Graduación interrumpida por la metralla

Santiago Cardosa Arias - Granma Internacional.- Periodísticamente hablando, el tiempo y la distancia me hicieron en aquellos días una mala jugada. No añado como otro elemento la cobardía de los mercenarios, porque no fue solo esa la razón que hizo posible su aniquilamiento en menos de 72 horas...


Pero esta historia no comienza así.

Todo tuvo su inicio cuando escuchamos aquel impactante parte del locutor:

--... Tropas de desembarco, por mar y por aire, están atacando varios puntos del territorio nacional al sur de la provincia de Las Villas, apoyadas por aviones y barcos de guerra...

En realidad, yo no tuve tiempo de fijarme cómo era aquel radio, ni cuál era su tamaño, marca o nacionalidad. Debió ser un transistor, un aparato de pilas, porque todavía a la Sierra Maestra, el histórico macizo montañoso, no había llegado la electricidad y mucho menos al intrincado punto donde escuchamos la estremecedora noticia.

Nuestra atención se centró en la voz del locutor, que de inmediato repetía el Comunicado número Uno firmado por Fidel, y seguidamente, de manera más estridente, pero segura, decía: "... Ya nuestras tropas avanzan sobre el enemigo seguras de su victoria".

Era el 17 de abril de 1961.

La treintena de estudiantes de Periodismo y profesores de la Escuela Manuel Márquez Sterling, de La Habana, rodeamos de inmediato el receptor, pues no queríamos perdernos ni un solo detalle del dramático parte.

Lo que vi en el rostro de la mayoría fue un gesto de impotencia por estar tan distante de los hechos.

El grupo, encabezado por el director de la Escuela, Euclides Vázquez Candela, acababa de llegar a Pino del Agua, en pleno corazón de la Sierra Maestra, donde habíamos hecho una escala de descanso en nuestro viaje hacia el Pico Turquino, la mayor elevación de Cuba: 1 974 metros sobre el nivel del mar.

En el Pico Turquino esperábamos recibir el título de Periodista Profesional, junto al busto de José Martí, tal como se estaba haciendo una tradición entre los estudiantes universitarios de las distintas carreras. Este sería el primer curso de periodistas formados por la Revolución.

Solo más tarde supimos que la agresión imperialista se había iniciado dos días antes —el 15— con el ataque aéreo a los aeropuertos de Santiago de Cuba, San Antonio de los Baños y el campamento militar de Columbia, que Fidel denunció como "preludio de la invasión" de Estados Unidos.

En medio de la Sierra, sin ninguna comunicación con el llano, no fue posible conocer lo que había estado ocurriendo en el país, y he aquí que al llegar a Pino del Agua y escuchar el receptor, experimentamos algo parecido a lo que debieron sentir en 1939 los habitantes de Polonia al conocer el cruce de su frontera por las hordas hitlerianas, como evidente inicio de la II Guerra Mundial.

Recuerdo que era un mediodía terriblemente caluroso. Los meses invernales habían quedado detrás, y aquel abril había llegado cargado de un aire caliente, poco frecuente en esa fecha. Luego pensé que el calor no era solo por la atmósfera. Habría que agregar el excesivo gasto de energía y el inusual esfuerzo físico del grupo formado por hombres y mujeres de la ciudad, en su propósito por ganar la cúspide de la elevada montaña oriental.

El día 17 la caminata se había iniciado al alba, para evitar un mayor castigo del Sol, aunque fue la más larga y fatigosa desde nuestra llegada el día 14 a las estribaciones de la Maestra. Digo la más fatigosa, si se considera que el arribo a los campamentos de Oro de Guisa y El Plátano, los dos anteriores, se hizo por un terreno menos abrupto y elevado y, por tanto, menos difícil.

Los improvisados alpinistas que éramos todos debimos sacar el extra de los pugilistas después de un combate de varios rounds. Las magulladuras en las espaldas por el peso de las mochilas, las ampollas en los pies por las botas recién estrenadas, y una sed que se hacía insaciable, habían comenzado a constituir un serio problema. Debido a ello, vi cómo a cada rato las mochilas de no pocos se iban liberando de los objetos y cosas innecesarios que suelen cargar los novatos en escalar montañas.

Por estas y otras razones, cuando estábamos próximos a Pino del Agua, en nuestra mente el campamento de la Asociación de Jóvenes Rebeldes (AJR) —después Unión de Jóvenes Comunistas— se dibujaba como un oasis, como acogedor colchón de espuma para descansar a piernas sueltas, y liberar de la mente la presión que se siente después de cientos de kilómetros caminados o gateados.

