Luis Toledo Sande – Cubadebate.- De la unidad y lucha de contrarios la lucha suele tenerse más en cuenta que la unidad; pero ambas son inseparables, aunque a veces la unidad complique las cosas “calladamente”. Estas notas apenas rozan algunas aristas del tema, como el hecho de que la más eficaz propaganda favorable a una forma de propiedad la hacen las deficiencias de la otra.


Luego de siglos en que la privada ha sido dominante, cuando no exclusiva, ella es la que mayor habilidad ha concentrado en el servicio de sí. La social carga con la falta de preparación y, aún más, con el pensamiento heredado de la privada, al calor de la cual se fomenta el individualismo, que parece estar en la médula de la condición humana. En Cuba, para no ir más lejos ni sucumbir a las generalizaciones, las ineficiencias de la propiedad social motivan frecuentes alabanzas a la privada, como si no hubiera sido la socialización de gran parte de los bienes la base para que, después de 1959, la población alcanzara —son solo dos ejemplos— grados de instrucción y salud impensables cuando pululaba el analfabetismo y muchísimas personas morían por falta de atención médica elemental.

Que ahora en una farmacia habanera haya entre cinco y siete empleados, o empleadas, y se vea que solamente uno o dos atienden directamente al público, no es razón bastante para suponer que la privatización sería la única manera de mejorar las cosas. De su infancia, el autor de estos apuntes recuerda que en su pequeño pueblo natal había no menos de cuatro farmacias, atendida cada una de ellas por el dueño —era siempre, o casi siempre, el técnico del laboratorio, y recetaba— y algún que otro empleado. La agilidad del servicio era ostensible, como la limpieza y el orden del establecimiento. Pero había quienes morían porque no tenían acceso a un hospital, no podían pagar las medicinas y la atención médica —aunque algún médico sobresaliera en la solidaridad con los pobres, de cuyo seno había salido—, y acaso ni sabían que podían salvarse. Eso era tal vez lo peor.

Tras el triunfo revolucionario se nacionalizaron propiedades —incluyendo latifundios y centrales azucareros— de magnates vernáculos y foráneos, y en 1968 se puso en marcha otra socialización de la cual escaparon casi solamente las tierras de pequeños campesinos, beneficiados muchos de ellos por las sucesivas leyes de Reforma Agraria. Se habla aquí de socialización, no de estatalización, tendencia también válida para el capitalismo de Estado. Los salarios tuvieron escaso crecimiento: la administración nacional, centralizada, se encargaría de compensar ese déficit con servicios no pagados por los ciudadanos al recibirlos, pero que tampoco salían del aire, sino de emplear con fines colectivos las ganancias que los dueños de la propiedad privada recaudan como plusvalía. Esto, con respecto al conjunto del mundo, lo describió claramente Carlos Marx. No lo inventó.

Ahora, en gran medida se revierte lo que en 1968 se llamó Ofensiva Revolucionaria, y el cambio puede acarrear sacudidas profundas. Lo de menos son los establecimientos que se instalan en locales sin características adecuadas para esos usos. Lo más relevante atañe al plano mental, de pensamiento, o —dígase sin ambages— ideológico. Incontables personas que objetivamente se beneficiaron con la “locura” de la propiedad social y su continuidad, y otras que no vivieron aquel cambio, parecen idealizar cada vez más una propiedad que, en no pocos casos, permite ganar al día sumas mucho mayores que las recibidas por quienes trabajan en una institución estatal.

A quien gana en un establecimiento privado cantidades altísimas comparadas con lo que se logra devengar bajo administración del Estado, quizás le importe poco que ello sea posible porque el dueño para el cual trabaja acumula miles de pesos para provecho propio, no de la sociedad. La plusvalía, que se obtiene al explotar el trabajo ajeno, es una realidad objetiva, y no deja de existir porque se le cambie el nombre, se le ignore o se quiera que no exista.

Decirlo no debe tomarse como un intento de boicotear ninguna modificación que pueda ser necesaria en la economía. Es simplemente reconocer lo que no debe soslayarse si se quiere asegurar algo más importante: el recto entendimiento y la acertada conducción de la sociedad. Los pequeños establecimientos privados tal vez no debieron haberse suprimido o, de haber sido preciso hacerlo, quizás su restitución, hoy valorada como necesaria, debió haber tardado menos. Pero más valioso que especular sobre algo que no cabe someter a la voluntad, y menos aún a voluntarismos, es la lucidez ante la marcha y las mutaciones de la realidad y lo que ellas impliquen. Inercia y resignación pueden dar resultados funestos.

