Paquito el de Cuba.-

“Nadie es una isla, completo en sí mismo;

(…) nunca hagas preguntar por quién

doblan las campanas; doblan por ti”

John Donne

La primera vez que alguna agencia de prensa me llamó el activista Francisco Rodríguez Cruz, me aterré.


No tenía idea de qué era serlo ni por qué me ponían esa etiqueta, una de las tantas que los medios de comunicación utilizan para intentar explicar la realidad, y que terminan por simplificarla.

Sin embargo, con el tiempo y un mayor conocimiento me reconcilié con la palabreja. Comencé a descubrirle sentido, en la medida que ayudaba a visibilizar causas, injusticias, obsesiones y hasta desesperos comunes a muchas personas.

Alguien muy entrañable una vez me cuestionó por qué dedicaba mi tiempo y la inteligencia que me atribuía, a abogar por los derechos de homosexuales, bisexuales, trans… Lo consideraba una lucha pequeña, limitada en alcances, sectaria quizás.

No solo desconocía lo titánico de ese enfrentamiento a la homofobia frente a poderes seculares y que además me concierne, sino que tampoco entendía que cualquier propósito auténticamente colectivo —por restringido que nos pueda parecer a quienes no lo compartimos— puede ser bueno para mejorarnos como seres humanos.

De hecho, el mérito mayor del activismo es su posibilidad de inclusión. Parte de una condición particular, pero es capaz de generar la solidaridad, compromiso y participación de quienes no la poseen. Quien solo ve víctimas detrás de una bandera justa, poco ve o no quiere ver más. Quien confunde acciones con lamentos, no distingue lo esencial de una reivindicación.

Negar la existencia de cualquiera de los dilemas antiguos y modernos que movilizan a mujeres y hombres en toda su diversidad de ser y pensar, en contra de las múltiples formas históricas de opresión e inequidad, es —en el mejor de los casos— ingenuidad o ignorancia.

Hay que ejercitar mucho el pensamiento para entender el mundo en que vivimos y la causa de las múltiples discriminaciones e injusticias que lo caracterizan, pero es más fácil el parapeto de atribuir al activismo un supuesto análisis maniqueo que más bien pudiera ser una deformación en la mirada de quien lo juzga sin estudiar y —al no conseguir apreciar los matices por su falso brillo ante el espejo—, le atribuye sus propios estereotipos y prejuicios.

Porque lo contrario del activismo no es —como dije en broma en cierta ocasión— el pasivismo. No. Su antónimo correcto sería el individualismo, el egoísmo. Tal vez lo que distingue a las personas que son verdaderas activistas solo sea su capacidad de hacer cosas para las demás, con las demás.

Esto puede ser muy difícil de comprender para quien solo sea activista de su propio ego desbordado. Cuando alguien ataca al activismo, o lo trata de minimizar, restringir, desmovilizar, desconocer, ridiculizar, solo confiesa su más profunda incapacidad para entender —y amar— a la gente.

No importa que disfrace esa invalidez de generosidad con el pretexto de la sagrada defensa de su minúsculo yo, con alguna presunta búsqueda virginal, con un pretendido talento que no pocas veces termina por devenir en ampulosidad y vacío, en carencia de humildad y sentido del humor para jugar a la riposta ante una crítica.

Por suerte el buen activismo, gracias a su natural desprendimiento y confianza en el mejoramiento humano, nunca pone barreras infranqueables ni delimita zonas de libertad que excluyan a otras personas, pues sabe que —aunque no lo comprendan— también trabaja a favor hasta de sus más acérrimos detractores, a cuya evolución hacia el respeto nunca debe dejar de apostar.

Y hay activistas que son de anjá, es cierto. Incluso no pocas veces quienes nos involucramos en exceso podemos llegar a pecar por un afán de protagonismo desmedido. Aunque alguien nos acuse de no reconocerlo, también somos muy conscientes de que nos sobran defectos y errores, pero también son abundantes los aprendizajes más o menos dolorosos a partir de ellos. No obstante, prefiero al más majadero e inflexible activista, que al más brillante de los egoístas.

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