Mas, he aquí que nos recibió aquel inquietante anuncio oficial:

--... ¡ADELANTE CUBANOS, TODOS A LOS PUESTOS DE COMBATE Y DE TRABAJO!...

Recuerdo que las reacciones fueron diversas: de indignación, de impotencia por la lejanía, y hasta el grito de un alumno (Omar, hermano del Director): ¡A las armas! secundado por otros gritos como de ¡Esos H.P! ¡Viva la Revolución!...

Por lo pronto, el cansancio desapareció. Los cuerpos se irguieron al unísono, como si las ampollas no existieran, y el deseo de ingerir algún alimento caliente se borró de la mente. Ahora todo eso era cambiado por el recuerdo de la lejana familia, el número de los compañeros que hubieran caído o estuvieran empuñando un fusil, en fin...

En el grupo surgieron las más disímiles ideas, las proposiciones más inimaginables, todas encaminadas a ver qué podíamos hacer, cómo regresar lo más rápidamente y, en especial, a qué unidades militares reportar en aquellas montañas semidesiertas.

Una vez que conocimos que el lugar que se identificó al principio como "al sur de la provincia de Las Villas", y luego más concretamente la Ciénaga de Zapata, a unos 500 kilómetros de distancia de donde estábamos, la mente sufrió un shock. Alguien exclamó: "¡Si tuviéramos un helicóptero!", a lo que otro comentó, "¿Y si mi padre fuera un rey?", según la expresión popular.

RUMBO A... ¿PLAYA GIRON?

Roberto Salas ("Salitas") el joven pero experimentado fotógrafo, designado por el periódico Revolución para reportar la graduación, me miró en medio de los criterios y comentarios que se hacían, y debió adivinar o ver en mis ojos que teníamos las mismas idea y decisión.

No fue necesario intercambiar palabras.

Ya en el precipitado descenso loma abajo, sin esperar siquiera por un "sorbo" de café que los jóvenes rebeldes habían colado para todos, recordamos que no nos habíamos despedido siquiera del Director y los profesores, ni de Vizcaíno, el responsable del campamento, que tan amablemente nos había recibido. A nuestras espaldas, con igual decisión, bajaron tres o cuatro de los estudiantes miembros de la PNR y del Ejército Rebelde, cada uno por su parte y su propio pensamiento.

Exactamente, no recuerdo el tiempo que "Salitas" y yo invertimos en la bajada, ni cómo lo hicimos sin la ayuda de un guía; y menos aún sabíamos cómo habían desaparecido el cansancio, el hambre y los dolores musculares.

Casi al anochecer llegamos a Bayamo. Al llegar a la histórica ciudad, cuna de Carlos Manuel de Céspedes, Padre de la Patria y primer Presidente de la República en Armas, lo primero que observamos fue un verdadero hervidero humano, de hombres y mujeres armados, de vehículos de todo tipo en loca carrera, cuyos tripulantes y ocupantes evidentemente estaban cumpliendo la orientación del Jefe de la Revolución.

Órdenes, improperios, indignación, odio: yo nunca había visto a una ciudad en pie de alerta, en alerta ante la guerra que se libraba en la distancia, pero que no permitía conocer cuáles serían las consecuencias finales para todo el país.

Los habitantes de Bayamo —una ciudad entonces de unas 200 000 personas— no solo ocupaban los puestos de combate, sino además en las fábricas, otros centros de producción, escuelas... Todo continuaba con una aparente y sorda normalidad, solo alterada por los hombres y mujeres que vimos improvisando barricadas y colocando sacos de arena en los puntos donde se había comenzado a situar armas largas.

Nuestras credenciales de periodistas, más el uniforme de milicianos que vestíamos, nos facilitaron ir de un punto a otro de la ciudad, donde a toda la población se le veía en disposición combativa, no obstante lo distante de la Península de Zapata.

Era una noche de cielo limpio, claro, brilloso. Yo no sé por qué recuerdo ese detalle, pues lo cierto es que ante la masiva y urgente movilización, "Salitas" y yo, como parte de ella, no tuvimos tiempo ni interés de saber de otra cosa que no fueran los acontecimientos originados por la Agencia Central de Inteligencia (CIA), el Pentágono y el Gobierno norteamericano.

Una vez que terminamos el recorrido, y ya con algunas notas en la libreta, desde el hotel (no recuerdo su nombre) frente al Parque Central donde habíamos logrado una habitación, solicitamos una llamada telefónica con el periódico.

--"Compañera, por favor, una "¡Urgente de Prensa!"...

