En medio de dificultades del abasto de leche, jóvenes campesinos, como Daniel Aguiar Matos, soportan lluvia y frío de madrugadas para producir ese alimento

Luis Raúl Vázquez Muñoz - Juventud Rebelde.- Un vaquero no puede andarse con nerviosismos, asegura Daniel. Las manos le están creciendo. «A ver, aprieta ahí», le dicen extendiendo el brazo y Daniel Aguiar Matos presiona con suavidad. O al menos intenta hacerlo; porque enseguida se nota una fuerza que no es normal. «Si cierras más duro, la gente pasa un aprieto», le provocan y Daniel encoge los hombros.


«Son unas cuantas vacas todas las madrugadas», dice él. «Aunque uno no quiera la mano se pone pesada». Tiene cerca de 25 años y es uno de los vaqueros de la Cooperativa Sabino Pupo. Oímos hablar de él por primera vez en la Asamblea de Balance de la UJC del municipio de Baraguá. Allí se mencionó a los jóvenes que no se iban para las ciudades y se quedaban con sus familiares a trabajar como campesinos. Daniel es uno de ellos.

«¿La ciudad? No, ¡qué va! —hace un gesto con el brazo, como diciendo “ni lo pienses” y cruza los brazos—. A mí no me gusta eso. De paseo y un momentico. Cuando yo estaba en el pre en el campo, en Cuba Tres, había unas vacas y yo era el que las ordeñaba. Es lo que me ha gustado siempre. Creo que desde que estaba metido en la barriga de mi mamá».

La caricia es un golpe
Daniel llega a la entrevista al final de la mañana. «Tienen que esperarlo, él está para el ordeño», nos dijeron y la espera se convirtió en alarma hasta que apareció en la puerta de la oficina con gesto desconfiado.

Enseguida se nota que no le gusta que le hagan muchas preguntas. Es delgado y de cuerpo macizo. Para muchas personas el día está recién comenzado, pero para él se inició hace muchas horas, justo a la una de la madrugada. Así es siempre, incluso los domingos.

«Llueve, truene o relampaguee», aclara. «Los días de carnaval es un problema para los vaqueros, sobre todo para nosotros, los jóvenes. Uno tiene ganas de extenderse un poquito. Pero hay que acostarse temprano, a la caída del sol o como decimos en el campo: cuando las gallinas se suben al palo para dormir.

«Cuando uno es vaquero no puede andar con nerviosismo. Eso se aprende de los más viejos y también de las vacas. Si andas con miedo, ellas te patean. Los golpes te caen más rápido, uno se vuelve torpe y el trabajo de ordeñar hay que hacerlo tranquilo porque cuando menos te lo imaginas viene una por atrás y te suena un trastazo».

Se rasca la cabeza por encima de la gorra y mira por la ventana. «Eso es otra cosa, los golpes», comenta. «Miren, si yo tengo hasta una hernia, aunque eso no fue ordeñando. Ocurrió cuando buscábamos unas reses y un toro me dio un golpe. Ni me di cuenta del dolor. Lo único que sentí es que estaba volando y luego el toletazo en el suelo y los gritos de la gente. Pero nada, aquí estoy.

«¿Que los que andan con vacas se vuelven brutos? Dígale a un letrado que se meta en un corralón con las vacas. Yo voy a reírme mucho. Imagínese de noche, cuando no se ven ni las manos, buscando el animal para ordeñarlo. Uno tiene que jugarle cabeza. Ninguna vaca es igual, ellas tienen su comportamiento. Si no las conoces pasas un aprieto. En lo que todas sí son iguales es en lo de ser madres. No le hagas daño al ternero porque ellas no lo olvidan. Tu olor se les queda y entonces el susto puede ser más grande».

El regalo indeseado
Con Daniel trabajan tres vaqueros: Danisbel Bonilla, Omar Martínez y Gabriel Malaquías. Cada uno tiene la norma de ordeñar 25 vacas y cuando uno de ellos se enferma, entonces la cantidad de reses se reparte entre los que van al ordeño. A diario acopian 250 litros de leche, que se entregan a los miembros de la cooperativa, a las personas con dieta y a los niños de 0 a 13 años de edad.

«A veces la gente se molesta cuando van a buscar la leche por las mañanas y ven que no hemos llegado», cuenta Daniel. «Nosotros tenemos que tumbar para abajo, en busca de la costa, por todas las vaquerías que andan por ahí. Ya los caminos no están como antes, a veces uno se encuentra cada barranco... Pero el problema grande, a mi entender, es que no hay vaqueros. Eso complica las cosas. En el grupo se nos ha enfermado más de uno, y hemos sido dos nada más fajados con todas las vacas».

A veces, cuando llueve, Daniel recuerda aquellos días en los que trabajaba con un tío. Había ciclón y las jornadas estaban húmedas. Iban por el campo buscando las vacas para el ordeño, pero al final regresaban con la desazón en el cuerpo. Las reses no querían dar leche y no se dejaban coger para el ordeño.

«En esta faena, los días de lluvia yo no los quiero ni regalados», asevera. «Nos tenemos que acurrucar en la carreta bajo la llovizna. Lo mejor es no darle importancia. Luego viene el fanguero y el agua que se mete en los corrales. Así que imagine: el agua por el cielo y por abajo, de noche, sin ver nada y las vacas espantadas. Pero el trabajo se hace. Al final uno goza cuando logra ordeñar al animal. Entonces te das cuenta de que el temporal no puede más que tú.

«Con las lluvias de hace unas semanas, las que pusieron la cosa fea en Oriente, nos tuvimos que amarrar los pantalones. Los caminos se pusieron más malos por la humedad y hubo partes donde las aguas cubrieron las ruedas de alante del tractor. También se crecieron los ríos, aunque nadie se acobardó. En una vaquería tuvimos que ordeñar con el agua por arriba de los tobillos porque un arroyo que estaba cerca se fue del cauce. La lluvia nos caía a chorros y no nos dejaba ver. Estábamos reventados. Por el camino soñábamos con virar para la casa y coger la cama; pero no fue así. Al amanecer la gente ya tenía su leche».

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