. Igualmente pasa si palpamos los archivos del Congreso Norteamericano, con sus otras leyes que recrudecen aún más el asedio contra Cuba. Esto aumenta en la Agencia Central de Inteligencia, con la organización de infinitos sabotajes contra la isla, así como cientos de planes de asesinato al presidente cubano y otros dirigentes nacionales.

Con total impunidad se han fraguado los más diversos actos terroristas, desde el regadío de plagas en la agricultura hasta la introducción de virus contra la población. Asimismo, los medios informativos imperiales sembraron por todo el mundo la desacreditación más completa de la Revolución. Y no siéndole suficiente en el exterior, también lo impulsaron en el interior del país. Radio Martí y decenas de emisoras radiales, así como señales televisivas a través de sofisticadas tecnologías y miles de publicaciones contra la Revolución, enviadas y presupuestadas directamente por el gobierno norteamericano, se han encargado de envenenar la realidad en la isla.

Con la Ley de Ajuste Cubano se completa el círculo de la vergüenza. Una ley diabólica vestida de ángel a la que no pueden acogerse ni haitianos, ecuatorianos o mexicanos, ni tampoco franceses, italianos o austriacos, sino sólo cubanos, que deben lanzarse al mar para pisar la tierra prometida que les otorga el derecho a establecerse en el imperio porque éste no les concede las visas correspondientes para llegar con naturalidad. No le importan los muertos en el Estrecho de la Florida. Le importan las deserciones a la Revolución y acobardar a un pueblo para que magnifique el poderío imperial. Una de las agresiones más miserables al pensamiento de comunidad que debe primar en el mundo. Es la historia de un crimen contra el sosiego donde intentan vivir aquellos que sólo están soñando.

Con las agresiones contrarrevolucionarias llegaron la radicalización del jefe, la de su tropa de rebeldes y la del pueblo que secundó aquella epopeya. Decididamente ya la vida habría de cambiar su recorrido. ¿Quiénes lo estaban intentando? Aquellos que ante los ataques que la isla ya sufría le ofrecieron toda la ayuda posible: el campo socialista europeo. Se juntaron dos circunstancias inevitables y la esperanza se convirtió en la mayor bandera cubana. Comprender esta situación, en sus realidades e irrealidades, más allá de ser señalado por algún Poder, depende exclusivamente del más íntimo sostenimiento de cada ser humano. Desde el mismo triunfo de la Revolución las múltiples miradas a la realidad y la imposición de una han pugnado en una pendiente muy resbaladiza. Casi siempre el camino de la convicción es invisible

 

EL PARADIGMA DE UN NUEVO PUEBLO.

Cuba debió enmarcarse en un proceso revolucionario radical sin medias tintas con los opresores ni con los oprimidos que se les acercaran. Entre muchas otras cosas, influida por su temprana alineación marxista, Cuba suspendió la democracia electoralista, los partidos políticos tradicionales, la economía de mercado, el poder del dinero, las relaciones mercantilizadas en la competitividad humana, la propiedad privada sobre todas las riquezas económicas, sociales, educativas, culturales y deportivas, incluidos los medios masivos de información.

Cuba se erigió en un proyecto exigente del más absoluto compromiso con su unidad, impulsándose la idea del máximo sacrificio personal en aras del beneficio colectivo. Para ello se dispusieron numerosas restricciones a las actividades laborales y sociales de las personas, siendo, en algún modo, algunas de las más controvertidas, aquellas que suspendían las iniciativas individuales en cualquier campo de la economía y las que obstaculizaban la libre salida del país y el regreso. Esto fue el principio de un continuo movimiento desaprobatorio en los más diferentes estratos sociales, iniciándose una silenciada y torturada emigración. Cuidando la unidad revolucionaria se llegó al extremo, en muchos órdenes, de colaborar inconscientemente con el objetivo que el imperio y el sistema capitalista se trazaron para la isla: que ésta se encerrara en una paranoia imposible de rectificar, saltar y salir airosa.

“Patria o Muerte. Venceremos” será el grito revolucionario que defina la total conjunción entre los dirigentes y el pueblo, siendo el más notable ejemplo la pasmosa tranquilidad que vivió la isla durante la conocida Crisis de Octubre de 1962, aquel momento terrible donde la humanidad esperó espantada la posibilidad de una guerra nuclear. Los cubanos debían defender su revolución al precio que la realidad le imponía. A una imposición externa obedeció una imposición interna. Así la dirigencia instaló en la órbita de la dignidad el paradigma de un nuevo pueblo. Y de crisis en crisis, entre carencias y reveses, pasara lo que pasara, se fue imponiendo siempre la victoria, como si el tiempo no existiera en la impaciencia de los mortales.