Con cierta elegancia y educación orientales, la telefonista me dio a entender lo ingenuo de la forma de hacer la solicitud que, en tiempos normales, tenía su efectividad, pero no en estado de guerra.

--"Debe esperar, compañero", me respondió ella y, para darme aliento, agregó: ---"Haremos todo lo posible por comunicarle lo más rápido posible"...

Cuando transcurrió un siglo... (¿o fue siglo y medio?), nuestro desconcierto no pudo ser mayor. Del otro lado del hilo telefónico, la voz y el gagueo inconfundibles del querido e inolvidable Humberto Hernández, jefe de Turno, nos transmitió la orden del entonces jefe de Información Nacional, del no menos querido y también recordado Elio E. Constantín:

--"¡Vayan para Manzanillo!... Por allí puede haber otro desembarco. Llamen más tarde y manténgannos informados... "

Y colgaron.

Nuestros argumentos, nacidos del deseo de seguir hacia Las Villas, no convencieron a nuestro Jefe. El argumento de él tenía más peso. Además, hablaba en nombre de la Dirección, donde sin duda el nivel de información de lo que ocurría era mayor,

Tenían su lógica. Manzanillo, junto al Golfo de Guacanayabo, con su cayería y condiciones geográficas completamente diferentes a las de una ciudad como Bayamo, en el centro del territorio, nos hacía pensar en que esta última opción era la mejor. (Nota: los cables posteriores de la UPI, la AP y otras agencias norteamericanas en su costumbre de mentir y engañar fueron excesivos al inventar una geografía cubana, pues llegaron a fantasear con el desembarco por un "puerto" de la ciudad de Bayamo, y pese a su desinformación no pudieron imaginar que los bayameses también los esperaban por todas partes y con todos los "hierros")...

24 HORAS DE ANGUSTIOSA ESPERA

Manzanillo no estaba menos convulsionado. Allí, el accionar del obturador de la cámara de "Salitas" no cesaba. En razón de su posición geográfica, me pareció que las medidas que habían tomado los manzanilleros tenían toda la lógica del caso, aunque cuando nos bajamos del ómnibus intermunicipal, al principio las creí exageradas, por yo no tener en cuenta lo que evidentemente sí valoraron los jefes militares, y que era la cercanía de la Sierra Maestra y la posibilidad (uno pensaba que remota) de que los mercenarios finalmente llegaran a las montañas, en caso de ser derrotados en el llano, e iniciar una guerra de guerrillas.

Ese día transcurrió "normalmente". Salvo la detención de elementos contrarrevolucionarios, de los llamados "gusanos", propensos a convertirse en "quinta columna", la población se mantenía al tanto de la radio y la televisión, puestas en cadena, esperando nuevos comunicados u otras noticias.

Al amanecer del día siguiente, y todavía con la falta de sueño por haber pasado la noche prácticamente en vela —no solo por la situación, sino además porque descubrimos que el hospedaje que habíamos conseguido era un antiguo prostíbulo, todavía con su literatura pornográfica en las paredes y el peculiar olor de la sábana a perfume barato y otros imaginables—, volvimos a hacer contacto con el periódico.

Según el intercambio de comentarios que hicimos con la Redacción, el rumor era que en los frentes ya se vislumbraba la victoria de la Revolución.

No obstante este criterio, en una nueva llamada se nos hizo saber que la orden todavía era la misma: "Manténganse ahí"...

Para "Salitas" y para mí aquella espera resultaba insoportable, angustiosa. Pensábamos en lo que habíamos hecho para salir de Pino del Agua y ahora estábamos mirándonos la cara uno al otro, sin poder hacer lo que deseábamos como periodista y fotógrafo de acción.

Al igual que hicimos al oír el Comunicado número uno, decidimos salir de nuevo para Bayamo... rumbo a Playa Girón...

Fue, sin duda, un acto de indisciplina laboral... Se pudiera calificar de cualquier otra manera, y solicitarse todas las amonestaciones o sanciones que se consideraran válidas. El asunto es que ambos, el fotógrafo y yo, estábamos dispuestos a enfrentar luego cualquier responsabilidad.

Pero ahora...

UN LARGO TREN CON GANADO

Aquel tren al que subimos en Bayamo tendría, por lo menos, unos veinte vagones de carga y coches para pasajeros, con todas las características de un ciempiés color carmelita y su locomotora de un rojo oscuro, con sus engrasadas ruedas que, no obstante, chillaban al andar.

En tres de los penúltimos vagones enrejados se arremolinaban decenas de reses y terneros, cuyos ojos, de común saltones, esta vez lucían más abiertos y asustados ante el tropel de los que abordábamos el resto de los furgones, y dentro de los cuales los hombres, mujeres y hasta algunos niños, nos disputábamos un asiento o pedazo de espacio, con ese desenfreno de los que de pronto han perdido todo vestigio de cortesía.

