Leopoldo Luis – El Caiman Barbudo (Fotos: Richard).- Este texto pudo partir de una conversación relajadora, con tazas humeantes de café exprés y música de Carlos Varela, y muchacha al fondo hurgando en los anaqueles para llevar a su mesa el poemario de los crepúsculos, entre altos muros oníricos y voces en sordina. Pudo ser todo eso. O pudo terminar en un ensayo filosófico acerca de las funciones del arte y contener una larga reflexión sobre la necesidad apremiante de redimir el espíritu y de beber un trago en compañía adecuada, a cualquier hora del día (o de la noche), al estilo de las viejas tabernas que cobijaron a poetas y artistas en centurias anteriores.


En La Habana del siglo XXI (y probablemente en otras ciudades de la Isla) los Cafés Literarios son un invento híbrido y plagado de buenas intenciones. (Lo de híbrido lo digo sin ironía, que conste). Pero lo cierto es que la idea —que nace precisamente de esa necesidad de redención espiritual— denota el propósito loable de las autoridades culturales en pro de favorecer espacios de reunión para los jóvenes (y no tan jóvenes) interesados no sólo en el disfrute de la cultura, sino en su apreciación y debate. ¿En qué cafetería, restaurant o bar de Cuba puede usted tomar un café o una cerveza, en lo que hojea un libro o alimenta un diálogo de cierta hondura intelectual, sin que aparezca un eficiente camarero que le invita discretamente a consumir o marcharse? Sea en moneda nacional o en divisa, ¿en cuál no le atormentan con esa música horrible cuya selección descansa en el objetable criterio estético del empleado de turno?

Café G devino alternativa —y como la hibridez no es estigma— su paternidad concierne a la Empresa de Gastronomía y Comercio de Plaza en colaboración con el Instituto Cubano del Libro. Matrimonio fertilísimo, el que pudo ser. Un par de libreros (o libreras) y estantes de buen ver identificados convenientemente; un reproductor DVD y un extremo del salón para instalarse todos. Libros para el préstamo interno y libros para la venta, como en las librerías comunes. Y ya. Despejado el camino para que José Luis Fariñas vistiera con su arte las desnudas paredes, a lo largo y ancho del local (ancho y largo, por cierto), y para que, sin cobrar un céntimo (el gesto en sí no tiene precio), trocara la sombra en dibujos de sello inconfundible, pletóricos de luz, ensoñación y misterioso vuelo.

Café G logró concitar en poco tiempo la atención de los paseantes. Qué opción magnífica: un sitio tan céntrico para guarecerse del sol y compartir una mesa, un café, una plática. Hubo un periodo —guardo esa impresión— en que el lugar parecía incapaz de asimilar el atiborramiento de público. Tan lleno todo. Alguna que otra vez, junto a la puerta, busqué conversación al portero (o al que hacía las veces de portero), tratando de establecer el motivo.

—No paran de hablar —se quejó el hombre—. Piden cualquier cosa, lo más barato, y hacen estancia el resto de la tarde. Afuera se forma la cola…

Yo estaba en la mentada cola, ¿qué argumento esgrimir para explicar al sujeto que no me parecía tan mal lo de la estancia?

—Quizá un local más amplio… —aventuré la idea. El portero me miró, enigmático.

Café G comenzó a perder su esencia —guardo esa otra impresión— sin que me atreva a precisar el momento. Tal vez el mediodía tórrido en que rehusaron servirme un expreso, pues para tomar café debía pasar al reservado, equipado con un par de mesas alrededor de la barra. Tal vez la mañana en que Fidelito nos anunció en El Caimán, sin salir de su asombro, que los dibujos de José Luis acababan de fenecer bajo una generosa capa de pintura, y sus personajes fantásticos habían cedido el puesto a las glamurosas figuras de Britney Spears y Avril Lavigne. (Esto último es una boutade: Fidelito no tiene la más ligera noción de quiénes son Britney Spears y Avril Lavigne).

—El proyecto está en decadencia —David Cabrera Díaz es fotógrafo free lance, joven de pelo revuelto que ocupa una silla cerca de la entrada principal. Ha pedido un capuchino (en el salón se sirven capuchinos, a pesar de que su ingrediente esencial es el café expreso), y paladea con lentitud el humo de un cigarro—. Es difícil permanecer aquí sin estar consumiendo. Y no sólo las paredes —responde a mi pregunta—, eliminaron los dibujos que ambientaban el lugar, pero también suprimieron la música (la buena música), ¿puede alguien conversar con eso que están poniendo?