¿Era una insensatez la unidad entre la dirigencia y el pueblo? ¿Debían rendirse? Ni uno ni otro podían escapar al fuego de los ideales, aunque dejaran pasar el humo de la realidad. Los cubanos, con elocuentes mayorías, continuaron su desenfadada andadura.

Así, en los principios constitucionales de la Nueva República se plasmaron los órganos de gobierno del Poder Popular a todos los niveles, pero sólo con una ligera concesión a la separación de éstos de los órganos del Partido, uno solo, el Partido Comunista: una entidad con intención de significar el mejor poder del pueblo, ya que en él sólo tenían cabida como miembros plenos aquellos hombres y mujeres que, por sus propios méritos en la lucha diaria, constituyeran la vanguardia de la Revolución, la que ocuparía todo el poder gubernamental y organizativo del país para responder a la dirección central y purificada que representaba el Partido.

Como el sistema iba alcanzando un adecuado mejoramiento para todo un pueblo, se planteó que este podía desprenderse de una parte de las ya racionadas cuotas del bienestar material para colaborar con los más necesitados del planeta. Han sido incontables las acciones desarrolladas por Cuba para que miles de seres humanos encontraran gratuitamente en la isla la salud y la educación que no podían obtener en sus países pobres. Igualmente hacia esas regiones viajaron miles de cubanos a ofrecer su cooperación. El Tercer Mundo ha sido testigo de una página gloriosa de un país pobre y acosado para quien, necesariamente, la solidaridad internacional le significaba otro frente de agotamiento. No obstante, el ejemplo del Ché Guevara, consciente de que los procesos revolucionarios sólo pueden salvarse si respiran con total abundancia, se impuso hasta en el saludo de los niños cubanos en sus escuelas.

Cuba pasó a la más estrecha colaboración con todos los Movimientos de Liberación en América Latina y África. Esta actitud fue vista como un gran peligro por casi todo el Mundo Rico, con sus gobiernos y sus multinacionales que tenían otros intereses; y hasta para algunos países del Mundo Pobre, obedientes a los dictados de Washington, la presencia cubana fue una amenaza a sus poderes rendidos al apetito expoliador. Entre todos se propusieron hacerle más difícil al gobierno cubano la solución de los problemas que afectaban a la isla que, al ayudar a otras realidades, subestimó la suya, pensando que la conciencia de los cubanos soportaría cualquier sacrificio. Si no hubiera sido por las ayudas de la Unión Soviética, la consolidación del proceso revolucionario hubiera sido imposible. Pero Cuba entró de lleno en el ajuste de cuentas entre los dos sistemas del mundo.

 

UNA JUSTIFICADA DESMESURA DEFENSIVA

Por el estado de guerra permanente en que Cuba se vio envuelta no le quedó otra alternativa, aún siendo extraña a la historia e idiosincrasia cubana, que seguir la línea del pensamiento comunista que reinaba dentro de los aliados, socializándose, a la usanza de aquel socialismo, casi todo en la vida. Se había instaurado en el país una “dictadura del proletariado” que, después de cortar desde la raíz el poder de los opresores, no resolvió las contradicciones que generaron la propia socialización realizada y se constituyó en una carta abierta para los dirigentes revolucionarios que orquestaban la nueva sociedad. Una línea de pensamiento único personalizado que les propiciaba el espacio más eficaz para enfrentar la agresión extranjera, colaborar con otros movimientos revolucionarios y desde donde podían, también con mayor holgura, imaginar el modelo de sociedad para el cual se sintieron elegidos a decidir y dirigir.

El mismo pueblo, desconocedor de la magnitud de sus fuerzas e identificado mayoritariamente con las ideas de sus dirigentes, facilitaba el acomodamiento a esa postura. La dictadura se erigió, desde la cúpula dirigente, como la única forma posible para que se cumplieran todos los proyectos de la nueva sociedad. El pueblo no podía ver la dimensión del Poder que se estaba instaurando. Los intelectuales y otros profesionales sí lo intuyeron, pero se dividieron en varios bandos donde podían observarse las más diversas posiciones de acercamiento y apoyo o de alejamiento y desaprobación. Nunca llegaron a poseer una visión unida y ello les restó fuerza para enfrentar la situación con otras propuestas, con lo que la cúpula dirigente encontró vía libre para imponer su camino.