Los más agitados eran los hombres que, sin duda, en cuestión de minutos, habían cambiado la ropa de civil por el uniforme de la milicia o del ejército, la policía y demás cuerpos armados, y ahora se dirigían hacia el centro de la Isla, a La Habana u otras provincias y pueblos intermedios. Supe que la máquina había sido desviada de su itinerario habitual, tal vez por una orden especial, o por la presión que hicieron los pasajeros, en buena parte militares.

Al principio, los que íbamos en el tren nos mirábamos con cierto recelo. La mutua desconfianza tenía su razón de ser: ya se habían dictado y se aplicaban las primeras leyes revolucionarias —entre ellas la de la Reforma Agraria— y no pocos habían sufrido sus efectos, tanto políticos como económicos.

A medida que avanzábamos, Las Villas, agredida en su costa sur, en la imaginación se nos hacía más distante, ¡tal era la ansiedad!

Cuando apareció la estación de Santa Clara, desde la ventanilla vimos que todo estaba militarizado. En los andenes se movían inquietos decenas de milicianos, policías y soldados, muchos de ellos situados estratégicamente junto al nudo ferroviario, donde se dividen hacia distintos puntos todos los trenes que viajan desde La Habana, Santiago de Cuba y las demás provincias.

"Salitas" y yo habíamos planificado quedarnos en este punto, en virtud de que este lugar nos quedaba más próximo a la Ciénaga, que desde La Habana.

--Si nos quedamos aquí —le advertí— la llegada a Girón se nos va a hacer más difícil...

--... ¡Debe estar de "madre" la carretera!— me cortó y asintió el fotógrafo.

Nuevamente, volvíamos a pensar igual. Nuestras deducciones partían del principio de que a esa hora la única vía de acceso a la Ciénaga desde Santa Clara debía estar bloqueada por los equipos, armas y tropas que oímos decir se movían a toda prisa en apoyo a las que habían estado entrando desde los días anteriores.

Los comentarios eran que los mercenarios se movían entre Playa Larga y Playa Girón, lugares estos a los que solo se podía llegar por dos carreteras que, precisamente, había construido la Revolución.

Además, ¿cómo desplazarnos sin vehículo, suponiendo que encontráramos "vía libre"? ¿Y si nos quedábamos inmovilizados? ¿Será cierto que hay una orden de que "Nadie sin permiso puede pasar para la Ciénaga?"...

--¡Oigan! —un imperativo grito interrumpió nuestro diálogo, a la vez que un grupo de soldados y milicianos, con sus armas largas empuñadas, se nos acercaron hasta la ventanilla donde estábamos asomados.

--¿Hacia dónde van ustedes? —preguntó uno de ellos agitadamente.

--¿Nosotros?... Bueno... , pensamos llegar a La Habana.

--Bien, miren, ¡tienen que vigilar a esa gente! –ordenó, e indicó entre los que subían a cinco de ellos.

El militar (nos dimos cuenta después) nos daba la orden a nosotros por vernos vestidos de milicianos, y yo llevar en la cintura un pequeño revólver Colt 38, de cañón recortado, que me acompañaba desde los años del clandestinaje...

--Esa gente, al parecer, se va huyendo... Es sospechoso su proceder. ¡Dondequiera que se bajen, de aquí hasta La Habana, avisen a los compañeros de la Seguridad!

--No tenemos nada en contra de ellos —dijo otro del grupo—. Pero se van como les decimos, muy sospechosamente...

--No se preocupen —respondimos.

Los que subieron a nuestro vagón eran cinco personas: tres mujeres y dos hombres.

Si no tenían culpa, ¿por qué esta forma tan precipitada de tomar el tren? Los dos hombres, evidentemente, habían perdido la más elemental cortesía. Dos de las tres mujeres debieron cargar sus maletas, y solo contaron con la ayuda de la otra, al parecer su sirvienta...

En aquel "sálvese quien pueda" que provocó la invasión mercenaria, los dos hombres lucían sendos sombreros de paja, de ala corta, mientras las mujeres se pasaban a ratos un pañuelo por los rosados rostros y se ajustaban un pañuelo negro a la cabeza.

A los pocos minutos de arrancar el tren, uno de los hombres se nos perdió de vista. "Salitas" y yo no nos lo perdonamos, pues nos habíamos olvidado de la orden que se nos dio.

"¡YO SOY DE LA SEGURIDAD!"...