Café G continúa siendo un invento híbrido. La vidriera de cristal (dentro del reservado) es un muestrario bicolor de latas de cerveza en moneda nacional. Mayabe y Cacique. Cacique y Mayabe. No consigo descubrir un refresco. En una de las mesas han dispuesto el servicio: copas, mantel, cubiertos. Puede que venga un comensal para el almuerzo. Avanzo hasta el fondo, donde están dos libreros (en puridad una librera y un librero).

—El equipo de audio es nuestro —he preguntado por la música, un pop irreconocible con video cansón y mulatas bailando—, el administrador es quien lo manipula, aquí se guarda, ¿entiende?

—¿Por qué no escogen algo más apropiado? —pregunto, mientras la librera se encoge de hombros.

—Mire, estamos como aplastados, no decidimos nada. Hacemos una tertulia los terceros viernes cada mes con Mario Martínez Sobrino, vienen poetas invitados. Los gastronómicos la llaman la “tortulia”, ¿entiende?

—Tiene que haber una solución —barrunto.

—Puede que funcione a la inversa —me indican los libreros—. En lugar de traer libros a la cafetería, llevar café a las librerías…

Estuve pensando: quizás tuvieran razón. Si de algo estoy seguro es de que la praxis sigue siendo la mejor manera de validar una hipótesis. De ahí que, si el concepto primordial es pertinente, ¿por qué no ensayar variantes? Ofertar café en las librerías (en algunas librerías, por supuesto). Que los lectores puedan pasar el rato, comentar un libro, tomar café (no sólo café), escuchar un disco. Las paredes del inmueble en función de galería de arte. Cuántas cosas.

—¿Por qué taparon los dibujos? —la camarera rubia me sirve un exprés (en el reservado, claro). Su respuesta es terminante: estaban sucios. Por la delgada acera interior que conduce a las oficinas (o a los almacenes, no sé), alguien llama al administrador por su nombre, un tipo cualquiera, un trabajador, sin cara de ogro. Hablamos con urbanidad durante varios minutos.

—Café G pertenece a la Empresa de Gastronomía y Comercio —expone—, tenemos que cumplir un plan de ventas, como cualquier establecimiento. En Cultura no tienen condiciones materiales para garantizar el servicio, por eso surgió este proyecto.

Pregunto otra vez por los dibujos.

—Las paredes estaban sucias, teníamos que limpiar.

—¿Han valorado con Fariñas la posibilidad de volverlas a pintar? —inquiero esperanzado. Responde sin ambages:

—No, pero sí él quisiera no tendríamos inconveniente. Eso sí: no sería directo en el concreto, para evitar que suceda lo mismo.

Fragmento de un correo de José Luis Fariñas:“Querido amigo Leo, comprendo que les haya molestado el deterioro del espacio visual, como también a parte de la clientela de Café G, y que haya incluso razón en eso de mantener limpias las paredes. Para evitar el evidente desaguisado, la solución es imprimir las imágenes digitales en materiales impermeables, y por tanto lavables (algo así como banderolas con varillas de madera arriba y abajo, que se quitan y se ponen para lavarlas o trasladarlas). Yo puedo facilitar esas imágenes sin coste alguno. Imprimirlas correría por la empresa con la unidad de ARTEX donde se hace el trabajo. Creo que es la única alternativa para no hacerme pintar otra vez en lo transitorio, ni a mí ni a otros artistas ¿no crees?”.

La respuesta es obvia: sí, lo creo. Como también opino que pudieron adoptarse a tiempo medidas para evitar el deterioro; que pudo intentarse la salvación de los murales mediante algún procedimiento no demasiado costoso; que incluso, tomada la decisión de pintar, se pudo comunicar al artista la noticia de la inminente (y definitiva) desaparición de su obra. En fin.

¿Café G continuará todavía siendo un invento híbrido? ¿Quién lo sabe? Como rara vez he constatado en las últimas semanas, el salón está repleto ahora que voy saliendo con el material necesario para escribir esta crónica. Richard ha hecho lo suyo, Nikon mediante. Dos jóvenes a la entrada: Elizabeth Cabrera Espinosa, socióloga, y Mónica Collazo Cano, informática, reclaman al mesero su derecho a entrar.

—Tengo todas las mesas ocupadas —explica el hombre.

—Todas no —protestan las muchachas—. ¿Qué hay con aquella a la izquierda, de cubiertos y copas?

—No puedo desmontarla —explica otra vez—. ¿Y si alguien entra a almorzar?

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