La conformación de la estructura del poder tuvo su núcleo central en el cuadro revolucionario, o sea, en el individuo-dirigente del pueblo, que debía organizarlo en algo parecido a un infinito de batallones militares que aseguraran la invulnerabilidad. Una concepción que, más allá de la vigilancia para la defensa de los grandes intereses del país, se extendió incontrolablemente a todos los aspectos de la nueva vida que se fundaba. Se creó, pasando la criba de la selectividad partidista, un alto mando de miles de individuos que harían distintos seguimientos de las doctrinas centralizadas. Dirigentes excelentes, incluso revocando las orientaciones recibidas, pero haciendo mucho bien a la Revolución, y esto era lo que se esperaba de su trabajo, que fueran eficaces en la conducción masiva del proceso revolucionario. Gracias a ellos el pueblo pudo sentir que ocupaba realmente el poder y se entregó de lleno a trabajar por un proyecto social que prometía un mundo mejor. Pero entre los conductores de la osadía revolucionaria, todos seres humanos con sus diversas formas de ser, aparecieron los dirigentes ineptos, que interpretaban tajantemente las directrices, que no las entendían o que buscaban ciertos privilegios, convirtiendo sus áreas de actuación en verdaderos feudos donde distorsionaban lo que los otros iban conquistando. Combatirlos ha sido una épica de la construcción socialista, pero como igualmente ellos luchaban contra el principal enemigo no se les podía destruir de forma fulminante. No sobraban los incondicionales.

Ya se sabía que esto era un arma de doble filo, pero necesariamente mantener el poder revolucionario era lo fundamental. La magnitud y peligrosidad de los frentes abiertos, junto a la cantidad de posiciones y personas para enfrentarlos con la mínima disposición de recursos que poseía el país, determinó que el pueblo organizado se situara en un segundo plano frente al gobierno que, desbordado ante la responsabilidad de concentrar todos los recursos y practicar una dirección unitaria sobre ellos y sobre las personas, no supo privilegiar la influencia y el poder que debía ejercer el propio pueblo. Sencillamente la dirección del país aceptó el reto de la coyuntura y el pueblo se dejó conducir.

De esta manera, Cuba no pudo escapar al círculo vicioso del poder. Una funesta situación para todos, pues ante tantos combates y una colectividad restringida en sus iniciativas y esperando órdenes de una dirección desbordada era imposible un eficaz desempeño en todos los frentes y una máxima atención a las órdenes y a los que las daban. La unidad monolítica de la Revolución en torno al poder gubernamental ocupaba el primer escalón de la realidad. Ello fue suficiente para fortalecer la dictadura y hacerla casi irreversible. Ésta, con gran habilidad política, comenzó a desarrollar su gran burocracia y las más absurdas disposiciones que provocaron graves auto-censuras en la mayor parte de la población.

Nada de esto podía favorecer la solidez del proyecto revolucionario. Y alguna conciencia sobre ello empezó a sentirse entre todos. Resultaban extraños los obstáculos que se le estaban poniendo a la libre expresión del individuo, a la sabiduría que siempre aporta la diversidad y a la moderación que se encuentra en la reflexión colectiva. Todos ya miraban que con estos obstáculos era imposible que no se desarrollaran tendencias autoritariamente arbitrarias, inmovilistas, excluyentes, y que todo ello abriría el canal del oportunismo, la arrogancia y la impunidad, lo que finalmente disminuiría la sabia interrelación de criterios y acciones entre las bases populares, intelectuales y la dirigencia. La conducción de un proceso único en la historia no ha podido con sus riendas y ello produjo desde el principio las consecuencias más naturales.

La defensa de la Revolución se convirtió en un fenómeno casi metafísico, pasando los límites de la racionalidad e instaurándose como una norma represiva en el espíritu del miedo. ¿Pero acaso el miedo es una característica exclusivamente de Cuba? Tampoco la isla pudo librarse de este flagelo que azota a toda la humanidad. Con absoluta justificación muchos valiosos cubanos prefirieron otros miedos y otros riesgos y abandonaron el país. Pero la mayoría, pudiendo o no pudiendo hacerlo, creyendo o no creyendo, o dejándose llevar por la premisa de que una revolución no es completamente una magia positiva y casi esperando un milagro, se quedó para apoyarla.