Este imprevisto, si bien nos preocupó, hizo por otra parte que agilizáramos la mente, e idear cómo podíamos evitar que al llegar a la terminal habanera los demás no se nos perdieran de vista entre el alud de pasajeros que seguramente saldría en tropel.

--Mira, "Salitas", vamos a hacer lo siguiente: Quédate aquí vigilando; voy a hablar con el maquinista. Hace falta que detengan la locomotora unos metros antes del anden, y yo les avisaré a quienes estén allí, a los milicianos, a cualquier militar.

Lo hicimos así, y con la decidida y entusiasta colaboración del maquinista y el conductor, me tiré con el tren todavía andando y salí corriendo por la línea, hasta donde se agrupaban varios milicianos detrás de una barricada de sacos de arena.

Uno de los milicianos, al verme acercar, me cortó el paso y me gritó:

--¿Qué pasa? —y sujetó más fuertemente el fusil que portaba.

--¿Dónde están los compañeros de la Seguridad? —le pregunté con voz alterada, y él, en tono no menos de sobresalto, me gritó, más que decirme: —¡YO SOY DE LA SEGURIDAD!... ¡Dígame!, ¿¡qué pasa!?... ¡DÍGAME!...

La explicación que le di fue lo más clara posible y rápida para no perder tiempo. Después de indicarle cuál era el vagón donde viajábamos, el miliciano hizo una señal con la mano a sus compañeros, quienes de inmediato se situaron en las puertas de salida.

Desde la distancia, cuando nos alejábamos rumbo al periódico, vimos lo que debió ser un interrogatorio preliminar en busca de información y esclarecimiento de aquella actitud que puso en guardia a las autoridades de Santa Clara.

La misión había sido cumplida.

Nos montamos en el ómnibus que pasó poco después de nuestra llegada, y lo hicimos convencidos de que aquello había sido un simple incidente y que al final prevalecería la ética y la justicia inculcada en el pueblo por la Revolución...

La situación que existía, los partes y noticias que traían los compañeros que habían salido para Girón desde los primeros momentos, hicieron que en la Redacción nos recibieran como a uno más que regresa a casa, normalmente, diría que hasta con indiferencia, aunque algunos queriendo saber cómo lo hicimos, cómo vencimos no solo los 5OO kilómetros de distancia, sino de qué medios nos habíamos valido.

—Ya eso quedó atrás, Humberto. Esa es una historia para luego. Aunque ya es un poco tarde, han pasado los días, ¿cuándo salgo para Girón, tal como te pedí desde Manzanillo?

Mi insistencia parecería que era por el afán de aventura que hay en todo joven de poco menos de 28 años, pero no era eso. Se trataba de una razón muy especial, personal y sentimental: a mediados de marzo, es decir, un mes aproximadamente antes de la fecha de la invasión, el fotógrafo Ernesto Fernández y yo habíamos hecho un reportaje a plana entera en Revolución, que titulamos "ESTA ES PLAYA GIRÓN", con profusión de datos y fotos de lo que era el centro turístico todavía ni siquiera inaugurado, y que formaba parte de las construcciones y otras obras que la Revolución realizaba en esa península.

Aquella era, por tanto, "nuestra Playa Girón" invadida y parte de sus cabañas destrozadas por la metralla y, tal vez, algunos de los trabajadores que habíamos entrevistados, muertos.

Ahora —y era la motivación humana y profesional que más me impulsaba—, Ernesto ya estaba allí (fue el primer fotógrafo en llegar) desde el amanecer del día 17 con el periodista norteamericano Bob Taber y otros colegas de Revolución, mientras yo, ese día, como expliqué, corría loma abajo en la Sierra Maestra.

Tras consultar con Constantín, y pedirme que me quedara ese día en el periódico para ayudar en la recepción de los materiales que seguían llegando de la Ciénaga y otros lugares, tarde en la noche recibí la orientación que tanto esperé.

—Mañana —nos dijo Humberto— salen para Girón. Te vas con Collado (Mario, el fotógrafo), y Felipe de chofer, o tu hermano. Van a ir en el VW, al que le acaban de instalar la planta de radio...

Aquello de ir con mi hermano Osvaldo me alegró mucho. No solo por el hecho familiar. él había sido el chofer que llevó a los primeros periodistas de Revolución en un jeep, entre ellos el fotógrafo Tirso Martínez, a quien Fidel, en un momento de los combates, le pidió el vehículo "prestado", y mi hermano de conductor. De este hecho mi hermano vive justificadamente orgulloso, junto con otros de los que se ha escrito poco, y en algunos casos nada, como la versión de que cuando Fidel disparaba al "Houston" desde un tanque, él estaba a su lado y, con esos arranques de los jóvenes "facultosos", lo animaba o le sugería el mejor tiro.