Solamente ignorar o eludir que el movimiento sindical debe prepararse para enfrentar las consecuencias del aumento de la propiedad privada, sería ya un grave error. Durante varias décadas el axioma de que la administración estatal lo hacía todo para bien del pueblo, aunque se equivocara, pudo hacer pensar que los sindicatos debían renunciar a su carácter de contrapartida de la administración, aunque esa responsabilidad no se la encomendó o reconoció ningún agente de la CIA o político perestroiko, sino dirigentes revolucionarios como Vladimir Ilich Lenin y Fidel Castro. Abandonada su misión mayor, los sindicatos podían acabar plegados sin más a la administración, y dedicarse a encauzar una emulación minada por el formalismo o a celebrar fiestas y otras formas de recreación —también necesarias, justas— para el colectivo. Pero su misión fundamental es otra.

Los replanteamientos salariales, responsabilidad de la dirección política y administrativa del país, no podrán hacerse de un día para otro, ni tal vez simultáneamente en todos los sectores. Pero apremian, máxime en un país donde quienes —porque lo desean o no encuentran otra opción— siguen trabajando bajo la administración estatal, sufren agobios por la insolvencia de sus salarios, cada vez más deprimidos en relación con el costo de la vida y —repítase— ante lo que ganan quienes trabajan en sectores de la propiedad privada, ya sea individual o cooperativa. Eso es cosa seria donde la administración estatal está a cargo de los medios de producción y los servicios fundamentales.

El necesario aumento salarial debe llegar, sin demora infinita, a todos los sectores bajo administración estatal, para que no se produzcan desequilibrios de consecuencias impredecibles (o no tan impredecibles quizás). No hay que ser economista para inferir que una de las fuentes de ingresos con que la dirección —no propietaria— del país podrá contar para ese aumento serán las contribuciones tributarias de numerosos pequeños empresarios. Pero si a la imagen de las sumas que ganan los más favorecidos en áreas no estatales, en el pensamiento de los trabajadores del sector estatal se añade la idea de que su salvación depende de la propiedad privada, se le rinde a esta última un culto que se agregará a la supuestamente inevitable ineficiencia de la social. Conste que no pocas veces la esperanza de resolver problemas de diversa índole se asocia con la magia de la gestión privada.

Por añadidura, eso ocurre cuando en el afán de lograr funcionamiento y rentabilidad en entidades sociales se entiende necesario, o lo es, el concurso de administraciones foráneas —exponentes de la propiedad privada—, aunque se trate de frentes donde el país tenía larga tradición, como el azucarero. Así, las circunstancias aportan imágenes que factualmente propician la idealización de la propiedad privada, y calzan el culto que no pocas personas le rinden a esta de modo más o menos consciente, pero nutrido asimismo por el mensaje que “inocentemente” llega por distintos medios y caminos.

Ello recuerda un chiste acuñado en torno a la demolición del campo socialista europeo: el socialismo es el camino más largo para construir el capitalismo. También surgió otro chiste malvado, según el cual, si fundadores socialistas —dígase Lenin— valoraron como harto difícil edificar el socialismo en un solo país, el nuevo contexto evidenciaba la necesidad de intentarlo en varios a la vez, pero no en todos, para que desde las naciones capitalistas el movimiento de solidaridad apoyara los afanes de construir el socialismo.

Hoy la crisis sistémica del capitalismo, para la cual se prevén paliativos, no cura, resta asideros al segundo de esos chistes. Pero la ideología no debe confiarse a la espontaneidad, mucho menos en un planeta donde el socialismo ha sufrido reveses costosísimos sin aún haberse construido plenamente, y los poderosos —capitalistas— siguen disfrutando los resultados de su astuta propaganda y los errores de sus adversarios. Si no, ¿cómo entender la capacidad de movilización que aún los opresores muestran entre beneficiados por afanes de cambios que ni siquiera echan abajo el capitalismo? Otra lección marxista, o de la realidad: el pensamiento dominante lo es porque lo portan los dominadores, y porque estos son capaces de insuflarlo como un elemento natural a los dominados.