Unos, aferrados a sus dignidades, enfrentaron la situación con enorme valentía, obteniendo unas veces la victoria y otras, la derrota, y continuaron luchando; otros, debilitados u oportunistas, lo aceptaron todo como un mal necesario; y otros, ignorantes o indolentes, obedecieron sin reparos. Todo esto tenía que confundir el proyecto de vida que intentaba construir la Revolución, y eso era lo que quería el imperio: dañar hasta las raíces. Y en gran parte lo logró, pues propició una actitud hermética en toda la sociedad que, agredida desde el exterior y restringida en el interior, se atrincheró como pudo, no quedándole más remedio que aceptar el hermetismo de la trinchera para realizar la vida cotidiana y como una norma general en que parecía que podría edificarse el sistema socialista.

Podría preguntarse el por qué casi todo un pueblo, que ya iba alcanzando la mejor educación política, pudo ser tan permisible con los errores de que era consciente. Ello encuentra su explicación en esos grandes ideales que se asumieron como un destino omnipotente que por sí mismo iría venciendo todos los lastres que se le pegaran. La gran inocencia de los que luchan sólo porque saben que tienen la razón. Una prueba irrefutable de que lo único realmente importante en los ideales es que están por hacerse y nada ni nadie pueden garantizar que se hagan. Sólo quien pudo asumir los ideales como el horizonte a alcanzar, independientemente de los daños personales que pudieran ocasionarle y hasta de la victoria o la derrota de los mismos frente a sus ojos, pudo sostenerlos como la experiencia vital que sólo significan desde tiempos inmemoriales. La única obligación para quien se aferre a los ideales es comprometerse con ellos hasta las últimas consecuencias, incluso luchando contra uno mismo, pero hasta esto trató de impedirlo el odio imperial, que introdujo en Cuba todas las confusiones para imposibilitarlo, siendo muy eficientes las que se aprovecharon de los absurdos y toda suerte de incongruencias que rodeaban al proceso revolucionario y que contribuían a desprestigiar al Socialismo.

Entre millones de bromas de la época circulaba un chiste muy peculiar: un turista norteamericano espera en el Metro de Moscú, pero ante la demora de éste le reclama a la guía rusa: “Pero usted no me decía que la puntualidad era absoluta”, a lo que la mujer responde muy enfadada: “Pero aquí no hay discriminación racial.” Dos hechos explícitamente sin conexión, pero en este sencillo diálogo se expresa una comparación de prioridades y valores. Con la risa del chiste entraba sutilmente al imaginario cubano la torpeza de la mujer por su airada defensa ante una aparente inconexión y una falsa valoración de los dos hechos, quedando el suceso principal__la discriminación racial__, como un sin sentido ante la concreción que demandaba el turista. Así se ridiculizaba una conquista humana, de Cuba sobre todo, mucho más importante que la puntualidad con que debía arribar el tren del Metro de Moscú.

Muchas veces esta comedia se convirtió en tragedia y el absurdo le ganó la batalla a la realidad. Miles de magníficos dirigentes y millones de cubanos sencillos y sacrificados, en aras de mantener lo esencial de sus proyectos, no los cuidó lo suficiente y limitaron o desviaron sus observaciones. La gigantesca obra de todos, nublada por sus peores constructores, no pudo salir indemne. Por culpa de éstos y sus dóciles subordinados se produjeron hechos lamentables dentro de un proyecto liberador que intentó la máxima limpieza. Se enconaron diversas problemáticas con heridas de muy mala cicatrización, y muchos de los conflictos que se generaron, agrupados en un “no sé qué hacer para resolverlos sin darle alas al enemigo” colocarían enormes fragilidades en todo el proceso histórico de la Revolución. Se había entronizado el dogma como un fatídico maleficio del cual nadie podría librarse.

Había fallado el tan buscado sistema de participación colectiva en los poderes establecidos. Pero esto hay que verlo como el mayor ejemplo de que cuando un proyecto tan liberador es presionado por sus aliados y tiene que sufrir la intolerancia y una descomunal agresión por el otro bando, le es imposible desarrollar un pensamiento crítico para su magnitud creadora. Le estaba prohibido existir.

Es en esta realidad de justificada desmesura defensiva donde se sitúa, casi intocable, y por tanto, desmedido, el poder del cuadro revolucionario y de todo el sistema que lo creó. Pero, ¿puede creerse que el proyecto cubano podía ser una simple medida del deseo? Por el buen deseo están esperando desde hace siglos, y para vergüenza de la civilización, millones de seres humanos abandonados a una suerte inenarrable que los ha condenado hasta el fin de los tiempos.

Cuba
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