Finalmente, por razones de planificación del trabajo, se designó a otro chofer, con quien recorrimos parte de la Ciénaga durante la "Operación Limpieza".

"¡POR AQUÍ NO PUDIERON PASAR!"

Desde que tomamos por la Vía Blanca, y a la salida del Túnel, comenzamos a ver a cientos de milicianos que parecían incrustados en el "diente de perro" a lo largo del litoral habanero, y luego en puentes y carreteras de la provincia de Matanzas, hasta la llegada a Jagüey Grande, antesala de una de las entradas para Playa Girón y recinto del central "Australia", que se convirtió en Comandancia General de las operaciones dirigidas por Fidel.

Al paso del VW con su rótulo del periódico REVOLUCIÓN, los milicianos situados a ambos lados de la carretera, con los rostros tiznados por la pólvora y los ojos irritados por el sueño, nos gritaban "¡POR AQUÍ NO PUDIERON PASAR!", ¡DIJIMOS QUE VENCERÍAMOS Y VENCIMOS!"... "PUBLÍQUENLO ASí, EN PRIMERA PLANA!"...

Aquel atardecer, Jagüey Grande se mantenía movilizado totalmente y atendiendo a los heridos que seguían llegando del frente, no obstante que el grueso de los combates había cesado desde días antes. Todavía, esporádicamente, se escuchaban disparos de fusilería, ametralladora o arma corta, como parte de la persecución a los mercenarios en fuga.

Allí, cerca de un parque, del hospital del pueblo y de la casa que habían convertido en puesto de primeros auxilios de la Cruz Roja, los vecinos de Jagüey Grande brindaban a los combatientes que pasaban agua, café, naranjas y otras golosinas. Precisamente, el par de naranjas que nos dieron fue lo primero y lo único que ingerimos desde que salimos de La Habana.

Un herido que atendían —el primero que veíamos— tenía una pierna atravesada por un proyectil. Pienso que tendría unos 17 o 18 años, de tez blanca y ojos color del café, y le reclamaba a una enfermera que lo curara rápido. "Tengo que volver con mis compañeros; a esa gente hay que eliminarla hoy mismo", le decía casi como una imploración, sin importarle la sangre que corría de su pierna.

LLEGADA A LA COMANDANCIA DEL "AUSTRALIA"

La noche ya había caído totalmente cuando llegamos al "Australia". Los obreros del ingenio, devenidos milicianos y combatientes, junto a vecinos del lugar, rodearon nuestro vehículo y, con ansiedad, querían saber "cómo estaban las cosas por allá afuera"; si era cierto que se había producido otro desembarco, y otras muchas preguntas motivadas por las transmisiones de Radio Swan y demás emisoras contrarrevolucionarias.

Días atrás, todo el batey del central y sus alrededores habían sido el principal escenario desde donde Fidel, junto con otros oficiales, dirigió las operaciones para rechazar y eliminar la invasión. Ahora, sin embargo, todo se reducía a evitar que los mercenarios y sus jefes se escaparan y en su fuga dejaran nuevas víctimas entre la población civil.

En el momento del intercambio de preguntas, nuevamente oímos en la lejanía un sordo tableteo, ráfagas de armas automáticas, que uno de los presentes identificó como "Son los nuestros. Ya esos H.P. no hacen más que correr y refugiarse en el mangle, en el monte. Estamos ‘limpiando’... Ellos se están metiendo en casa de los campesinos buscando qué comer y ropas para liberarse del uniforme de ‘pintos’ que trajeron, y tratar de confundirnos para huir".

Esa noche nos quedamos a dormir en el "Australia", ante la imposibilidad de seguir hacia Playa Girón, por la orden que tenía un teniente del Ejército Rebelde que, además, argumentó: "De todas formas, el fotógrafo no va a poder tirar fotos de noche".

El propio militar nos ofreció como dormitorio un almacén cercano, y allí Collado, el chofer, y yo buscamos el rincón más "cómodo". A medianoche descubrimos que no éramos los únicos "huéspedes"; había otras personas que trataban de conciliar el sueño. Como alguien alzara un poco la voz, un miliciano mandó a hacer silencio, a la vez que indicó que no se fuera a encender ni un fósforo, si es que no queríamos volar todos por los cielos.

—¿Y por qué? —preguntó otro...

—Miren para todas partes, y verán...