Ya no solamente se sabe que el afán socialista es reversible, sino que puede ser aplastado, o desmontado. Su triunfo no será un hecho fatal en ninguna parte: al menos en las circunstancias existentes, que quién sabe cuánto se prolongarán, no cabe dar por sentado que surgirá de manera espontánea, como resultado mecánico de leyes objetivas. Se ha puesto asimismo en evidencia la falsedad de un presunto dogma que beneficiaba, en primer lugar, a quienes se adueñaban inmoralmente de bienes que eran o debían ser sociales. Según él, en el socialismo no puede haber lucha de clases, porque no hay clases, sino sectores. Pero lo sucedido en numerosos países, y que puede seguir ocurriendo en otros, valida la respuesta que ese dogma mereció en su momento y puede continuar mereciendo: no hay lucha de clases porque no hay clases, sino sectores, ¡pero qué clases de sectores en lucha! Dar nombres eufemísticos a fuerzas sociales y económicas, o conatos de ellas, no neutraliza su naturaleza ni sus intereses, ni evita las reacciones que les son propias.

El culto a la propiedad privada es inseparable, en Cuba, de otra mistificación con la cual se intenta falsear la historia, la realidad de este país: sobre todo fuera de él, pero también dentro, hay quienes sostienen —y no porque lo hagan con subterfugios es menos peligrosa la falacia— que Cuba tuvo un pasado capitalista próspero, y debe volver a él. Para refutar semejante engañifa debería bastar la foto de Korda que muestra a una niña campesina con una “muñeca de palo”. Y hay también otros desmentidos contra quienes intentan edulcorar la realidad cubana anterior a 1959. Dos de ellos, entre los que han circulado recientemente, se deben a sendos autores cubanos, residentes, uno en La Habana, y en Miami el otro.

El primero, Alfredo Prieto, ha descrito la trayectoria de los Fanjul-Gómez Mena desde su emergencia como magnates del azúcar en Cuba hasta su posterior (y actual) etapa en los Estados Unidos, adonde emigraron después del triunfo de la Revolución. Desde territorio estadounidense expandieron el restablecimiento de su fortuna hasta Jamaica y República Dominicana. Sobre su brutalidad para someter a los obreros —esclavos no demasiado modernos que digamos—, Prieto recuerda que la actriz estadounidense Jodie Foster rodó, como directora, Sugarland, con la actuación de otra estrella, Robert De Niro, y de ella misma. Pero la película no se exhibió en los Estados Unidos: se asegura que lo impidieron con sus recursos los poderosos hermanos Fanjul, quienes, escribe un crítico citado por Prieto, “supuestamente se fueron de Cuba por la falta de libertad”.

Nada menos que por las ondas de Radio Miami, desafiando la intransigencia de la camarilla de origen cubano que por allí hace fortuna con su labor contrarrevolucionaria, Nicolás Pérez Delgado arremetió sólidamente contra los intentos de idealizar la Cuba donde se enriquecieron los Fanjul, aunque no los mencionara. A base de datos extraídos de fuentes oficiales de aquella Cuba, echó por tierra las falacias sobre un país que supuestamente había alcanzado su mayor bienestar gracias a la propiedad privada.

No es precisamente la Cuba de hoy el escenario donde más orgánico y saludable pueda resultar el culto a esa forma de propiedad. Y, si no se debe confundir confrontación ideológica y cacería de brujas, tampoco se ha de ignorar la importancia de la ideología ni la necesidad de cultivarla acertadamente por los caminos de la persuasión, y por los de la lucha cuando es menester.

La llamada desideologización consiste en propalar, como lo más natural del mundo, valores y conductas que benefician a una ideología concreta: la capitalista, que por excelencia es hoy la del neoliberalismo y sus costras y adiposidades. La garantía de la propiedad social, para que esta lo sea de veras, pasa por la cultura de participación activa de los trabajadores en los pasos que se den para asegurar, día a día, el buen funcionamiento de un país cuya singularidad en el mundo la decidió su opción por la equidad y la justicia.

(Tomado de Cubarte)

 

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