En medio de la semi oscuridad, en todo el amplio espacio para almacenar el azúcar, vimos no sé cuantas cajas llenas de proyectiles, todas clases de armas: ametralladoras, obuses, cañones, dinamita; también otros equipos de guerra que los mercenarios habían abandonado durante su zafarrancho de huida.

No recuerdo quién fue, de todos los que estábamos allí, el primero en abandonar como un bólido, "como alma que lleva el Diablo", aquel "incómodo" almacén del "Australia".

El amanecer fue dormitando sobre las traviesas del tren de vía estrecha, con una traviesa como almohada. Allí nos sorprendieron, a unos metros de distancia, los restos de uno de los B-26 yankis derribados por las cuatro bocas, que tan valiente y magistralmente habían manipulado los jóvenes artilleros de la Base "Granma", del Mariel, y que no se dejaron engañar por la falsa sigla de las FAR pintada en el fuselaje de los aviones piratas que la CIA puso a su servicio.

FÁCIL CAPTURA DE UN "PEJE GORDO"

En los instantes en que recorríamos las áreas cercanas, llegó una noticia que de inmediato corrió de boca en boca: los obreros hablaban y comentaban con júbilo sobre la captura de otro invasor.

—"¡Es un peje gordo!", les oímos decir.

Una veintena de campesinos, en su mayoría macheteros, rodearon el automóvil donde traían de Playa Larga al prisionero, según decían.

Cuando nosotros llegamos a la puerta de la Comandancia, un joven alto, de ojos tirando al color azul claro, charlaba con un comandante del Ejército Rebelde y otros oficiales del área de la "Operación Limpieza".

El prisionero —vestía una camisa de mezclilla azul claro y un pantalón con las piernas recortadas, como un short o bermuda— se sentó en el suelo entre otros de sus compañeros, también capturados minutos antes. Alguien, entre los campesinos u obreros del central, le trajo a solicitud mía un pequeño pomo de mercuro cromo, otro con agua oxigenada y un pedazo de algodón, con todo lo cual el prisionero se hizo una curita en los rasguños que tenía en una rodilla.

Ulises, además, calzaba unas alpargatas de lona de un campesino.

Un escolta nos dijo calladamente que acababa de entregarse hacía cerca de media hora. "Sin hacer resistencia", agregó.

—Oiga, prisionero —dijo uno de los campesinos que se había acercado a la improvisada celda donde radicaba un almacén de madera—, ¿usted es el periodista?...

—Sí —expresó secamente—. Yo soy Ulises Carbó.

Al campesino se lo habían dicho. Pero prefirió oírlo de sus propios labios.

La entrevista

Ulises Carbó siguió sentado entre sus compañeros de invasión. Lucía confiado. En sus ojos había algo de fatiga, no obstante lo cual, observaba todos los movimientos, tanto de los escoltas como de todos los que estábamos presentes, en una reacción propia del momento.

A ratos, y como con sorpresa y posible agradecimiento, la mirada se le iba para la persona que le facilitó los materiales con que se curó los rasguños.

—¿Dónde vino usted? —fue mi primera pregunta tras presentármele.

—En un barco... Vine solamente como periodista y como marinero del barco. No como combatiente. (Nota: Días después, un mercenario declaró a otro periodista de Revolución que Ulises había venido en uno de los bombarderos B-26 que ametrallaron la Ciénaga).

—¿Por qué vino?

—Bueno, en primer lugar por la propaganda que hacen allá de Cuba. Usted sabe...

Hace un gesto con la cabeza y la mano.

—¿Quién o quiénes cree usted que sean los responsables de esta invasión a nuestra Patria?

—Bueno, de eso no hay dudas: los americanos.

—¿Usted oyó en estos días la radio? ¿Oyó a sus compañeros que fueron entrevistados por la televisión y la radio?

—Eso era imposible. Este compañero —señala para el grupo a uno— y yo, solo teníamos puestos los calzoncillos...

—Se lo pregunto —le expreso— porque quería saber si usted sabía o había oído al señor Kennedy decir públicamente que él y la Agencia Central de Inteligencia (CIA) eran los responsables de esta frustrada invasión.

—Yo no lo oí ni lo sabía. Soy yo quien asegura que fueron ellos.

También fue "embarcado"...

El ex subdirector de Prensa Libre deseaba más preguntas. ¡Había tantas que hacerle! Él siguió hablando.

—Mire, usted es periodista, como yo... Por ahí habrá quienes digan que vinieron "embarcados". Siempre pasa igual en estos casos...

—Y ¿usted?

—Le voy a decir: Yo no vine "embarcado". A mí lo que me duele es que siendo yo un hombre inteligente y culto, que conoce, haya sido "embarcado" por estas gentes. ¡Ese es mi grave error!

Otras voces se oyen. Los allí presentes quieren saber más cosas del hijo de Sergio Carbó, el director-propietario de Prensa Libre. A todos contesta con locuacidad. Las preguntas comprometedoras las responde por lo general, de forma evasiva.

—¿Y qué le parece todo esto? ¿Qué impresión tiene? —le pregunto.

—¡Imagínese! Puedo decir que al llegar a Cuba y por las cosas que he visto y oído, tengo que decir que Fidel cuenta con el apoyo de todo el pueblo. Parece que Fidel sabe lo que hace. Es capaz de saber lo que va a pasar de aquí a cincuenta años...

—¿Con usted vino otro periodista?

—Sí. Pero no sé dónde está.

Nuevos vecinos del "Australia" y de Jagüey Grande han llegado para ver y repudiar a los prisioneros. Todos hablan a la vez, y no es fácil realizar el interrogatorio; o mejor, tomar nota de todo lo que responden al interrogatorio popular.

—¿Y Artime? —le pregunto de pronto.

—¿Manolo Artime? —se pregunta a su vez, y se advierte el tono familiar o de confianza con que nombra a uno de los principales jefes de la Brigada 2506.

—No, no sé. No sé dónde está. Creo que vino.

Cambia el tema. Siguen las preguntas de los cienagueros.

—Mire, cuando yo vi a los Somoza —dice— sabía que esto estaba malo. Usted sabe que todos en Prensa Libre combatíamos a esos señores de Nicaragua...

El comandante que los custodiaba da una orden. Ulises Carbó y los demás se ponen de pie. Van a ser trasladados. En fila india salen de lo que llaman celda y que no es otra cosa que un local rodeado de cujes o varillas de madera de la ciénaga, que sirve de cuarto de desahogo del central.

Cuando el público congregado allí los ve salir, se oye un murmullo de repulsa. Los prisioneros caminan hacia los automóviles, imperturbables. Ya en la misma puertecita el contratista Ulises Carbó se vuelve para uno de los escoltas y le dice:

—Muchas gracias. Muchas gracias por todas las atenciones. Les estoy muy agradecido por el trato que nos han dado.

Los carros van a arrancar cuando alguien del público, de civil, se acerca al heredero de Sergio Carbó, y le pregunta:

—¿Usted es Ulises Carbó?

—Sí señor.

El individuo se quedó mirándolo fijamente. Parecía buscar en la mente una frase. Quizás la menos hiriente. Y sin quitarle los ojos de encima le dijo:

—¡Compadre! ¡Cómo usted habló m... por Radio Swan!

El prisionero nos miró. Y sin vacilar respondió:

—Yo —expresó— no hablaba por Radio Swan. Es Humberto... Medrano.

Seguramente, aquel campesino no supo que le habían hablado de un miembro de la familia Carbó y, por más señas, de otro de los dirigentes de Prensa Libre, publicación que habían venido a recuperar los invasores, junto con las demás propiedades nacionalizadas.

Los automóviles partieron raudamente. Por entre el bagacillo y el polvo quedado como estela, pudimos ver al fondo del central los restos del B-26 yanki derribado por las cuatro bocas de las fuerzas revolucionarias.

Un campesino, vestido de miliciano, nos dijo que creía que aquel amasijo de hierro que fue un avión, había matado días atrás "a la mujer del vecino de Soplillar, Liborio Rodríguez; la misma cuyo nombre había salido en los periódicos, y el que hirió a Caridad Castro, Cruz Rodríguez y Esther Rodríguez..."

Cuando terminó de hacernos el comentario, los vehículos donde iban Ulises Carbó y sus compañeros, habían alcanzado una mayor velocidad y desaparecido del área de la "Operación Limpieza".

La captura de lo que los cienagueros y los trabajadores del "Australia" calificaron de "peje gordo", se dio en un flash, en un ¡ÚLTIMO MINUTO!, por la radio y la televisión, gracias a que pude contar con la colaboración de Roxana Rodríguez, la entonces secretaria de Abraham Masiques, director del plan turístico, que me facilitó el teléfono de magneto que había en su oficina, y que junto con el del central eran los únicos que existían entonces en toda la zona del desembarco.

Sí, como decía al principio, el tiempo y la distancia me hicieron una mala jugada, periodísticamente hablando...

Además de no poder estar cerca de Fidel cuando dirigía las operaciones, tampoco pude estar, como hubiera deseado, en la primera línea y al lado de Ernesto Fernández, quien, como dije anteriormente, a escasos días antes de la invasión había hecho las fotos de nuestro reportaje "Esta es Playa Girón"...

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